Organizarse contra la(s)
violencia(s). Reflexiones etnográficas en torno a procesos de organización
colectiva de mujeres de sectores populares en Argentina
Organizing against
violence(s). Ethnographic reflections on collective organization processes of women from popular sectors in Argentina
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Florencia Daniela Pacífico |
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Centro de Innovación de los Trabajadores - Argentina UMET - CONICET |
Recibido: 26-01-2023
Aceptado: 27-05-2023
Resumen
Este artículo propone un análisis de procesos de
organización colectiva en torno a la
violencia de género en Argentina, destacando la centralidad de la
construcción de redes de acompañamiento desarrollados por mujeres de sectores
populares y explorando las formas en que se define qué es violencia y cómo
abordarla. Se pretende así iluminar las conexiones entre aquellos recientes
procesos masivos de movilización y
las formas específicas de organización colectiva que construyen cotidianamente
mujeres de sectores populares. Sostengo que sus procesos de organización
colectiva no quedan reducidos a ser una mera respuesta mecánica de las
movilizaciones generadas a nivel nacional evidenciando la recuperación de
trayectorias de organización barrial y
cuidados comunitarios desarrolladas en interacción con prácticas estatales.
Palabras clave: violencia de género, mujeres de sectores populares, organización
colectiva, etnografía
Abstract
This article proposes an analysis
of collective organization processes around gender violence in Argentina, highlighting the centrality of the construction of support networks developed by women from
popular sectors and exploring
the ways in which violence is defined and how to deal with
it. The aim
is to illuminate the connections between those recent
massive mobilization processes and the specific forms of collective organization that women from
popular sectors construct on a daily basis.
I argue that their processes of collective organization are not reduced to being a mere mechanical
response to the mobilizations
generated at the national level, evidencing the recovery of trajectories of neighborhood organization and community care developed in interaction with state practices.
Keywords: gender violence, popular sector women, collective organization, ethnography.
1. Introducción
El 3 de junio de 2015, al bajar del tren en la Estación de Moreno,
zona Oeste del Gran Buenos Aires reconocí rápidamente el punto de encuentro
para salir rumbo a la movilización hacia Congreso. Cuarenta micros escolares
estaban estacionados frente a la Municipalidad y desde lejos se divisaban
carteles color violeta, banderas argentinas y cartulinas con consignas en
repudio a la violencia machista. La frase “Ni una menos” se repetía
incansablemente. Saludé a Laura, que anotaba datos de quienes estaban por subirse
al micro. Ella era presidenta de una cooperativa creada a partir del programa
Ellas Hacen, una política de transferencia de ingresos dirigida a mujeres de
sectores populares, que estuvo vigente entre 2013 y 2018 en Argentina y propuso
la creación de cooperativas de trabajo y el desarrollo de espacios formativos y
laborales. Desde su ingreso al programa, Laura había empezado a desarrollar una
trayectoria de militancia ligada al acompañamiento de mujeres en situación de violencia de género[1], en un camino que la llevó a estrechar
vínculos con distintas funcionarias del Estado municipal. Para ella, se trataba
de una problemática que le tocaba de cerca, ya que había sufrido violencia por
parte de su ex marido, el padre de sus hijos mayores. Ese mediodía de junio de
2015, Laura me comentó entusiasmada la cantidad de gente que estaba subiendo a
los micros, el éxito de la convocatoria y la heterogeneidad de personas que
participaban.
En los últimos años, los procesos de movilización generados en torno a
la problemática de la violencia de género
han cautivado la atención de analistas académicos y ganado relevancia en el
debate público y en la agenda política. A partir de junio de 2015, las
protestas Ni una menos contribuyeron a otorgarle al tema una mayor visibilidad
pública, dando lugar a un proceso de organización y demanda en torno a las
desigualdades de género y los derechos de las mujeres que alcanzó una masividad
hasta entonces sin precedentes y que obtuvo la adhesión de un conjunto amplio y
diverso de actores sociales (Daich y Tarducci, 2018; Sciortino, 2018; Natalucci y Rey, 2018; Frega,
2019)[2].
La violencia de género constituye una
problemática que ha formado parte de las reivindicaciones históricas del
movimiento feminista cuya trayectoria de lucha en Argentina posee larga data y
alcanza un momento de crecimiento y centralidad durante el periodo de la
reapertura democrática de la década de 1980 (Barrancos, 2007; Alma y Lorenzo,
2009, Tarducci y Rifkin,
2010; Trebisace, 2018). De ahí que numerosos trabajos
académicos reflexionaron acerca de estos procesos recientes de organización
colectiva resaltando su historicidad y las trayectorias de lucha en las que se
inscribieron (Daich y Tarducci,
2018; Sciortino, 2018).
Algunos trabajos plantearon que la consigna Ni una menos, lejos de
asociarse a un sentido unívoco posee múltiples connotaciones (Natalucci y Rey, 2018) y la potencialidad de constituirse
en locus de articulación de distintas
formas de resistencia feminista (Nijensohn 2019).
Así, se destacó que con el correr de los años, el foco de las demandas se
desplazó de la figura del femicidio hacia la visibilización de una red más
amplia de violencias entre las que se incluyen cuestiones vinculadas a
asimetrías de clase y desigualdades económicas (Daich
y Tarducci, 2018, Nijensohn
2019; Natalucci y Rey, 2018).
En esta dirección, un interesante eje de análisis ha girado en torno a
las conexiones entre estos procesos de organización colectiva y la re
emergencia de un feminismo popular; en el cual las mujeres de sectores
populares ocuparon un rol significativo a partir de construcción un modo
arraigado de comprender las violencias (Gago, 2019) y de la articulación entre
demandas antipatriarcales y la resistencia al neoliberalismo (Sosa et al., 2018; Frega, 2019; Muñoz, 2021). Se ha subrayado que este
resurgimiento del feminismo popular tiene su anclaje en historias de lucha
previas, entre las que se destacan como hito significativo, el protagonismo de
las mujeres en los movimientos de desocupados generados durante la década de
1990[3]
y la articulación entre sus demandas por trabajo digno y las reivindicaciones
históricamente puestas en agenda por el feminismo (Di Marco, 2011; Korol, 2016).
Este artículo se propone contribuir a este debate en torno a las
modalidades recientes de lucha contra la
violencia de género, a partir de un análisis etnográfico de las prácticas
cotidianas de organización colectiva desarrolladas por mujeres de sectores
populares. En particular se busca contribuir a desubstancializar
la mirada sobre “la violencia” considerando las formas de apropiación y
definiciones construidas en torno a dicha categoría y el modo en que sus
alcances y límites se producen y
disputan a partir de las interacciones cotidianas entre quienes participan de
su abordaje. Mostraré que la construcción de arreglos colectivos orientados a
lidiar con problemáticas vinculadas a la violencia
de género se articula con la provisión de distintas formas de cuidado
comunitario y modalidades colectivas de reproducción de la vida, dando lugar a
reflexiones acerca de la politicidad de aquello que
ocurre en los hogares y visibilizando las redes de interdependencia construidas
entre mujeres.
