Revisión de algunos argumentos favorables a la “asistencia sexual”

 

Review of some arguments in favor of “sexual assistance

 

 

 

 

 

Ana Cuervo Pollán

 

anacpollan@gmail.com   

 

Universidad Nacional de Educación a Distancia - España

 

 

Recibido:   15-03-2023

Aceptado:  24-05-2023

 

 

 

Resumen

Este artículo presentará cuatro argumentos en defensa de la llamada asistencia sexual a personas con discapacidad y se procederá a su revisión desde una perspectiva feminista. En primer lugar, se discutirá si es conveniente catalogar la “asistencia sexual” como un tipo de “trabajo sexual” diferente a la prostitución convencional. En segundo lugar, se valorará si la satisfacción sexual es un derecho que las personas con discapacidad ven dificultado o directamente imposibilitado sin la figura del/la asistente sexual. En tercer lugar, se evaluará si, como aseguran sus defensores, esta actividad cumple una función social y, ligado a lo anterior, en cuarto lugar, se examinará si la asistencia sexual beneficia o perjudica la emancipación de las personas con discapacidad.

Palabras clave: asistencia sexual, prostitución, igualdad, discapacidad, feminismo.

 

Abstract

This article will present four arguments in defense of so-called sexual assistance to persons with disabilities and will proceed to review them from a feminist perspective. First, it will discuss whether it is appropriate to label “sexual assistance” as a type of “sex work” different from conventional prostitution. Secondly, it will be assessed whether sexual satisfaction is a right that people with disabilities find difficult or directly impossible without the figure of the sexual assistant. Thirdly, it will be assessed whether, as its advocates claim, this activity fulfills a social function and, linked to the above, fourthly, it will be examined whether sexual assistance benefits or harms the emancipation of people with disabilities.

Keywords: sexual assistance, prostitution, equality, disability, feminism.

1. Introducción

 

 

Por “asistencia sexual” se entiende, según sus impulsores (Centeno, 2014; García-Santesmases y Braco, 2016; Míguez, 2019), un servicio sexual dirigido a personas con discapacidad que, debido a esta condición, tienen dificultades o se encuentran imposibilitadas para lograr placer sexual, tanto por no poder masturbarse por sí mismas, como por no tener habilidades o condiciones para conseguir pareja afectivo-sexual. Este servicio promueve que determinadas personas, a las que se denomina “asistentes sexuales”, provean de ese apoyo a los sujetos con discapacidad para que puedan lograr placer sexual. Aunque este servicio se ofrece a individuos discapacitados de ambos sexos y contempla también el apoyo a parejas en las que ambos componentes presenten limitaciones físicas que exijan el apoyo de un/a asistente para que puedan tener relaciones sexuales, generalmente, el tipo de asistencia sexual más demandada es realizada por hombres heterosexuales sin pareja a asistentes mujeres a las que piden una masturbación (Centeno, 2014).

Dependiendo de las webs que se consulten –como tandemteambcn.com, asistenciasexual.org,  sexualidadfuncional.es, etc.– el tipo de servicios o prácticas que pueden ser solicitadas varían. Suele matizarse que la función de las asistentes sexuales no es tener relaciones sexuales (entendiendo como tal solamente la penetración vaginal, anal u oral) con el asistido, sino ayudarlo en su masturbación (lo que en la práctica totalidad de los casos se traduce en que los hombres que recurren a asistencia sexual sean masturbados por las personas asistentes). No obstante, en esas mismas webs, aunque a priori se advierte de que los servicios sexuales se circunscriben a ese apoyo masturbatorio, es muy frecuente que se acabe sugiriendo que el asistido puede “consensuar” todas las prácticas sexuales que desee y el precio de las mismas con su asistente.

Del mismo modo, es frecuente que estas webs contengan enlaces a otras en las que se ofertan servicios directamente prostitucionales.[1] Pese a todo ello, quienes sostienen la legitimidad de la asistencia sexual se esfuerzan en intentar demostrar que este servicio nada tiene que ver con la prostitución puesto que su principal finalidad no es que sus usuarios tengan relaciones sexuales con las asistentes. Sin embargo, aceptan que la asistencia sexual ocuparía un espacio intermedio entre el trabajo sexual y la asistencia personal (Centeno, 2014).

En el mismo sentido, se presenta esta asistencia como ciega al sexo. Es decir, como si hubiera un porcentaje similar de hombres y mujeres con discapacidad que demandan esta asistencia y como si la misma fuese solicitada en proporciones similares a asistentes de los dos sexos. Sin embargo, los datos facilitados por estas organizaciones demuestran que la inmensa mayoría de demandantes son hombres y la inmensa mayoría de asistentes son mujeres (Centeno, 2020). Siendo así, se impone una reflexión crítica que evidencie que la asistencia sexual se rige por los mismos patrones que la prostitución convencional, siendo en realidad un sector específico de la misma y, en consecuencia, susceptible de ser analizado con las herramientas que la teoría feminista prevé para el estudio del sistema prostitucional en el que se inserta.

No es casual que esta figura aparezca, fundamentalmente, en sociedades formalmente igualitarias y en un contexto postmoderno. Las sociedades formalmente igualitarias crean una ficción de igualdad, aun cuando a nivel estructural permanezcan intactas las relaciones de poder. La postmodernidad, por su parte, brinda la interpretación de la sociedad como la de individuos que persiguen la satisfacción de sus deseos. Si todos los individuos son libres y todos pueden hacer efectiva su voluntad, no hay forma de impugnar ninguna elección formalmente libre, pues se descarta un análisis materialista que señale opresiones estructurales, en este caso, por sexo y clase (De Miguel, 2016).

Así, el ejercicio de la prostitución es libre y su demanda legitimada por la prioridad del individuo y sus deseos frente a cualquier consideración respecto al bien común. Bajo este prisma sucede que, además, se diluye identificación de los individuos en torno a la cuestión de clase y su categorización como opresores u oprimidos. Así, quien explota lo hace de modo impune, apelando a su voluntad y afirmación de su individualidad por encima de cualquier conciencia u horizonte regulativo. Y, quien es explotada no advierte su condición subordinada, pues en una sociedad formalmente igualitaria y sin jerarquías evidentes, donde además se entiende por explotación sexual sólo una en la que media una coacción directa y violenta, nadie se autoidentifica como persona oprimida. De esta forma, en nombre de la libertad y mediante el mito de la libre elección, la clase dominante explota a la dominada. Esto, por último, propicia que los varones que participan activamente de sus privilegios crean, o hagan creer que creen, que no ejercen dominación ni explotación alguna demandando prostitución, tanto menos si se identifican con un subgrupo inferiorizado (el de los hombres con discapacidad).