Estos argumentos recuperan una mirada de la política colectiva a la
que hemos aportado desde el equipo de investigación en el que este trabajo se
inscribe[4],
siguiendo especialmente una propuesta por desplazar la mirada de la acción
colectiva en términos de acontecimiento; para centrarnos en las prácticas
cotidianas, los procesos organizativos más amplios y las disputas y
negociaciones establecidas con agencias estatales (Fernández Álvarez, 2017; Grimberg, Fernández Álvarez y Rosa, 2009). Este enfoque nos
permite poner en suspenso los interrogantes acerca de cómo se construyen
actores colectivos en términos de identidades u objetos prefigurados, para
atender al modo en que las modalidades de organización colectiva recuperan
tradiciones y trayectorias de militancia previas y se definen dentro del marco
de la interacción con formas de intervención estatal (Fernández Álvarez, 2017).
En el marco de esta línea de investigación más amplia hemos
identificado la centralidad que tienen para el desarrollo de procesos
organizativos desarrollados por sectores populares, el despliegue de una serie
de formas colectivas de reproducción de la vida y producción de bienestares. En
este sentido, hemos venido recuperando aportes de miradas feministas de la
economía y en particular de la noción de cuidados. Retomamos específicamente
aquellas miradas que propusieron trascender su asociación a la atención de las
necesidades vitales de aquellas personas consideradas “dependientes”, para
poner en el centro a la interdependencia como una condición general de la vida
humana (Carrasco, 2013; Herrera, 2013) y los modos en que se construyen
colectivamente las condiciones posibilidad para la producción de “vidas que
valgan la pena de ser vividas” (Pérez Orozco, 2014; Narotzky
y Besnier 2014).
Siguiendo estos aportes, hemos señalado que, en contextos atravesados
por distintas formas de desigualdad y precariedad estructurales, los procesos
de organización colectiva desarrollos por sectores populares dan lugar un
proceso de disputa en torno a aquello que se entiende como “vida digna” o
“buena vida” (Fernández Álvarez; 2018; Fernández Álvarez et. al, 2019; Señorans, 2020; Autorx, 2022). En
particular, este trabajo busca mostrar los modos en que el
despliegue de formas colectivas de reproducción de la vida impulsadas por
mujeres de sectores populares constituyeron parte de la trama local y
cotidiana que contribuyó a construir a la violencia
de género como una causa de relevancia social, dinamizando una disputa
acerca de qué formas de vida pueden proyectar las mujeres de sectores
populares.
Organizo mis reflexiones en tres apartados y las reflexiones finales.
En primer lugar, reconstruiré las especificaciones metodológicas sobre las que
se basa este trabajo. En el segundo apartado, analizo el modo en que la
construcción de espacios de reflexión colectiva y la creación de redes de
interdependencia para lidiar con la problemática de la violencia de género supone problematizar un conjunto más amplio de
asimetrías de género, tales como las injusticias en la distribución de los
trabajos domésticos y de cuidado. En el tercer apartado, presto atención al
modo en que estas modalidades de organización y acompañamiento entre mujeres
producen y se asientan sobre la base de un armado de “redes” en las que
miembros de diversos espacios colectivos e institucionales (organizaciones
partidarias y feministas, fundaciones, instituciones religiosas, áreas
estatales, entre otros), dando lugar a tensiones respecto de los modos en que
se define qué es violencia y cómo abordarla.
2. Apuntes metodológicos: miradas etnográficas
sobre procesos de organización colectiva en torno a la violencia de género
Este trabajo es el resultado de una investigación realizada desde una
perspectiva etnográfica, entendida como un trabajo analítico que parte de
interacciones establecidas a partir de la experiencia prolongada en el campo
(Rockwell, 2009).El enfoque teórico metodológico adoptado privilegió a la
observación participante como principal estrategia de investigación que permite
acompañar la vida social nutriéndose de un punto de vista experiencial (Quirós,
2014) y capturando a los procesos de organización colectiva en su propio transcurrir (Fernández Álvarez, 2016). Desde
la mirada etnográfica, el trabajo de campo es, más que una técnica, una forma
de producir conocimiento a partir del diálogo e interacción con otros (Peirano, 2014). En este sentido, la presentación textual de
los análisis y reflexiones que comparto en estas páginas no se organiza
estableciendo una distinción tajante entre “los datos” o “el material”
recolectado a través de registros y entrevistas y conceptualizaciones
elaboradas a posteriori. La etnografía implica una forma analítica de describir
a partir de la cual los registros de campo se integran de forma sistemática al
análisis cualitativo, dando lugar a un trabajo que conduce a construir nuevas
relaciones, transformando concepciones previas acerca del objeto de estudio (Rockwell,
2009).
Siguiendo esta apuesta por construir descripciones analíticas, la
forma en que se construyen los datos etnográficos incluidos a continuación
prioriza y pone en primer plano a las vivencias cotidianas de mujeres de
sectores populares que participan de distintos procesos de organización
colectiva, para desde allí arrojar nuevas luces sobre las formas en que se
define y aborda aquello que se entiende por violencia
de género. Este artículo recupera el
trabajo de campo realizado entre 2014 y 2018 junto a mujeres de sectores
populares que son titulares de programas de transferencias de ingresos. El
desarrollo del trabajo de campo tuvo lugar en el marco de una investigación
doctoral[5]
que buscó analizar procesos de organización colectiva de mujeres de sectores
populares vinculados a la implementación de programas estatales y la acción de
organizaciones sociales. El diseño metodológico involucró el desarrollo de
jornadas de trabajo de campo con observación participante junto a integrantes
de cooperativas de trabajo creadas a partir de los Programas Argentina Trabaja
y Ellas Hacen[6]
entre noviembre de 2014 y julio de 2018 y la realización de entrevistas
abiertas en profundidad entre octubre de 2019 y enero de 2019.
Los hallazgos etnográficos que se comparten en estas páginas
comprenden al trabajo de campo realizado junto a mujeres titulares del Ellas
Hacen el distrito de Moreno (zona noroeste de Gran Buenos Aires). Las visitas
al campo se desarrollaron con una frecuencia de una o dos veces a la semana y
consistieron en acompañar a los titulares en distintas actividades de la vida
cotidiana de las mujeres tales como
jornadas laborales, reuniones, actos, movilizaciones y la realización de
trámites. A los fines de desarrollar una investigación que descentre de “los
programas” y tome a las vidas de sus titulares como eje de análisis (Pacífico,
2019), la observación participante incluyó también el registro de situaciones
propias de las rutinas domésticas y las vidas familiares de algunos de sus
integrantes, tales como almuerzos, tiempos de ocio, paseos por el barrio, la
realización de compras y otras diligencias. A partir de las jornadas de campo
se desarrollaron registros escritos. Asimismo, en la etapa final de la
investigación, se realizaron siete entrevistas abiertas a algunos de mis
interlocutores, procurando reconstruir aspectos de las trayectorias de vida,
sucesos pasados y puntos de vista no asequibles a partir de la observación
directa.
El desarrollo del trabajo de campo coincidió con un periodo en que la
problemática de la violencia de género
adquirió una visibilidad pública creciente, dando lugar a aquellos intensos
procesos de movilización sobre los que hicimos referencia al comienzo. En este
sentido, las reconstrucciones etnográficas que comparto en estas páginas
pretenden aportar al estudio de las conexiones entre aquellos recientes
procesos masivos de movilización en torno a la violencia de género y las formas específicas de organización
colectiva que construyen cotidianamente mujeres de sectores populares.
Para algunas de mis interlocutoras, los vínculos construidos luego de
ingresar al Programa Ellas Hacen impulsaron el desarrollo de trayectorias de
militancia política, involucrándose específicamente en prácticas de
organización colectiva vinculadas al abordaje territorial de la violencia de género, tal como fue el
caso de Laura, a quien nos referimos al inicio de la introducción. El trabajo
de campo permitió relevar de forma sistemática los modos en que ella y otras
mujeres generaban prácticas de organización colectiva que incluían acompañar la
realización de denuncias, brindar distintos tipos de ayuda (préstamos de
dinero, colectas de alimentos, vestimenta), promover espacios de diálogo y
debate y estrechar vínculos con integrantes de organizaciones y agentes
estatales. En los siguientes apartados, parto de la reconstrucción etnográfica
de una serie de situaciones que tuve la oportunidad de compartir con Laura y
que resultan ilustrativas de distintas formas que adopta el abordaje de la violencia de género desde los procesos
de organización colectiva desarrollados por mujeres de sectores populares.
3. Entre clases de bachata y charlas de
mujeres: violencia(s) y tramas desiguales de cuidado
Una tarde de junio de 2017, fui con Laura a una “charla de mujeres”
que había organizado en un centro comunitario de su barrio. La actividad
contaría con la presencia de Marisol, una abogada de la Dirección de Políticas
de Género. Ese día, llegué a su casa después del mediodía y, mientras íbamos
hacia el lugar, supe que antes de la charla había programada una clase de salsa
y bachata. Cuando Laura solicitó usar el
espacio ese viernes por la tarde, la persona que se encargaba de gestionar la
agenda del centro había olvidado que ese mismo día tendría lugar la primera
clase de un taller gratuito de baile. Al
ser informada del error, ella utilizó la inconveniencia horaria a su favor y se
valió exitosamente de la clase de baile como estímulo para reforzar la convocatoria
a la charla. Fue así que de 15:20 a 16 hs nos movimos
al ritmo de la bachata, riéndonos a carcajadas de nuestros tropiezos. Al fin de
la clase nos preparamos el espacio para esperar a Marisol. Armamos un círculo
con las sillas y Laura colgó de las paredes una bandera de tela con la
inscripción Ni Una Menos formada en letras de pañolenzi.
La intención de
la charla era, por un lado “dar a conocer” el trabajo que realizaban desde la
Dirección de Políticas de Género. Además, el conocimiento especializado de
Marisol le permitiría a quienes asistieran a la charla consultar dudas sobre
temas relativos al campo jurídico. Éramos aproximadamente una veintena de
mujeres entre las que se encontraban estudiantes y profesoras de la sede de
estudios secundarios para adultos que funcionaba allí, integrantes de
cooperativas del Ellas Hacen; vecinas del barrio y “mamás” de la cooperadora de
la escuela a la que asistían los hijos de Laura. Al abrir la charla, Marisol
dijo que lo que hablasen allí podría servir para ayudar a una amiga, vecina,
conocida que se encontrase “en situación de violencia”. Aclaró que no le
gustaba hablar de “víctimas”, porque esto suponía un lugar pasivo y que quienes
“atraviesan violencia”, estaban “pasando” por una situación transitoria, de la
que era posible salir. Luego de algunos intercambios acerca de lo que Marisol
mencionó como las “causas culturales” de la violencia y su anclaje en el
sistema patriarcal, varias mujeres fueron compartiendo experiencias personales,
consultando dudas y solicitando información a la abogada.
Los intercambios de la jornada pusieron en evidencia las dificultades
que se enfrentaban al solicitar ayuda y Marisol destacó que la escasez de
refugios y las complicaciones a la hora de solicitar patrocinio legal gratuito
eran algunos de los problemas más recurrentes. En respuesta a este balance,
Olga, una de las mujeres presentes, tomó la palabra para contar su experiencia.
Con voz casi quebrada, dijo: “Yo estaba sola, no tenía quien me ayude, me paré en la Comisaría de la Mujer y les dije que no
me iba hasta que no me consiguieran un lugar donde dormir. Estaba con mis
hijos. Porque si volvía con mi marido corría riesgo mi vida. Yo sufrí violencia
de género y puedo decir que la sufrí, porque la pasé, porque ahora estoy bien y
la puedo contar” (Registro de Campo Moreno, 16-6-17)
El testimonio de Olga fue recibido con emoción por quienes estaban
presentes, especialmente por Laura quien ya conocía su historia y agradeció su
intervención. La conversación derivó en consultas acerca de los trámites
administrativos a seguir para realizar denuncias, pedir medidas de protección,
exigir cuota de alimentos o tener acceso a un abogado gratuito, entre otras.
Mediaciones, regímenes de visitas, embargo de asignación, cuotas alimentarias,
denuncias penales y exposiciones civiles formaron parte de los intercambios
marcando una superposición de problemáticas vinculadas tanto a la violencia en
los vínculos de pareja como a la resolución de asuntos derivados al cuidado y
mantenimiento de los hijos e hijas.
Entre estos intercambios, Maite, una joven de 25 años con tres hijos
de entre 3 y 8 años, consultó sobre cuestiones referidas a la tenencia parental
en caso de que el padre sea denunciado por violencia. Marisol respondió que los
derechos parentales sólo se ven afectados cuando existe un riesgo para los
niños y niñas. Maite siguió preguntando y, con algo de pudor, su discurso
adoptó paulatinamente la primera persona que evidenció que exponía una realidad
personal. Maite había denunciado a su pareja y él se había declarado culpable
en un juicio abreviado. Recibió una condena de pocos años que cumplió haciendo
tareas comunitarias y sin prisión efectiva. La situación había transcurrido ya
hacía algún tiempo y habían vuelto a convivir. Según reconstruyó Maite, en el
vínculo ya no había agresiones físicas, pero existían otras prácticas que
condicionaban sus libertades:
“Por ejemplo, si la mujer quiere estudiar y te dice que no, que para
qué. Si decís, "voy a trabajar los fines de semana" porque es el
momento en el que él no trabaja y se puede quedar con los chicos, y te dice
“no, para qué vas a trabajar”. Si no quiere que hagas nada de eso, eso también
es violencia, ¿no?” (Maite, Registro
de Campo Moreno, 16-6-17).