Con lo cual, en primer lugar, se presentará el argumento que sostienen sus defensores según el cual la asistencia sexual es un trabajo sexual diferente a la prostitución. En segundo lugar, se expondrá el razonamiento según el cual el sexo y el placer sexual constituyen una necesidad humana ineludible y que, en consecuencia, debe protegerse como un derecho de todas las personas, por lo que la asistencia sexual es una figura legítima en tanto vela por que sea garantizado a un colectivo vulnerable de la sociedad que casi nunca lo ve reconocido y efectivo para sí. En tercer lugar, se mostrará que otro argumento habitual en la literatura científica y divulgativa respecto a la asistencia sexual es el que asegura que esta cumple una función social, e incluso educativa o terapéutica, para promover la plenitud personal y sexual del colectivo de las personas con discapacidad. Por último, y ligado al argumento anterior, se formulará la argumentación según la cual la asistencia sexual beneficia la emancipación de las personas con discapacidad de ambos sexos.

Los cuatro argumentos serán expuestos y rebatidos con el objetivo de demostrar que ninguno de ellos presenta la solidez suficiente para justificar que la asistencia sexual sea una figura éticamente pertinente ni, en consecuencia, jurídicamente protegible ni socialmente estimable. Para apuntalar esta postura, se demostrará que, precisamente, la crítica feminista global del sistema prostitucional es el mejor pilar para impugnar esta figura y, en consecuencia, para ello se recomendará aplicar a la misma la propuesta abolicionista que el feminismo ofrece, sin fisuras, para todo el sistema prostitucional.

 

 

2. “La asistencia sexual es un trabajo sexual diferente a la prostitución convencional”

 

 

Quienes defienden la asistencia sexual afirman que es un tipo de trabajo sexual diferente a la prostitución. Esta diferencia radica, en primer lugar, en que su oferta no es para cualquier persona, sino específica para aquellas que tengan una discapacidad y, en segundo lugar, en que no hay un intercambio de dinero por sexo en tanto que la persona con discapacidad asistida no tiene acceso sexual al cuerpo de la persona asistente puesto que no la penetrará vaginal, ni bucal, ni analmente (ni tampoco recibirá una penetración por parte del asistente, en los ínfimos casos en los que la asistencia es solicitada a un varón). De este modo, se explica que, si bien es un trabajo sexual, este no es comparable a la prostitución puesto que tanto el sujeto de la demanda como la práctica ofertada son diferentes. Esto es, se ofertan a grupos diferentes, por motivos diferentes y es demandada por personas con situaciones a priori distintas a las habituales en el consumo de prostitución convencional.

Con todo, no siempre en los argumentos en defensa de la asistencia sexual se desliga de modo tan tajante la prostitución (que ellos denominarán trabajo sexual) de la asistencia sexual, pues algunos afirman que esta última es un tipo especial de “trabajo sexual”, pero que, precisamente por tener características específicas y ser demandada por personas en circunstancias especiales (sufrir una discapacidad), no debe equipararse a la prostitución convencional. Desde esta visión, se acepta que tradicionalmente los varones con discapacidad incapaces de satisfacerse sexualmente de forma autónoma han recurrido a la prostitución convencional. No obstante, se celebra la especialización en la atención a estos usuarios al considerar que necesitan unos servicios sexuales distintos y que por ello es mejor que sean asistidos por personas con conocimientos específicos sobre su realidad física, psíquica y sexual. Algunas autoras, de hecho, muestran cómo en la mayoría de los pocos países donde la asistencia sexual está regulada, como es el caso de Suiza u Holanda, esta figura se encuentra asimilada a la prostitución (Míguez, 2019).

Aunque admitan su relación, de forma más o menos directa, con la prostitución, sus impulsores evitan una equiparación total. Así sucede cuando se subraya, como ya se ha adelantado, que mientras que en la prostitución los demandantes acceden sexualmente al cuerpo de las mujeres, realizando penetraciones vaginales, anales y/o bucales – además de otras prácticas donde la mujer es sometida totalmente a la voluntad del prostituidor– en el caso de la asistencia sexual no hay un acceso del asistido al cuerpo de la persona asistente. Es decir, el varón asistido no penetra vaginal, ni bucal ni analmente a la asistente, ni la toca, ni tiene acceso directo a su cuerpo. Desde esta convicción se afirma que, por lo tanto, se trata de una actividad muy distinta a la que sucede en prostitución. se muestra la asistencia sexual como una intervención instrumental por parte de la persona asistente para apoyar técnicamente a la persona con discapacidad para lograr la satisfacción sexual que esta persona, por sí misma, no logra. Al respecto, cabe advertir la visión del sexo significativamente reduccionista que presentan quienes defienden de esta forma la asistencia sexual. Según este prisma, por “sexo” sólo es posible entender la realización de una penetración de un pene en los orificios de otra persona, casi siempre de una mujer, o el hecho de recibir una penetración. Tal concepción de la sexualidad es enormemente limitada, reduciéndola a lo que un hombre puede hacer, activamente, con su pene.

Para mostrar esta supuesta separación entre asistencia sexual y prostitución, resulta interesante la lectura de la experiencia concreta de una “asistente sexual” cuyo relato se recoge en el blog “Yes, we fuck”, dedicado a un documental homónimo que precisamente pretende el blanqueamiento y la normalización de este “servicio”. En él, su autora explica que, como asistente sexual, se ha de limitar a hacer al asistido lo que él mismo podría procurarse con sus propias manos y nada más, lo que se reduciría, prácticamente, a una masturbación. Por lo que, explica, no siente que su ocupación pueda asimilarse a la de una prostituida. Acepta, sin embargo, que es un tipo de trabajo sexual, pero se limita a una función asistencial. De este relato, claramente destinado a legitimar esta práctica, cabe destacar respecto a su autora que asegura que su función se encuentra limitada mientras que una prostituta tiene más margen para ser sexualmente creativa y llevar a cabo más prácticas sexuales, porque, en su opinión, “una puta hace lo que quiere”[2],

Además, quienes defienden la asistencia sexual, suelen afirmar que también es incorrecto asumir que, entonces, la función del/de la asistente sexual sea la de masturbar a la persona que por su discapacidad no puede y al respecto introducen un matiz que estiman fundamental. Lo hacen cuando afirman que la asistente sexual no masturba a la persona con discapacidad, sino que la persona con discapacidad se vale de las manos y de la destreza de la persona asistente para masturbarse decidiendo cómo, cuándo y por qué desea esa masturbación y de ese modo concreto. Es decir, teniendo un supuesto acto de autoerotismo, libre y autónomo, no tutelado, sino apoyado por la intervención de una tercera persona solo en la medida que necesita ayuda en aquellas funciones mecánicas-motoras que encuentra afectadas.

En este sentido, Antonio Centeno, matemático y activista en defensa de esta asistencia, utiliza, en diversas ponencias y entrevistas, una metáfora según la cual del mismo modo que no decimos que una silla de ruedas pasea a la persona que la utiliza, sino que esta persona con discapacidad se sirve instrumentalmente de la silla para hacer efectiva su libertad de movimiento y tomar decisiones autónomas respecto a dónde desplazarse, la asistente sexual no masturba al asistido sino que este se sirve instrumentalmente de sus manos para hacer efectiva su libertad sexual y el derecho al placer sexual mediante el autoerotismo (instrumentalmente apoyado por esa asistencia).[3] Al hacer estas observaciones, se pretende establecer una diferencia radical entre la asistencia sexual y la prostitución.

Aun cuando se resta importancia a dicha diferencia y se admite que la asistencia sexual es un tipo de trabajo sexual, siempre se señala que es especializado, con el objetivo de negar su pertenencia al sistema prostitucional. Esta argumentación bebe de las aportaciones del “Movimiento de la Vida independiente”. Surgió en Estados Unidos en la década de los 70 del siglo XX relativizando la noción rígida de discapacidad y apostando por que las discapacidades no se viesen como una deficiencia objetiva, sino como una diversidad funcional que solamente implica que las personas se mueven, razonan o perciben de forma diferente y particular, sin que los déficits motores, sensoriales o psíquicos puedan estimarse un impedimento.

Se afirma que el modo de asistir a personas con “diversidad funcional” no debe ser rehabilitador, terapéutico ni educativo sino como mero apoyo para hacer efectiva su voluntad, facilitando la independencia que esa “diversidad funcional” no permite. Más allá de la contradicción evidente respecto a que si las discapacidades y deficiencias no existen – sino que sólo es posible hallar mera pluralidad funcional entre los sujetos– resulta difícil explicar por qué deberían obtener apoyo quienes, supuestamente, no tienen deficiencias objetivas, sino un modo diferente de operar a nivel intelectual, motórico y/o sensorial, lo relevante para el objeto de investigación de este artículo es que la noción de “asistencia sexual” bebe de esta ideología. De ella obtiene la treta retórica según la cual la “asistente” no masturba o se implica sexualmente con el asistido, sino que la persona con “diversidad funcional” opera con las manos de la persona que la asiste, pero de forma independiente. Una percepción realista parece obligar a considerar esta interpretación como una ficción eufemística.

No por casualidad, los promotores de la asistencia sexual, independientemente de si la conceptualizan como terapia o como herramienta al servicio de la independencia del discapacitado, sostienen la pertinencia de la regulación de la prostitución. Afirman que no hay motivos para impugnarla, pues en ella se produce un intercambio libre y consensuado de un servicio a cambio de un precio, como en cualquier otro empleo del sector servicios. Con todo, admiten que la prostitución es un tipo especial de trabajo que no todo el mundo puede realizar y que resulta particularmente complejo para quien asista a personas con discapacidad.

Así, afirman que las personas con discapacidad que recurren a la asistencia sexual suelen presentar dificultades de deglución que inducen su babeo o problemas de control de esfínteres, que hacen probable que no eviten orinar o defecar durante la actividad sexual. Por ello, se pide que quienes “decidan” dedicarse a la asistencia sexual deben tener un control de la repulsión especial para no transmitir sensaciones de repugnancia al usuario, petición impropia de cualquier trabajo, pues no se trata del deber de higienizar al paciente, como ocurriría en un empleo digno, sino de soportar una aversión a transgredir la barrera de la intimidad con un individuo que no solo no se desea sino que presenta dificultades de higiene y situaciones fisiológicas lamentables (García-Santesmases, 2016).

No obstante, admiten que, efectivamente la naturaleza de este “trabajo” no se ajusta a las exigencias y condiciones que requiere cualquier empleo, pero insisten en que si la prostitución –y en concreto la asistencia sexual– no gozan de la seguridad, reconocimiento y dignidad que merece no es porque, en sí mismas, constituyan una actividad injusta y violenta con las personas que la “ejercen”, sino por la falta de reconocimiento jurídico como profesión. No admiten, en consecuencia, que la naturaleza de toda actividad prostitucional responda a una situación de explotación, opresión y violencia que padezcan las mujeres atrapadas en su sistema. Al contrario, desde la postura regulacionista de la prostitución, estiman que si en el “ejercicio” de la prostitución, en ocasiones, se dan situaciones de abuso, violencia o explotación contra las mujeres prostituidas es por la falta de una regulación profesional que reconozca la prostitución como trabajo sexual, con todas las garantías, derechos y protección que otorga el empleo legalmente reconocido.

Del mismo modo, señalan el estigma que recae sobre la prostitución, asegurando que su práctica no entrañaría situaciones indeseables si las mujeres que la ejercen no acarrearan con los prejuicios de una sociedad que, o bien las repudia o las victimiza tratándolas como personas incapaces de gobernarse y vivir de manera adecuada, necesitadas, por tanto, de control y tutela (Álvarez, 2019; Juliano, 2005; Ordoñez, 2006). Igualmente se señala que lo que escandaliza de la prostitución es que somete la actividad sexual a la oferta y demanda mercantil, lo que resulta inaceptable desde una visión que presumen puritana y represora de la sexualidad misma.

Lo cierto, sin embargo, es que la negativa a considerar la prostitución como un trabajo no responde a ningún pánico sexual ni tampoco a ningún prejuicio ni reproche moralista a las mujeres prostituidas. Al contrario, se impugna en tanto imposibilita, precisamente, entre otros aspectos, la libertad sexual de las mujeres. La prostitución no es mero intercambio de dinero por sexo. En primer lugar, no es casual que la inmensa mayoría de las personas ofertadas en prostitución sean mujeres y la práctica totalidad de personas que demandan prostitución sean hombres. Además, en ella no hay simple intercambio de sexo por dinero. Hay una relación de poder. Las mujeres prostituidas son puestas al servicio sexual de los hombres y estos demandan acceso sexual a las mismas en un ejercicio de poder, pues estos ocupan siempre una posición de especial hegemonía, física, simbólica y económica sobre ellas.

Tanto así que la prostitución no puede ser definida como un trabajo, sino como una institución patriarcal que produce y reproduce el dominio de los hombres sobre las mujeres a través de una explotación y opresión sobre ellas que produce una absoluta deshumanización de las mismas. La prostitución es un pilar elemental del patriarcado, entendiendo por tal el dominio universal y sistemático de los hombres sobre las mujeres, a través de un sistema de poder que las inferioriza y subordina por el hecho mismo de ser mujeres, es decir, en base a su sexo. 