Marisol le respondió afirmativamente y se dedicó a reconstruir los
distintos tipos de violencia contemplados por la legislación, subrayando que se
reconocía no sólo aquella vinculada a las agresiones físicas, sino también
cuestiones psicológicas, económicas o simbólicas[7]. “Yo si
hay algo que quiero que ustedes tengan en claro es que nada de esto que les
sucede es su responsabilidad o culpa. Porque una siempre tiende a pensar
"Ah, esto es por mi culpa, que lo provoco". Y no es así”, agregó
Marisol (Registro de Campo Moreno, 16-6-17). Varias de las mujeres confirmaron
haber sentido que ellas eran la causa de los comportamientos agresivos de sus
maridos. Maite continuó:
“Lo que necesito es conseguir un trabajo, porque la casa es de él y él
es el que la mantiene. Para todos sus familiares, yo soy la loca, la que
cuestiona todo, como la oveja negra. Pero yo pienso que a veces estoy
organizándome todas las actividades que tengo que hacer, en el horario que él
trabaja, para que cuando él vuelva, yo estar en casa. Y eso no debería ser así,
¿no? Debería ser que cuando él no trabaja se tendría que quedar con los chicos
también y dejar que yo estudie o trabaje, ¿no? Porque a los chicos los hicimos
nosotros dos. Y yo estoy viendo que mi nene, el mayor, ya empieza a tener
actitudes, como que lo copia al padre, y yo no quiero que sea así” (Maite, Registro de Campo Moreno, 16-6-17).
Marisol le respondió que lo que
ella no quería era que sus hijos acaben naturalizando prácticas violentas y la
conversación cerró con una invitación para que se uniera a unas charlas que
tenían lugar semanalmente en la Dirección. Hacia el final de la reunión, Laura
quedó conversando con ella y le recordó que ya había dado un gran paso
comenzando a estudiar. Recordé entonces un intercambio que ambas habían tenido
cuatro meses atrás, el día que ella se acercó a inscribirse para retomar sus
estudios secundarios. Además de brindarle información acerca de la
documentación necesaria y plazos de inscripción y ante la sorpresa de Maite,
Laura le había pedido los datos de sus hijos para “anotarlos al merendero”,
explicándole que como sabían que las mujeres no tenían con quien dejar a los
hijos y, llegada cierta hora de la tarde, los niños y niñas comenzaban a tener
hambre; habían solicitado asistencia alimentaria al municipio. De esta manera,
ella podría estudiar "sin preocuparse” por “la hora de la leche”.
Asombrada, Maite agradeció y dijo que entonces “no tenía excusas para no
estudiar”.
Laura había impulsado la creación de dicha sede de estudios
secundarios pensando en las necesidades que podrían tener “las mamás del
barrio”: propuso un horario compatible con los turnos escolares de los niños y
niñas y contempló sus necesidades de cuidado y alimentación. Esta experiencia
de Laura confirma el lugar protagónico que ocupan las organizaciones sociales y
espacios comunitarios en la provisión del cuidado infantil en los sectores
populares (Pautassi y Zibecchi
2010; Santillán 2014; Vega y Martínez 2017). Para que algunas mujeres pudiesen
estudiar, otras cubrían la insuficiencia de servicios públicos de cuidado con
trabajo comunitario no remunerado, en un proceso que algunas autoras han dado
en llamar como un subsidio de abajo hacia arriba (Fournier
2017) o colectivización de los cuidados (Díaz Lozano 2020).
El reconocimiento de que otras personas
estarían “mirando” o “atentos a” los niños y niñas hacía posible la
participación de mujeres en espacios dirigidos a su formación. Estas formas
colectivas de proveer cuidados acabaron siendo catalizadoras de otros procesos,
dando lugar a la apertura de mecanismos dirigidos a una relectura de las
propias experiencias en clave de desigualdades de género. A Maite, contar con
el merendero le permitió no sólo compatibilizar el cuidado de sus hijos con su
proyecto de terminar el secundario; sino que también habilitó la posibilidad de
hablar de situaciones de violencia presentes en su vínculo de pareja. Al
sorprenderse ante la existencia del merendero, ella había murmurado: “ahora no
tengo excusas para no estudiar”, un comentario en el que parecía responsabilizarse
por las dificultades que enfrentaba.
Algunos meses después, y tras haber construido un vínculo más fluido y
de confianza con quienes transitaban por ese espacio; intervenía en la “charla
de mujeres” compartiendo reflexiones diferentes. Sus dificultades para estudiar
o trabajar ya no eran interpretadas como una incapacidad propia ni como
“excusas”; derivaban en parte de una relación de pareja que podría calificarse
como violenta, aun sin que mediaran daños físicos directos.
Los procesos de politización del género han sido un
eje de análisis en los trabajos sobre la participación femenina en procesos de
organización colectiva desarrollados por los sectores populares en Argentina,
dando lugar a interesantes reflexiones respecto del modo en que el desarrollo
de espacios de encuentro entre mujeres permite resignificar las propias
trayectorias y desarrollar una relectura de la vida cotidiana desde una mirada
atenta a las desigualdades entre hombres y mujeres (Cross y Partenio,
2011, Espinosa, 2013). Estos hallazgos permitieron evidenciar que el desarrollo
de “prácticas de encuentro” entre mujeres posee la potencialidad de visibilizar
distintas formas de violencia y poner en palabras problemas hasta entonces
confinados al ámbito privado (Partenio, 2011). Esta
posibilidad de generar encuentros “entre mujeres” también ha sido reconocida
como un fenómeno político de singular relevancia, en los estudios sobre
aquellos procesos de movilización más recientes en torno al feminismo popular.
Estos trabajos han destacado la potencialidad de estas interacciones para
problematizar mandatos referidos a la enemistad y competencia femenina
(Menéndez, 2017; Gutiérrez Aguilar, 2018) y
valorizar trabajos históricamente invisibilizados
(Gago, 2019).
Los intercambios en la charla de mujeres que reconstruimos en este
apartado evidencian la apertura de una posibilidad para poner en común de
temores y aprendizajes; construyendo vínculos desde los que era posible ir
entretejiendo y comparando las propias historias. Los discursos recogidos
durante estas interacciones recuperaban demandas históricas del feminismo y una
forma particular de comprender la violencia que se hacía eco de la reciente
masificación de los reclamos. El activismo feminista ha jugado históricamente
un rol central para visibilizar esta problemática, permitiendo reconceptualizar las fronteras de aquello que se define
como violencia (Sagot, 2008). Asimismo, los aportes
de la teoría feminista permitieron comprenderla como un fenómeno estructural en
el cual acciones más directas se encadenan con otras más sutiles u ocultas (Segato, 2003; Femenias 2008, Osborne, 2009). En
sintonía con estas miradas, al dar inicio a la charla, Marisol se había ocupado
de explicitar un modo particular de comprender este fenómeno, destacando sus
“causas culturales” y tomando distancia del lugar pasivo que encierra la figura
de víctima. En sus intercambios con quienes participaban del taller, la
definición de los límites y alcances de aquello que se entiende por violencia
se revelaba como un proceso abierto y una pregunta que era relevante
plantearse, recurriendo a vivencias personales y abriendo paso a un abordaje
colectivo de aquello que era posible proyectar como “salida” a la situación de
violencia.
Uno de los aportes de las investigaciones actuales
sobre el fenómeno de la violencia de
género ha sido la problematización de sus lecturas esencialistas y
reduccionistas, a partir de la reconstrucción de decisiones, formas de
resistencia y agencia desarrolladas por aquellas mujeres que muchas veces son
catalogadas como “víctimas” desde la intervención estatal y judicial (Dunn y Powell, 2007; Brunatti,
2011; Villanueva Gutierrez, 2013; Beltran
y Aguirre, 2016). En particular, una serie de investigaciones con enfoque etnográfico
y centradas en los procesos de judicialización de casos de “violencia
doméstica” permitieron señalar los límites de una lectura dicotómica y polar de
las figuras de la víctima y del agresor (Gregori,
1993; Rifiotis, 2008). Así, la mirada antropológica
ha permitido poner en suspenso la naturalización de la categoría y el
racionalismo que atraviesa miradas clasificatorias o legales sobre el tema (Rifiotis y Castelnovo, 2013),
para proponer una exploración de los usos y sentidos que otorgan los distintos
grupos sociales, mostrando su entrecruzamiento con la construcción formas de
legitimidad (Garriga Zucal, 2018) y moralidades (Daich, 2013). Como
ha señalado Rifiotis (2008), la categoría de
“violencia” se ha convertido en ícono de las luchas feministas y en operador
simbólico que tornó posible extender el acceso a la justicia y reducir la
impunidad en los casos de violencia contra las mujeres. Según el autor, se
trata de una categoría siempre abierta a incorporar nuevos significados, dando
lugar a un proceso de generalización y homogeneización de prácticas diversas.
En una línea similar, el trabajo de la antropóloga
argentina Debora Daich
(2013) sobre administración de justicia penal en conflictos familiares ha
puntualizado en las conexiones entre las representaciones acerca de la
violencia y la construcción de sentidos acerca del cuidado. Según la autora, la
apelación al ideal del cuidado maternal, articulado con narrativas en torno a
la violencia doméstica y discursos
sobre el bienestar de los hijos permite justificar y legitimar acciones,
asegurando protección judicial. Así como identifica la autora, el discurso de
Maite también ponía en juego una retórica anclada en el imaginario maternal,
conectando definiciones en torno a la violencia
con preocupaciones sobre el cuidado de los hijos, al interrogarse acerca de los
efectos que las prácticas de su pareja tenían en el acceso de sus hijos a un
buen cuidado, preguntándose si él no sería una “mala influencia” para ellos.
Entre las cuestiones que ella eligió poner en común en la charla, sobresalía la
intención de apropiarse de la categoría violencia
de género, abriendo y ampliando sus alcances y dando lugar a reflexiones
acerca de la distribución del cuidado infantil. Negarse a compartir las
responsabilidades de cuidado de los hijos fue identificada por Maite como una
práctica violenta porque implicaba un control sobre sus propias posibilidades
de acción. La abogada recurrió a la ley para otorgarle legitimidad a esta
posibilidad de construir una definición ampliada de violencia. Esta legitimidad ganaba fuerza y se tornaba más palpable
para Maite, a la luz del intercambio de distintas experiencias entre las
mujeres presentes y de la posibilidad de reconocerse mutuamente en otras
historias.
Asimismo, había sido la provisión de formas comunitarias de cuidado
infantil- el merendero dispuesto por Laura- lo que le había dado a Maite el
impulso que necesitaba para retomar sus estudios. Comenzar a participar de un
espacio de estudios en donde el cuidado de los hijos puede ser, aunque sea de a
ratos, compartido con otras mujeres motivó a Maite a compartir reflexiones que,
según ella ponía de relieve, no podían tener lugar en su espacio familiar-
“para sus familiares yo soy la loca”. Hablar y diseñar formas de enfrentar la violencia de género, encerraba un
proceso de repensar la distribución del trabajo de cuidados y de poder
proyectarse a sí misma bajo sentidos que trasciendan el lugar de “madre
cuidadora”. En este punto, las reflexiones que Maite compartía construían una mirada
crítica acerca del ideal de masculinidad desvinculado del cuidado de los hijos
e hijas. La negativa de su marido a compartir este trabajo pasaba a ser pensado
como una práctica violenta que
permanecía, aun cuando sus signos más visibles- las agresiones físicas- no
estaban presentes.
4. Entre la circulación de ayudas y las
definiciones en torno a la violencia:
tras las redes de acompañamiento
Al final de la “charla de mujeres”, emprendí regreso con Marisol.
Mientras viajábamos, la abogada me comentó que a ella le parecía que ese tipo
de actividades eran muy importantes porque si de diez mujeres presentes, una se
animaba a compartir su problemática, eso les servía a todas y daba lugar a que
se corriera la voz hacia otras que pudieran necesitar ayuda. Nuestra
conversación se interrumpió cuando ella tuvo que atender el teléfono. Escuché
que hablaba acerca de una situación que debían resolver durante el fin de
semana. Marisol afirmaba que el martes lograrían la “restricción perimetral”
con “exclusión del hogar”. Al cortar, me comentó acerca del caso de una mujer
con siete hijos, que tras sufrir violencia por parte de su marido había dejado
su casa y tenían que conseguirle alojamiento. Era el viernes previo a un fin de
semana largo. En el teléfono, Marisol hablaba con una integrante de una ONG
vinculada a la iglesia católica, que tenía una larga trayectoria de trabajo con
la temática de la violencia familiar
y que estaba gestionando un espacio dentro de una iglesia, donde pudieran pasar
las noches del fin de semana: “Esta organización siempre nos ayuda, trabajan
muy bien. Si no nos movemos así, tejiendo redes con la gente de los barrios, se
hace muy difícil lograr algo” (Registro de Campo Moreno, 16-6-17).
Tejer, armar o trabajar “en red” eran expresiones utilizadas de modo
recurrente, formaban parte del vocabulario con el cual se describían las formas
de lucha contra la violencia de género.
Así se evocaban una serie de lazos entre integrantes de organizaciones
barriales y/o feministas, fundaciones, espacios partidarios, instituciones
religiosas y variados organismos estatales; una forma de articulación que
dinamizaba la circulación de ayudas para resolver emergentes y también daba
lugar a la planificación conjunta de talleres en los barrios y de actividades
para fechas importantes tales como los Días Internacionales de la Mujer o de la
Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
En julio de 2015 acompañé a Laura y a varias funcionarias a un “taller
de género” en un centro comunitario de un barrio periférico del distrito. Una
de las funcionarias de la Dirección dio inicio a la actividad haciendo
justamente referencia a la importancia de que estos encuentros sean un “punto
de partida” para “armar redes”: “Para pensar en la violencia no como algo
privado, sino como algo público” (Registro de campo, Moreno, 22-7-15).
Los intercambios giraron en torno a las experiencias de las mujeres
presentes acompañando “situaciones de violencia” y los obstáculos enfrentados,
tales como los trámites engorrosos y la complejidad de los itinerarios
recorridos al solicitar ayuda. El largo camino institucional que debían
recorrer fue comprendido como un proceso de “re victimización”. Esta cuestión
ha sido señalada por estudios centrados tanto en Argentina como en otros países
de América Latina, los cuales destacaron que la insuficiente articulación, el
inadecuado accionar policial y la carencia de recursos resultan aspectos problemáticos
en esta “ruta crítica” en tanto suelen repercutir en un recrudecimiento de los
padecimientos de las mujeres, incrementando riesgos y fomentando la impunidad
de los agresores (Sagot, 2000; Teodori,
2015).