En consecuencia, tanto la existencia de la prostitución como particularmente su demanda es violencia contra las mujeres: física, sexual, económica y simbólica. Es violencia física contra las mujeres porque lo es cualquier relacion sexual no deseada, aun cuando las mujeres se vean en la necesidad de “consentirla”, pues tal consentimiento es nulo en tanto que único y desesperado modo de supervivencia. Además, los estudios realizados sobre prostitución relatan que las prácticas demandadas a las mujeres en prostitución suelen ser especialmente violentas y denigrantes, provocándoles dolor durante la realización, así como consecuencias físicas graves tales como infecciones, embarazos no deseados, fisuras, heridas e incluso contusiones graves.

Igualmente, y de forma muy evidente, demandar prostitución es un ejercicio de violencia sexual, pues en tanto entraña el acceso sexual por precio, supone obligar a una mujer a sufrir prácticas sexuales que no desea y que la devastan a nivel físico y psicoemocional. También es violencia económica porque implica aprovechar la situación de precariedad, necesidad y pobreza que sufren la inmensa mayoría de mujeres prostituidas para obligarlas a un acto sexual no deseado. Es decir, son mujeres dispuestas para que los hombres consumidores de prostitución las violen de manera impune, pues ante la ausencia de una legislación abolicionista, por más evidentes que sean las señales de que la totalidad de la prostitución es forzada, cuando la violencia sexual se produce contra mujeres prostituidas es prácticamente imposible de ser perseguida y penada (Farley et al. 2022)

Contra esta argumentación, las tesis regulacionistas oponen que la prostitución es un trabajo ejercido libremente y que, en todo caso, puede contemplar situaciones injustas como cualquier otro contrato laboral en una sociedad capitalista. Sin embargo, y como demuestran las autoras abolicionistas, es imposible equiparar la prostitución a un trabajo en tanto que no reúne las condiciones de pertinencia, oferta de un servicio necesario y la seguridad y el respeto a la dignidad exigible a cualquier empleo (Falcón, 2014). Además, precisamente bajo la apariencia de relación contractual igualitaria y libre entre partes, se oculta una lógica de dominación y sumisión en la que las prostituidas carecen de autonomía, por lo que se concluye que basar la legitimidad del ejercicio de la prostitución en una supuesta libre elección es una falacia (Pateman, 2019; De Miguel, 2016).

Ante esta argumentación y desde la defensa de la asistencia sexual, en ocasiones, se concede que, en efecto, la demanda de prostitución entraña algunos dilemas éticos, pero que estos no son aplicables a la demanda de asistencia sexual. Por ejemplo, se asegura que, en tanto que la asistencia sexual suele ser demandada por hombres con grandes discapacidades físicas, muchas veces prácticamente inmovilizados hasta el punto, como se mencionó, de no poder masturbarse por sí mismos, difícilmente pueden incurrir en los actos de dominación, intimidación y violencia que se imputan a los demandantes de prostitución convencional sin discapacidad. Del mismo modo, y como se adelantó, de la imposibilidad de prácticas penetrativas se deducirá que no hay un acceso sexual al cuerpo de la persona asistente, ni sexo, por lo que no puede calificarse como prostitución lo que no es un intercambio sexual, al menos. Además, se señala que, en la asistencia sexual se oferta un servicio especializado a las personas con discapacidad que no puede ser asumido por “trabajadoras sexuales” no expertas en estas casuísticas y que, en consecuencia, resuelve una necesidad específica del colectivo de personas con discapacidad.

A estos argumentos puede contestarse, respectivamente, que no es cierto que un hombre con discapacidad no ejerza violencia al demandar prostitución, sea esta de tipo convencional o la eufemísticamente denominada “asistencia sexual”. El simple hecho de involucrar en la satisfacción del placer sexual propio a una persona que no desea ese contacto, que no accede a esa satisfacción por excitación propia y habiendo deseo mutuo, sino que lo hace como medio para obtener un dinero que necesita con urgencia es ya, en sí mismo, extremadamente violento contra esa mujer prostituida, aun cuando el prostituidor no ejerza, porque no pueda, dominio físico contra ella. Demandar sexo a quien no desea ese encuentro sexual, como ratifica el hecho de que sin beneficio económico no se produce esa actividad, es en sí mismo un acto de violencia sexual.

Por otra parte, no es cierto que no se esté demandando una actividad sexual (no deseada) exactamente igual que en la demanda de prostitución sólo porque los hombres con discapacidad no puedan acceder al cuerpo de las mujeres en tanto no pueden penetrarlas ni reciben sexo oral sino, generalmente, “sólo” una satisfacción mediante masturbación. Concebir que no hay una práctica sexual completa porque el individuo discapacitado no puede realizar una penetración revela una concepción androcéntrica de la sexualidad, como ya se ha señalado, pues por actividad sexual debe entenderse cualquier actividad que se realiza o demanda con el fin de satisfacer el deseo sexual, incluya o no prácticas de penetración. No obstante, y, en cualquier caso, debe apuntarse que, en este acceso al cuerpo de las mujeres, los hombres no buscan sólo satisfacción sexual sino principalmente realizar un ejercicio de poder con el que confirmar su posición hegemónica mediante el sometimiento de una subordinada. Esa es la esencia de la prostitución con independencia de las características específicas de quien la demande.

Por último, y, aunque, como se advertía, los promotores de la asistencia sexual procuran no conceptualizarla como un servicio educativo o de tutela respecto a la sexualidad de las personas con discapacidad, sí reconocen que estas personas necesitan atención sexual especial y la asistencia sexual es la vía oportuna para hacerla efectiva. Aseguran que no pueden satisfacer su sexualidad por sí mismos y tampoco suelen tener experiencias gratificantes al acudir a la prostitución, pues a menudo, las prostituidas no saben cómo actuar ante determinados casos, especialmente cuando el demandante presenta una discapacidad física grave o que altere sus procesos cognitivos.

Por ello, se asegura que las personas que ejerzan como asistentes sexuales recibirán formación especializada para enfrentar las situaciones excepcionales que acarrea la sexualidad y las circunstancias específicas de la persona con discapacidad, tales como dolores, posturas, formas de estimularlas o situaciones de incontinencia fecal y urinaria, babeo, dificultades respiratorias, etcétera. Subrayando estas situaciones particulares, se pretende justificar la pertinencia y urgencia de este supuesto servicio, así como evidenciar la diferencia del mismo con el de la prostitución convencional, situándolo a caballo entre la asistencia física y sanitaria y las tareas de apoyo para la vida independiente, que incluye la satisfacción sexual.

Sin embargo, la mal llamada asistencia sexual no ha de definirse ni como un servicio social, ni sanitario, ni terapéutico. De hecho, no es asistencia sino oferta de prostituidas utilizadas para extender el mercado prostitucional a la demanda de los hombres con discapacidad. Esto es, se trata de una estrategia comercial de diversificación y especialización de la oferta dentro del sistema prostitucional para captar “clientes” posiblemente expulsados de la demanda tradicional.

3. “La satisfacción sexual es una necesidad humana; en consecuencia, un derecho y sin asistencia sexual las personas con discapacidad no lo harían efectivo”

 

 

Uno de los argumentos principales en la defensa de la legitimidad de la asistencia sexual afirma que la satisfacción sexual es una necesidad humana vital e ineludible para cualquier individuo en tanto sin su consecución no puede haber bienestar físico, ni psicológico ni emocional. En este sentido, se subraya que el placer sexual es un derecho humano que debe ser efectivo para que todas las personas puedan vivir en plenitud. Se afirma que una vida sin placer sexual no es digna de ser vivida en tanto ocasiona un padecimiento a la persona condenada a dicha situación. Además, se subraya que si se padece una discapacidad las posibilidades de verse privado de experimentar placer sexual crecen exponencialmente. En consecuencia, se argumenta que será necesario prever alguna solución para que este colectivo no se quede excluido del (supuesto) derecho al placer (Arnau Ripollés, 2017).

Sin embargo, toda esta argumentación parte de una premisa errónea: no es cierto que la satisfacción sexual sea una necesidad ineludible sin cuya satisfacción una persona esté condenada a un sufrimiento físico, mental y/o emocional. Se asume así el enfoque freudiano de la sexualidad como pulsión, reduciéndola a una reacción incontrolable en busca de la satisfacción inmediata e ineludible de una necesidad instintiva como el hambre o la sed. Pero no es cierto que el deseo o apetito sexual sea una necesidad inaplazable de cuya insatisfacción se deriven consecuencias nefastas para el individuo que no la puede atender. Además, una visión tan biologicista de la sexualidad, sin atención a su dimensión social y emocional, parece quedar atrapada en una interpretación excesivamente funcionalista.

De este modo, reducida la sexualidad a la satisfacción de un impulso, se justifica una institución prostitucional que lo satisfaga de forma mecánica. Al ofrecer esta posición, no se pretende, en ningún caso, negar que la sexualidad sea una dimensión humana valiosa e importante. Efectivamente, el placer sexual es importante para el bienestar de las personas. No es eso lo que se cuestiona, tanto así que es posible sostener que, para afirmar la ilegitimidad de la demanda de prostitución por parte de personas con discapacidad, no es en absoluto necesaria una postura antisexual que niegue o siquiera relativice la importancia del placer sexual para la plenitud de un individuo.

Sin embargo y desde dicha premisa, es necesario argumentar que, por deseable que resulte la gratificación sexual, no puede lograrse mediante un ejercicio de poder como es demandar sexo por precio, aduciendo que es la única forma en que un individuo puede resolver sus apetencias debido a sus circunstancias funcionales. Así, no es una moral antisexual la que denuncia la impertinencia de la asistencia sexual, sino una ética cívica y feminista la que repugna la explotación sexual de una tercera persona por parte de quien se ampara en una discapacidad con el objetivo de gratificarse mediante dicho ejercicio de poder. Indudablemente, esta asistencia entraña una naturaleza sexual en tanto que lo que se demanda es ser manipulado sexualmente para obtener placer, pero lo que vertebra esta práctica es un ejercicio que el asistido ejerce conscientemente (por eso paga). Los prostituyentes con discapacidad saben que compran la sumisión de una mujer a sus pretensiones sexuales, a pesar de la ausencia de deseo y voluntad por parte de la misma, al igual que lo saben el resto de demandantes de prostitución. Además, y como se profundizará en el último epígrafe de este artículo, no es cierto que el único modo de satisfacción sexual al alcance de las personas con discapacidad sea la asistencia sexual. Suponerlo implica un prejuicio sobre las mismas.

 

 

4. “La asistencia sexual cumple una función educativa y social”

 

 

Existen dos argumentos contradictorios que suelen ser defendidos por los promotores de la asistencia sexual. Por un lado, se afirma que la asistencia sexual no es terapéutica ni pedagógica –pues concebirla así resultaría paternalista con las personas discapacitadas– sino un simple instrumento del que pueden hacer uso cuando y como quieran, sin que la persona asistente tenga nada que decidir, prescribir o sancionar respecto a la sexualidad de la persona con discapacidad, a la que se asume como plenamente libre sexualmente. Por otro, se afirma que esta asistencia previene comportamientos sexuales inapropiados e indecorosos, que se presumen frecuentes en personas con dificultades cognitivas, educa respecto a la sexualidad y promueve conductas sexualmente sanas en sus usuarios.

Desde este prisma, sí se afirma que cumple una función social-terapéutica (Montaña, 2015), resultando ser un servicio sexual a disposición de las personas con discapacidad para canalizar de forma segura y correcta sus deseos sexuales, corrigiendo conductas sexuales inapropiadas[4] u ofreciéndoles asesoramiento, como asistentes sexuales, sobre cualquier ámbito de la sexualidad[5]. De ese modo, dependiendo del matiz argumentativo que se prefiera, se subraya su utilidad pedagógico-terapéutica, que guía la sexualidad de las personas discapacitadas, o bien se evidencia su naturaleza instrumental, siendo una solución a la que estas acuden para hacer efectivas sus apetencias sexuales, sin que nadie las tutele respecto a cuándo, cuánto y cómo recurrir a ella, es decir, como elemento que empodera y permite la autodeterminación sexual de las personas con discapacidad.

De todos modos, si se concibe como terapia, es rechazable porque las personas con discapacidad física no requieren una educación sexual específica. No necesitan ser tutelados de manera especial. Suponerlo implica paternalismo. Además, resulta llamativo que, en nombre de los derechos y libertades sexuales de estas personas, algunas regulaciones de la asistencia sexual prescriban este servicio con fines terapéuticos siendo una autoridad médica quien decida cuántos “servicios sexuales”, con qué frecuencia y en qué términos deben aplicarse a la persona con discapacidad, lo que, al margen del análisis feminista de la demanda de prostitución, resulta también inadmisible en tanto impone una heteronomía sexual inaceptable a una persona adulta con la excusa de padecer una discapacidad. En cualquier caso, siempre parece oportuno subrayar que, sin duda, lo más inaceptable de esta práctica es la instrumentalización y cosificación a la que se somete a las personas obligadas (mayoritariamente mujeres) a asistir sexualmente a los individuos con discapacidad (en más de un 90% hombres).