Quienes desarrollaban acciones de militancia dirigidas a la prevención
y el abordaje de la violencia de género
conocían bien estas complejidades y enfatizaban en la centralidad de las redes
de ayuda y acompañamiento generadas para construir condiciones que permitieran
“romper con el círculo de la violencia”. La evidencia recogida hasta aquí da
cuenta de la importancia de esta trama de relaciones generada entre
funcionarias estatales y referentes de distintas organizaciones para construir
estas formas cotidianas de abordaje de la violencia
de género. Fenómenos similares han sido registrados por investigaciones
centradas en otros estudios acerca de la modalidad de trabajo de organismos
estatales vinculados con “la cuestión de la mujer”, señalando que muchas veces,
estas áreas se sostienen en gran medida gracias al trabajo voluntario y a la
promoción de la participación de la comunidad (Norverto,
2008; Anzorena, 2013).
Recuperando estos aportes, vale la pena señalar que el “armado de
redes” contra la violencia, al cual referimos en estas reconstrucciones
etnográficas, depende del trabajo voluntario y no remunerado y de los recursos
que muchas mujeres de sectores populares aportan como parte de su militancia.
Estos recursos incluían distintas formas de “acompañamiento”, sostén emocional
y afectivo y la circulación de ayudas para resolver necesidades concretas
vinculadas a la vivienda, la vestimenta, la alimentación y el cuidado infantil.
“Acompañar” a mujeres en situación de violencia era una acción a la que mis
interlocutoras hacían referencia de forma recurrente y que condensaba tanto una
serie de desplazamientos concretos por oficinas estatales, yendo junto a ellas
a tramitar denuncias y medidas de protección, como la transmisión de
aprendizajes basados en la experiencia vivida y el desarrollo de interacciones
con funcionarios/as estatales e integrantes de distintas organizaciones.
Eran recurrentes los relatos acerca de mujeres que acudían a buscar
ayuda llevando “solo lo puesto” alcanzando a agarrar apenas los documentos
personales, sin dinero ni equipaje. Tal como lo ilustran la llamada telefónica
que había atendido Marisol durante nuestro viaje en auto y las palabras de
Maite y Olga en la charla de mujeres, resolver la cuestión habitacional era un
tema de relevancia a la hora de proyectar rupturas en relaciones donde mediaba
la violencia. En abril de 2016, Laura comentaba que habían pasado un fin de
semana agitado, tras recibir un llamado en el que le pedían si podía ayudar a
una mujer que había salido de su hogar con sus hijos, huyendo de la violencia de
su pareja. Luego de haber estado varias horas esperando en la comisaría sin ser
atendida, ya cansada y con hambre, la mujer estaba replanteando su decisión y
contemplando la posibilidad de “volver a su casa”. “Hay que aprovechar
cuando tienen el impulso de irse. Yo fui y le dije “A vos ahora te va a parecer
que todo es muy difícil, pero esto es ahora […] después vas a estar mejor y
cuando veas a tus nenas bien, vas a estar orgullosa de haberte podido ir”
(Registro de Campo Moreno 22-4- 16). Además de brindarle su escucha y
comprensión, Laura consiguió que se quede algunos días en la casa de una
vecina, mientras la ayudaban a que contacte a su familia que vivía en otra
ciudad y gestionaban todo para que fuera a su encuentro. Laura apelaba a su
propia experiencia y solía hablar no sólo como militante, sino también desde el
lugar de alguien que había atravesado situaciones similares.
La trama de relaciones sobre las que se sostenían formas de militancia
orientadas a acompañar y prevenir situaciones de violencia de género implicaba un trabajo conjunto entre agencias
estatales y organizaciones sociales de distinto tipo. Estas evidencias
reafirman la importancia de reflexionar acerca de los procesos de movilización
social y organización problematizando la unicidad de los “actores colectivos”
(Fernández Álvarez, 2016) para colocar en cambio la atención sobre las
interacciones entre prácticas estatales y formas de política colectiva,
abordando las complementariedades, contradicciones e interdependencias que
modelan tanto el sentido de las luchas como la orientación de las políticas (Grimberg, Fernández Álvarez y Carvalho Rosa, 2009;
Fernández Álvarez, 2017).
En este sentido, resulta productivo leer estas interacciones a la luz
de los aportes realizados desde la mirada antropológica sobre el Estado,
recuperando específicamente aquellas contribuciones que procuraron cuestionar
su fijeza institucional, colocando la atención sobre los “encuentros” con las
poblaciones (Wanderley, 2009; Poole,
2012). Al ampliar la mirada sobre las modalidades de gestión estatal, esta
perspectiva permite visibilizar el modo en que ésta se encuentra atravesada por
procesos afectivos y diversas formas de sociabilidad (Lynch Cisneros, 2012). La
construcción de procesos de organización colectiva dirigidos a la atención y
abordaje de la violencia contra las mujeres se sostiene a partir de un
entramado de relaciones de confianza y proximidad afectiva entre funcionarias
estatales e integrantes de organizaciones, aquello que mis interlocutoras sintetizaban
bajo la expresión “tejer redes”.
Los encuentros entre organizaciones y organismos estatales daban
cuenta de la construcción conjunta de una lectura acerca de qué se entiende por
violencia. Estas miradas sobre la violencia no eran unívocas ni estaban
exentas de tensiones. Desde 2015 y tomando el impulso de la primera
movilización Ni una Menos, la Dirección de Políticas de Género convocó a la
realización anual de los Encuentros Locales de Mujeres. Replicando la dinámica
de los encuentros nacionales y regionales, se procuraba dar respuesta al
creciente interés que diferentes actores sociales habían expresado por “hacer
algo” a nivel local[8].
La comisión organizadora a cargo del encuentro incluía agrupaciones político
partidarias, ONGs, organizaciones feministas,
representantes de diferentes áreas municipales y otras organizaciones
colectivas. En agosto de 2017, asistí a una de las reuniones de dicha comisión.
Éramos alrededor de veinte mujeres reunidas en una pequeña oficina dentro del
edificio que ocupaba la Dirección de Políticas de Género. La reunión ya estaba
avanzada cuando luego de debatir sobre la organización de los talleres y
cuestiones logísticas, la conversación derivó en reflexiones acerca de las
dificultades que emergían al acompañar situaciones de violencia de género. Una de las funcionarias de la Dirección
remarcó que, dada la magnitud del problema y la creciente cantidad de pedidos
de ayuda que recibían, el trabajo “en red” era fundamental. En ese momento, una
chica que pertenecía a una iglesia evangélica, tomó la palabra: “Nosotras
trabajamos mucho con la auto suficiencia. Para que la mujer pueda estar
cuidando de su familia, debe tener su propio sustento, es importante la
autonomía económica, que ella sepa que puede cumplir su lugar en la familia y
sostenerla”
Su intervención generó miradas de desacuerdo y la funcionaria que
había hablado previamente, volvió a tomar la palabra: “Yo entiendo lo que
decís, pero justamente la idea de estos encuentros es repensar esos
estereotipos. ¿Por qué la mujer tiene que estar asociada siempre al cuidado de
todos menos de sí misma? Nosotras trabajamos con chicas que están en la
religión, y son ellas las que eligen eso. Yo estoy hablando desde ahí”
(Registro de Campo Moreno, 17/8/2017).