Si se concibe como mero servicio sexual, es inadmisible porque, como en la prostitución, implica la deshumanización de la persona sometida sexualmente para la satisfacción del demandante. En este sentido, que quien demanda esta prostitución padezca una discapacidad no oculta su participación en un sistema criminal responsable del sometimiento de las mujeres. Lo nuclear en esta cuestión es que, en realidad, la “asistencia sexual” no resulta sino un modo de extender el mercado de la explotación sexual y dificultar su impugnación, pues se apelará a la emocionalidad para culpar a quien no se compadezca de la falta de oportunidades sexuales de las personas con afectaciones físicas.

Sin embargo, esta falsa compasión no debe desviarnos del hecho de que las mujeres prostituidas como asistentes sexuales también presentan una situación socioeconómica vulnerable que las obliga a un modo de supervivencia que en absoluto encuentran deseable. Y, aun cuando no fuera así, nadie tiene derecho a instrumentalizar sexualmente a otra persona, sean cuales sean sus circunstancias. Sin embargo, esto se intenta soslayar recurriendo a la manipulación emocional antes citada, aduciendo que una vida sin placer sexual es una vida indigna para quien padece ese déficit. Así, se desvía la atención sobre la tolerancia de la demanda de acceso a mujeres explotadas sexualmente por parte de hombres que usan una particularidad personal como excusa para perpetuar esa explotación eludiendo cualquier reproche.

 

 

5. “La asistencia sexual beneficia la emancipación de las personas con discapacidad de ambos sexos”

 

 

Durante toda la redacción de este artículo se están usado términos como “asistencia sexual”, “persona asistida” o “persona asistente”. El motivo por el que se han respetado estas expresiones es porque resultan las más frecuentes en la literatura divulgativa y científica favorable a esta práctica. No obstante, en este artículo se pretende demostrar, como ya ha sido insinuado con anterioridad, que se trata de términos extraordinariamente eufemísticos y pretendidamente neutros y asépticos, ideados por sus promotores, precisamente para sortear toda reflexión crítica frente a este hecho. Con o sin eufemismos, hay algunos datos incontestables, como lo es el hecho ya destacado de que la inmensa mayoría de “asistentes sexuales” son mujeres y la inmensa mayoría de asistidos sexualmente –96% del total– son hombres (Centeno, 2020).

Otro hecho inapelable es que esta realidad es inescindible de la prostitución y que, en consecuencia, responde a la misma lógica patriarcal y capitalista que aquella. Lo único que las distingue es que la mal llamada asistencia sexual cuenta, tal y como se ha señalado, con una estrategia legitimadora propia: erigirse como buena y necesaria para la libertad y la emancipación sexual de las personas con discapacidad, especializándose en este target como apuesta de negocio. Sin embargo, no solo no contribuye a dicha emancipación, sino que alimenta los prejuicios que recaen contra ellas y, particularmente, sobre su sexualidad.

Algunos de estos prejuicios son considerar a las personas discapacitadas como personas asexuales, es decir, como personas sin deseo sexual, no interesadas por el sexo, que permanecen toda su vida al margen de cualquier apetencia sexual. Se presume no sólo su incapacidad de despertar deseo en otras personas, sino también que son sujetos sin capacidad de desear. Aunque sea una creencia muy extendida, convive con el prejuicio opuesto que liga discapacidad e hipersexualidad.

Se considera a las personas con discapacidad incapaces de controlar sus pulsiones sexuales, que se estiman desmedidas. Se les presume imposibilitadas para canalizar sus deseos de una forma equilibrada. Sin embargo, y al menos en lo referido a las personas con discapacidad física y sensorial sin afectación a los órganos sexuales y a las capacidades cognitivas, ambas consideraciones son del todo incorrectas. Evidentemente, la afectación sensorial no interfiere en la sexualidad y la mayoría de las discapacidades físicas no insensibilizan los genitales ni el resto de zonas erógenas del cuerpo, ni impiden el entendimiento ni las facultades cognitivas, ni el buen desarrollo emocional, todos aspectos fundamentales en el desarrollo sexual. Y aun en el caso de personas con grandes discapacidades físicas imposibilitantes para la actividad sexual, tampoco hay por qué suponer el desinterés por el sexo de estas personas con discapacidad; sólo hay que descartar que prostituir a una mujer para paliar tal estado sea una posibilidad éticamente asumible

Otro prejuicio habitual hacia las personas con discapacidad es la creencia de que son incapaces de satisfacerse sexualmente a sí mismas e igualmente incapaces de satisfacer a otras personas. En primer lugar, cabe advertir que en el mundo hay más de 1.300 millones de personas con discapacidad. Aproximadamente, una de cada seis según estadísticas de la OMS[6]. Sin embargo, el número de personas con una gran discapacidad que ocasione una gran dependencia y en consecuencia una limitación severa de las funciones motoras y de la sensibilidad es enormemente reducido respecto al total. En consecuencia, estimar necesaria la asistencia sexual para las personas con discapacidad implica asumir una condición de dependencia y heteronomía que la inmensa mayoría de las mismas no presenta. En el caso en las que, en efecto, sólo con el concurso de otra persona pudieran obtener placer sexual cabe exigir lo mismo que a cualquier otro sujeto moral: establecer relaciones sexuales libres y mutuamente deseadas o abstenerse de las mismas para evitar así un acto de dominio.

Otra creencia que no siempre se compadece con la realidad es la que asegura que las personas con discapacidad resultan indeseables sexualmente. Esto se presume igual que se conjetura que, cuando nos referimos a personas con discapacidad, hablamos de un grupo monolítico de individuos y no con un colectivo variado en el que hay personas con todo tipo de particularidades, distintas convicciones, distintas destrezas y habilidades sociales, así como con diferentes principios, formas de ser, intereses o apariencia física. En consecuencia, resulta erróneo suponer que personas tan distintas tengan que compartir las mismas vivencias respecto a sus intereses y posibilidades sexuales. No obstante, lo cierto, en cualquier caso, es que nadie, con o sin discapacidad, tiene reconocido, porque no existe, el derecho a despertar el interés sexual de otras personas y, en consecuencia, resulta absurdo prever un servicio asistencial para aquellas personas que no consiguen resultar atractivas, tengan o no una discapacidad, como tampoco existe el deber de desear ni de satisfacer sexualmente a nadie. En este sentido, debe advertirse que cualquier persona, sin embargo, tiene perfecto derecho de rechazar sexualmente a cualquier otra, por el motivo que estime conveniente, incluido el de no sentir atracción por una persona a causa de la discapacidad que presente. Se afirma esto porque cualquier modo de sugerir que alguien obvie no sentir deseo por una persona si es sexualmente requerida por esta constituye un acto de violencia inaceptable.

De hecho, es el colectivo de personas con discapacidad el primero que debería rechazar la asistencia sexual dirigida a ellas mismas. En primer lugar, porque implica una tutorización de su sexualidad, como si necesitaran que una institución, organismo o asociación previera su satisfacción tras suponerlas incompetentes para satisfacerse a sí mismos, relacionándose con otros individuos o, en los casos que así sea, asumir una imposibilidad, como tantas otras asumimos constantemente en nuestro día a día. En segundo lugar, porque arroja el prejuicio de que las personas con discapacidad se conforman con una sexualidad fría, instrumental, no afectiva ni guiada por el deseo recíproco, sino satisfecha de forma mecánica y caritativa. Supone admitir que tener una discapacidad es estar desprovisto de dignidad y, en consecuencia, aceptar un contacto humano aleatorio, proporcionado por personas extrañas y a quienes, además, –como los propios promotores de la asistencia sexual reconocen– se les entrena para superar la aversión que provocan las circunstancias fisiológicas de las personas con discapacidad.

Lejos de mejorar la vida de las personas con discapacidad y de reconocerlas como individuos autónomos con derecho al placer sexual obtenido en condiciones dignas, la sola existencia de la figura de la asistencia sexual contribuye de forma consciente y directa a abocar a las personas con discapacidad a la condición de abyectas, necesitadas e indeseables, con las que sólo es posible relacionarse de forma íntima por caridad, por necesidad y tras haber demostrado una resistencia extraordinaria al rechazo que, según esa concepción, necesaria y esencialmente provocan. En esta línea, Tasia Aránguez (2022) califica la asistencia sexual de capacitista por apuntalar una imagen inaceptable de las personas con discapacidad, que sin duda se utiliza para que encuentren en el consumo de prostitución su única posibilidad sexual.

No obstante, si bien parece muy oportuno subrayar esta defensa del colectivo de personas con discapacidad señalando los prejuicios que la asistencia sexual refuerza sobre ellas, en ningún momento debe perderse de vista que son hombres discapacitados los que acuden a este tipo de prostitución encubierta y que no son sus víctimas sino sus responsables, que aprovechan conscientemente los prejuicios existentes contra ellos para asegurarse el privilegio patriarcal de acceder sexualmente a las mujeres incluso en contra de la voluntad y el deseo de las mismas. En este sentido, si siempre es oportuno dedicar algunas líneas al matiz capacitista de la “asistencia sexual”, mucho más lo es subrayar que es del todo secundario frente a la crítica que merece su esencia patriarcal. La mal llamada asistencia sexual es prostitución y su demanda merece el mismo análisis, la misma crítica y la misma persecución que el abolicionismo prevé para todo tipo de prostitución, incluida, se debe insistir, la especializada en la demanda de hombres con discapacidad.

La asistencia sexual no asegura ningún bien ni presta ningún servicio a las personas con discapacidad. Es un elemento legitimador de la demanda que los hombres hacen para ejercer impunemente violencia sexual, y el modo es circunscribirla en el sistema prostitucional. La asistencia sexual forma parte del sistema prostitucional y este, por entero, es criminal y patriarcal. Como ya se señaló con anterioridad, la demanda de prostitución es una piedra angular de la hegemonía masculina. Los hombres con discapacidad que demandan prostitución no están en una posición subordinada ni están suplicando caridad. Muy al contrario, ocupan una posición de poder y dominio que les permite que un grupo de mujeres haya sido reclutado para su satisfacción, deshumanizándolas y despojándolas de su dignidad, hasta el punto de despojarlas de su integridad y de su autonomía sexual para complacer y servir sumisamente a deseos y apetencias ajenas. El hombre discapacitado que paga por sexo, como el que no lo es, se sabe en una posición de dominio sobre la mujer que prostituye y utiliza su poder económico para someterla sexualmente de modo impune. No obstante, estos hombres, por el hecho de serlo, no tienen solamente un mayor capital económico; siguiendo a Bourdieu, también simbólico y social. Si por capital social entendemos aquel que un individuo posee en función de a qué grupos pertenece y los privilegios o recursos que esa pertenencia le dota, el hecho de ser hombre asegura la igualdad en el conjunto de pares y el apoyo simbólico y material necesaria para hacer efectivo el bien o el privilegio deseado. En este caso, el acceso sexual a la mujer prostituida. El capital simbólico también juega a favor de los discapacitados que demandan prostitución. En este sentido, podría decirse que si la fratría es una relación de reconocimiento y protección de la que los hombres se proveen recíprocamente para salvaguardar sus privilegios, los hombres con discapacidad cuentan con el reconocimiento y la especial aprobación del derecho a mercantilizar a otras mujeres a fin de confirmar su masculinidad, necesidad que les es reconocida como especialmente primordial en ellos, pues tienen menos oportunidades que sus pares.

Por todo ello, cualquier visión compasiva o empática hacia los hombres con discapacidad.  que consumen prostitución que se ampare en la supuesta dificultad de los mismos para establecer relaciones sexuales donde el deseo sea recíproco es del todo impertinente. Supone aceptar una perspectiva con la que conscientemente se oculta la relación de poder y el ejercicio de violencia que subyace en toda actividad prostitucional en la que la víctima siempre es la prostituida y el responsable el prostituidor y el sistema proxeneta. Urge, en consecuencia, que cualquier legislación abolicionista de la prostitución se haga efectiva y que, por supuesto, contemple y penalice específicamente este tipo de demanda de prostitución por ser una forma atroz de violencia contra las mujeres. En ningún caso puede aducirse que los prostituidores con discapacidad merezcan una consideración especial que, dadas sus circunstancias especiales, atenúe las consecuencias de su actividad delictiva. Todo individuo en plena posesión de sus facultades mentales está obligado a los mismos deberes éticos y legales. Cuando carezca de dichas facultades ha de ser su tutor legal quien vele por que respete los mismos. En consecuencia, todo varón discapacitado que consuma prostitución bajo una regulación abolicionista de la misma –y tal modelo jurídico es el único procedente, a mi juicio, en una sociedad igualitaria y democrática– debe asumir la responsabilidad del delito cometido, tanto más si su agresión sexual o violación es reiterada y continuada, entendiendo necesariamente como agresión sexual cualquier demanda de sexo a cambio de dinero, con independencia del tipo de prácticas sexuales requeridas.