El intercambio ponía de manifiesto las complejidades que los modos en
que la problemática de la violencia contra las mujeres era abordada
territorialmente a partir de perspectivas diversas, las cuales no siempre
suponían una problematización de las desigualdades de género. La construcción
de las tan mentadas “redes” no implicaba un proceso armónico ni exento de
desencuentros en torno a los modos en que se comprendía la violencia. Los
espacios de diálogo y reflexión colectiva ponían de relieve una diversidad de
criterios respecto de cuál era “el lugar de la mujer” en la sociedad y cómo se
construían los horizontes de “lucha contra la violencia”.
La pluralidad de actores y alianzas constitutivas de las “redes”
construidas en torno a la violencia permitía amplificar el acceso a recursos y
ayudas que resultaban centrales para sortear las complejidades impuestas por
los caminos burocráticos que deben seguir quienes solicitan medidas de
protección ante situaciones de violencia. Pero si la lucha contra la violencia
era una causa reconocida como legítima por un conjunto diverso de actores, la
forma en que se explicaban sus fundamentos y modos de abordaje distaba de ser
homogénea, daba lugar a la coexistencia de enfoques que naturalizan la
asociación entre las mujeres y el bienestar familiar junto a otros que buscaban
problematizar desigualdades estructurales de género.
5. Reflexiones finales
El 8 de marzo de 2018, casi tres años después del primer Ni Una Menos,
las calles del centro de Moreno fueron escenario de una nueva movilización.
Esta vez, nos encontramos por la mañana en las puertas de la Secretaría de
Desarrollo Social para marchar por las calles del distrito. “Vamos a pasar
por los lugares de la ruta crítica”, me dijo Laura al enviarme el flyer que contenía un plano con el recorrido.
El trayecto se detenía en siete paradas, entre las que se destacaban juzgados,
el concejo deliberante, la defensoría, una comisaría y la plaza central de la
estación.
Al llegar, encontré a unas cien personas detrás de aquella bandera del
“Ni Una Menos” que Laura había confeccionado. Reconocí a integrantes de
distintas organizaciones y a funcionarias de la Dirección de Políticas de
Género. La titular del área iba y venía de un extremo a otro de la columna con
su micrófono en mano interpelando a transeúntes con preguntas y afirmaciones:
“¿Qué pasa si no haces todo lo que haces vos en tu casa?, “Tu trabajo vale”.
Las movilizaciones del 8 de marzo de 2018 fueron masivas en todo el país y
contaron con el impulso de ser la segunda vez que se convocaba a paro, una
medida que contó con la adhesión de más de cincuenta países.
En este trabajo, procuramos
aportar a pensar los procesos de organización en torno a la violencia de género en la Argentina
reciente, desplazando de las movilizaciones y protestas más masivas para
recuperar específicamente las prácticas cotidianas de militancia y organización
colectiva desarrolladas por mujeres de sectores populares. La escena con la que
elegimos cerrar este artículo resulta ilustrativa del modo en que estos
multitudinarios procesos de demanda tienen eco en el desarrollo de prácticas
locales, entre las que se incluye la organización de protestas de menor escala.
Volver sobre la reconstrucción de una situación de protesta, y analizarla a la
luz del recorrido que hemos desarrollado en estas páginas, evidencia el modo en
que aquello que es levantado como demanda- el reconocimiento del trabajo no
remunerado, la necesidad de mejorar las formas de atención y la articulación
entre áreas estatales involucradas en la atención de la violencia- recorre el
día a día de quienes participan de estos procesos de organización colectiva.
La convocatoria al 8M en Moreno, con su propuesta de trazar un
recorrido por aquello que se conoce como la “ruta crítica” de la atención de la
violencia recuperaba aprendizajes que eran producto de la experiencia acumulada
en estas redes de acompañamiento. Las menciones a la importancia de los
trabajos de cuidado y reproductivos y a la necesidad de desarticular su
feminización, se encontraban en sintonía con los fundamentos que formaban parte
de la convocatoria al paro de mujeres a nivel nacional, organizada en torno a
consignas tales como “Si nuestro trabajo no vale, produzcan sin nosotras” o “Si
las mujeres paramos, se para el mundo”. Articuladamente, la necesidad de
construir arreglos en torno a la distribución del cuidado infantil constituía un desafío cotidianamente enfrentado por las
mujeres que construían formas de militancia en torno a la violencia de género tal como lo evidencian, por ejemplo, los
esfuerzos de Laura por proponer un espacio formativo dirigido a mujeres que
pueda ser compatible con la resolución del cuidado de sus hijos e hijas o las
reflexiones de Maite, al intentar conectar las formas de violencia ejercidas
por su pareja con la desigual distribución de estos trabajos.
En conjunto, los procesos de organización colectiva analizados en
estas páginas, iluminan claramente el modo en que la problematización de
asimetrías estructurales de género requiere lidiar con cuestiones que derivan
de otras precariedades, tales como resolver el acceso a la vivienda, servicios
de cuidado infantil, alimentos o medidas de protección. En esta dirección,
aquellas organizaciones que se definen como parte del feminismo popular han
señalado que el recrudecimiento de la violencia
de género se inscribe en procesos más amplios de desigualdad social y
deterioro de las condiciones de vida de amplios sectores de la población que
afectan particularmente a las mujeres sobrecargándolas de trabajos precarios y
no remunerados.
Los estudios académicos sobre estas experiencias se han ocupado
específicamente de sistematizar los modos en que se fueron transformando las
demandas y construyendo e hilvanando distintos horizontes de lucha que, aún
organizados en torno a consignas comunes, implicar distintas formas de
articular reivindicaciones y formas de acción política para hacer frente a
problemáticas de género y clase. Estas reflexiones dialogan con un campo más
amplio de discusiones referido al lugar de las mujeres de sectores populares en
procesos de organización colectiva y a las características de sus formas de
hacer política.
A la luz de los hallazgos etnográficos colocados en este trabajo es
posible iluminar los modos en que la lucha contra la violencia se nutre de una
experiencia acumulada en la construcción de distintas formas de organización
barrial y cuidados comunitarios desarrolladas en interacción con prácticas
estatales. Si la masividad de las protestas Ni Una Menos ofreció un impulso
significativo a la visibilidad de la problemática de la violencia de género; esto no equivale a afirmar que los procesos de
organización colectiva como los
descritos en estas páginas queden reducidos a ser una respuesta mecánica o un
eco de las movilizaciones generadas a nivel nacional. El abordaje de la violencia de género forma parte de un
conjunto más amplio de arreglos colectivos que hacen posible la reproducción de
la vida en los barrios y que cobran forma a partir de vínculos con actores
heterogéneos. La violencia de género
no constituye así un horizonte de construcción política y demanda que pueda
abordarse aisladamente, de forma separada de otras problemáticas que atraviesan
la vida de las mujeres en los barrios populares tales como el acceso a
servicios de cuidado infantil, la asistencia alimentaria, las condiciones
habitacionales, las posibilidades de estudiar o trabajar de forma remunerada.