 

 

6. Conclusiones

 

 

La asistencia sexual a personas con discapacidad es una forma de prostitución encubierta. Funciona de manera idéntica a la prostitución convencional: es mayoritariamente demandada por hombres y, en más de un 90% de las ocasiones, las que se ven obligadas a satisfacer esa demanda son mujeres. El hecho de que sean los hombres con discapacidad los más interesados en esta “asistencia” y que apenas haya mujeres con discapacidad que la demanden demuestra, una vez más, que dicha asistencia no satisface una necesidad de las personas con discapacidad, ni siquiera una apetencia sexual. Esta asistencia, como toda la prostitución, salvaguarda el privilegio patriarcal según el cual todos los hombres pueden y deben acceder sexualmente a las mujeres, ser satisfechos por ellas, con sólo demandarlo, con independencia del deseo, la voluntad, la apetencia y los sentimientos y la dignidad de las mismas.

Lo anterior se fundamenta en la creencia de que el sexo es una necesidad ineludible, especialmente para los hombres. La construcción patriarcal de la sexualidad parte de la convicción de que el impulso sexual de los hombres es muy potente, incontrolable, constante e inaplazable. Desde esta perspectiva, se concluye que un hombre con discapacidad con dificultades para encontrar pareja sexual debe ser provisto de alguna alternativa para satisfacer sus necesidades o de lo contrario desarrollará un malestar muy profundo a nivel físico, psíquico y emocional. Así, la defensa de la asistencia sexual descansa sobre un principio patriarcal cuyo envés será la necesidad ineludible de que haya mujeres dispuestas siempre para la satisfacción sexual de los hombres, especialmente para aquellos cuya discapacidad dificulta la satisfacción de su sexualidad. De esta manera, se justifica que no pocas mujeres sean deshumanizadas e instrumentalizada para que los hombres, con o sin discapacidad, dispongan sexualmente de ellas cómo, cuándo y cuánto quieran.

Desde esta óptica, se blanquea la asistencia sexual, evitando relacionarla con el sistema prostitucional y subrayando su función social, inclusiva o terapéutica, según el matiz preferido. Por ello, o bien se afirma que es socialmente buena en tanto hace efectiva la independencia de los individuos con discapacidad en lo que refiere a su satisfacción sexual, o bien se resalta su función terapéutica al canalizar de un modo sano, vigilado y seguro la sexualidad de las personas con discapacidad, a las que se considera incapaces de una gestión oportuna de su pulsión sexual, especialmente si presentan dificultades intelectuales. En cualquier caso, se parta de una u otra justificación, lo cierto es que ambas contribuyen a legitimar la demanda de prostitución, obliterando la deshumanización que provoca en las prostituidas, instrumentalizadas, en este caso, por los hombres con discapacidad que, en un ejercicio de poder, recurren a ellas sabiendo que logran lo que no consiguen establecer buscando relaciones recíprocas regidas por deseo mutuo.

En el mismo sentido, también se ha subrayado que, en contra de lo que pueda parecer, esta figura en nada favorece a las personas con discapacidad, ni a su situación ni a su imagen. Al contrario, alimenta los prejuicios que recaen sobre ellas tales como que resultan indeseables, que no pueden tener sexo satisfactorio si no es caritativo o asistencial o que carecen de recursos para explorar su placer y el de sus parejas. Sin duda, tener una discapacidad, en ocasiones, dificulta el modo de obtener placer sexual y de encontrar pareja, pero tan cierto como eso es que no todas las personas con discapacidad tienen disfunciones sexuales ni carecen de habilidades emocionales, sociales, etc. para lograr pareja o acompañante sexual, si así lo desean.  Del mismo modo, se advertía que ninguna persona está obligada a ofrecer disponibilidad sexual a nadie y que, en consecuencia, cualquiera puede rechazar sexualmente a otro por cualquier motivo.

En conclusión, se sostiene que la asistencia sexual es un eufemismo con el que se hace referencia a la prostitución y que no es posible desear su existencia en tanto que dicha institución impide la igualdad entre los sexos y exige la opresión y explotación de las mujeres por el hecho de serlo. Así, desde este artículo, se insta a exigir una legislación abolicionista que proteja y emancipe a las mujeres que son prostituidas y que haga posible una persecución efectiva de los hombres que consumen prostitución, sin que presentar una discapacidad pueda ser contemplado como un atenuante. Al contrario, agrava la actitud chantajista del prostituyente, que aprovecha una circunstancia personal, de todo punto irrelevante en lo relativo a la obligación de todo ciudadano a respetar la igualdad entre los sexos y la integridad psicofísica de las mujeres, para perpetrar violencia sexual de modo impune.

Así las cosas, y por último, cabe advertir que cuando los valedores de la asistencia sexual subrayan que aunque sean minoría también la demandan mujeres, que es bueno que así sea, y que si no son más mujeres con discapacidad las que recurren a ella es debido  a la especial represión sexual que acarrean las mujeres, no pretenden sino una burda estrategia de legitimación y blanqueo en el seno de una sociedad donde cualquier vindicación, por patriarcal que sea, intenta presentarse como feminista de acuerdo al supuesto triunfo, cada vez más precario, de las vindicaciones igualitarias en la sociedad. Sin embargo, la brújula feminista es clara en su camino y siempre indica que nunca podrá conseguir su beneplácito una práctica que atente contra los derechos de las mujeres, y la prostitución lo hace, también si se presenta con el pseudónimo de “asistencia sexual”. En consecuencia, el feminismo siempre defenderá la abolición de la prostitución, sin legitimar parte de ella en función de circunstancias arbitrarias en quien la demanda

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[1] Asistencia sexual. Disponible en: https://asistenciasexual.org/asistencia-sexual/otros-apoyos/ [31/01//2023].

[2] Yes We Fuck. “¿La asistencia sexual es prostitución…qué es…de qué se trata? Disponible en: https://yeswefuck-blog.tumblr.com/post/125101663309/asistencia-sexual-qu%C3%A9-es-esto-es-prostituci%C3%B3n [31/01/2023].

[3] Cabe subrayar la comparación entre la instrumentalización de un objeto para el movimiento y la despersonificación de las asistentes sexuales para justificar que sirvan como instrumento u objeto sexual.

[4] Véase: https://www.tandemteambcn.com/ [1/06/2023].  

[5] Véase: https://www.sexualidadfuncional.es/asesoramiento [1/06/2023]. 

[6] OMS (2022): “Discapacidad”. Disponible en: https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/disability-and-health consultado el 31 de enero de 2023.