En dirección a construir respuesta a estas cuestiones, el abordaje cotidiano de
la violencia de género se desarrolla
a partir de un trabajo “en red”, que convoca relaciones entre referentes
barriales y personas que integran diversas organizaciones sociales,
fundaciones, partidos políticos y/o agencias estatales.
El sostenimiento de estas “redes” implica disputar y negociar
distintas maneras de definir aquello qué
puede ser considerado violencia y las
formas de luchar contra ella, interpelando y tensionando la asociación
naturalizada entre mujeres y tareas de cuidado o ámbitos “domésticos”. Así, las
formas de construcción política descriptas en estas páginas dan cuenta de la
apropiación y renovación de demandas históricas del movimiento feminista evidenciando
la puesta en marcha de un proceso de politización de aquello que sucede en los
hogares. En suma, las prácticas de organización colectiva desarrolladas por mis
interlocutoras iluminan la posibilidad de construir formas de acción política
en las que la construcción de arreglos para hacer frente a necesidades
emergentes- tales como ela acceso a la vivienda, el
cuidado infantil, la educación- no bloquea la posibilidad de disputar los horizontes de vida que son posibles de
construir para las mujeres de sectores populares.
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Raquel (2017): “Explorando el lugar de lo comunitario en los estudios de género
sobre sostenibilidad, reproducción y cuidados”. En: Quaderns-e de l'Institut Català
d'Antropologia, vol. 22, nº. 2, pp. 65-81.
Villanueva
Gutiérrez, Eva (2015): “Procesos de separación en contextos de violencia
conyugal: trayectorias desde la agencia”. En: Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de
México, vol. 1, nº. 2, pp. 170-183.
Wanderley, Fernanda (2009):
“Prácticas estatales y ciudadanía colectiva e individual en Bolivia”. En: ICONOS,
vol. 34, pp. 67-79.
[1] La conceptualización de la violencia hacia las mujeres
como parte de la violencia de género
corresponde a los aportes brindados por la teoría feminista y parte del
reconocimiento de que las violencias ejercidas contra las mujeres tienen
anclaje en un sistema patriarcal de opresión (Amorós, 1990; Segato,
2003; De Miguel, 2005; Femenías, 2009; Herrera,
2008). Como se desarrollará a lo largo de este trabajo, las formas en que se
comprende el contenido de dicha categoría varía según
los contextos específicos de su uso y constituye un asunto debatido en el día a
día de las organizaciones que trabajan con la temática. Teniendo en cuenta esta
cuestión, en este artículo, utilizaré bastardilla para señalar al uso de esta
noción como una categoría social.
[2] Las protestas “Ni una menos” se convocaron por primera
vez en junio de 2015 en Argentina y
dieron lugar a un proceso de movilización que tuvo continuidad en los años
siguientes y que adquirió resonancia a nivel regional e internacional. El
disparador de la primera marcha realizada el 3 de junio fue una convocatoria
lanzada en redes sociales como reacción de repudio a la noticia acerca del
femicidio de una adolescente en manos de su pareja. La consigna Ni una Menos
fue rápidamente replicada masivamente y
en pocas semanas se propagó por alrededor de 120 ciudades del país y en otros
países de la región, tales como Chile y Uruguay (Rodríguez, 2015). La
movilización tuvo así una masiva convocatoria y planteó demandas vinculadas a
la implementación de políticas públicas dirigidas a prevenir la violencia y a
proteger a sus víctimas. En octubre de 2016, la noticia de otro femicidio
motivó en Argentina la realización del Primer Paro Nacional de Mujeres, medida
de fuerza que luego se repitió en los Paros Internacionales programados para
los 8 de marzo de los años siguientes.
[3] Desde mediados de la década de 1990 y en el contexto
de agudización de la crisis económica y aumento en los índices de pobreza y
desempleo tuvo lugar en la Argentina la emergencia de un conjunto de
movimientos sociales que aglutinaron sus demandas en torno a la pertenencia a
sectores de la población definidos como “trabajadores desocupados” y que fueron
adquirieron visibilidad mediática a partir del desarrollo de piquetes y cortes
de ruta como formas de protesta. Los movimientos de desocupados- también
llamados “piqueteros” o “organizaciones territoriales”, pusieron en agenda una
serie de reivindicaciones que estuvieron atravesadas por el repudio a la
implementación de medidas de ajuste neoliberal y la demanda por trabajo digno y
genuino. Tal como ha sido documentado por una serie de estudios; las mujeres de
sectores populares tuvieron una participación mayoritaria en estas
organizaciones (Svampa y Pereyra, 2003; Andujar, 2005).
[4] Proyecto PICT
“Política colectiva, (re)producción de la vida y experiencia cotidiana: un
estudio antropológico sobre procesos de organización de trabajadores y
trabajadoras de sectores populares en Buenos Aires, Córdoba y Rosario”, bajo la
dirección de María Inés Fernández Álvarez.
[5] Me refiero a la tesis para obtención de título de
Doctor en Antropología Social por la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires.
[6] Ambos programas
propusieron la formación de cooperativas de trabajo y la transferencia
de ingresos a sus integrantes como forma de resolver problemáticas definidas en
términos de “vulnerabilidad socio – ocupacional”. Estas políticas estuvieron vigentes hasta
marzo de 2018 y formaron parte del Programa de Ingreso Social con Trabajo,
implementado a través del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación (MDSN).
El Argentina Trabaja se creó en 2009 destinado tanto a hombres como a mujeres y
promovió que las cooperativas llevasen adelante
obras de infraestructura barrial y comunitaria. En cambio el Ellas
Hacen, creado en 2013, estuvo dirigido exclusivamente a mujeres jefas de hogar
y priorizó su participación en espacios formativos tales como la terminalidad educativa, los oficios y otros espacios
formativos.
[7] Se refirió a la “Ley 26.485 de protección integral
para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los
ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales”, sancionada en 2009.
Para un análisis detallado acerca de las implicancias y efectos que trajo
aparejada esta legislación, ver Birgin, 2009; Gherardi, 2009.
[8] Los encuentros nacionales de mujeres, tienen lugar en
Argentina desde 1986. Variando su sede año a año, constituyen un punto de
encuentro mujeres de una diversidad de pertenencias sociales y políticas, en
las que se llevan adelante debates sobre diferentes temáticas tales como
sexualidad, derechos reproductivos, aborto, trabajo, identidades, participación
política, entre otras. Las dinámicas de estos encuentros se organizan a partir
del trabajo en talleres sobre una determinada temática, en los que se discuten
asuntos referidos a la situación de las mujeres y luego se arriba a consensos
que son expuestos en la asamblea general de cierre.