Igualdad y
diferencia: un debate paradigmático
en la teoría
feminista contemporánea
Equality and difference:
a paradigmatic debate in contemporary
feminist theory
|
María Luisa Posada Kubissa |
|
Universidad Complutense de Madrid –
España |
Resumen
Este
trabajo propone reconstruir el debate entre los paradigmas de igualdad y
diferencia que se dio en la teoría feminista contemporánea. Antes que las
tensiones y las disensiones concretas, aborda los mimbres teóricos en lo que
ambas posiciones se tejieron. Tras una breve incursión en la genealogía
feminista para situar cronológicamente este desencuentro, se revisan los
presupuestos principales del denominado feminismo de la diferencia. En un
segundo momento se diseñan las tesis principales del paradigma de la igualdad
en el feminismo, para finalmente señalar alguna de las consecuencias del
discurso de la diferencia y concluir que todavía es precisa una agenda en la
que el soporte reivindicativo pasa hoy por la idea-fuerza de igualdad.
Palabras clave:
genealogía feminista, paradigmático, igualdad, diferencia, falogocentrismo,
equipotencia.
Abstract
This work proposes
to reconstruct the debate between the paradigms
of equality and difference that occurred in contemporary feminist theory. Before the concrete tensions and dissensions, it addresses the theoretical
threads in which both positions were woven. After a brief foray into
feminist genealogy to chronologically place this disagreement, the main assumptions of the so-called feminism
of difference are reviewed.
In a second moment, the main theses
of the paradigm of equality in feminism are designed, to finally point out some
of the consequences of the discourse of difference and conclude that an agenda is still necessary
in which the support for demands
today still passes through the idea -force of equality.
Keywords: feminist genealogy, paradigmatic, equality, difference, phallogocentrism, equipotence.
1. Para Introducción
genealógica
En el tránsito de un siglo a otro, del siglo XX al actual, se han
abierto tantas corrientes feministas que hay quien quiere hablar de feminismos
en lugar de feminismo. No es mi caso: yo sigo creyendo que el feminismo es uno
y que se define como la lucha por erradicar el patriarcado sin más, como lo decía
tajantemente Kate Millett. Es cierto que hoy
asistimos a una diversidad de corrientes dentro del feminismo. Y hablamos del
feminismo negro, el ecofeminismo, el feminismo
lesbiano, el feminismo postcolonial y descolonial, o
el feminismo que se auto-proclama como transfeminismo, entre otros.
Todas estas corrientes “no caen de un guindo”, si se me permite la
expresión: tienen un pasado detrás que es importante conocer. Por eso, y aunque
suene a copla conocida, quiero refrescar de entrada muy brevemente el recorrido
histórico y teórico del feminismo, que constituye, a la vez, la propia historia
del feminismo. Porque, si no, olvidamos de dónde venimos, y la memoria y la
genealogía feministas son imprescindibles para saber dónde estamos y hacia
dónde queremos ir.
Hay que empezar por recordar que el feminismo apareció como crítica a
las insuficiencias de la Ilustración del siglo XVIII que, a la hora de reclamar
la igualdad, obvió reclamarla también para las mujeres. En la historia del
feminismo - y con ello de la historia de la teoría que lo ha acompañado- las
mujeres como sujetos políticos han protagonizado lo que hoy clasificamos como
las tres olas del feminismo. Brevemente, la primera ola es el feminismo ilustrado, que comienza ya con la
modernidad del siglo XVII y se extiende hasta finales del XVIII. La segunda ola se inicia en 1848 con la Declaración de Seneca
Falls y cubre casi cien años: es el feminismo sufragista en el marco de
una política más amplia de reivindicación de derechos. Y la tercera ola la situamos en
los años 60 y 70 del siglo XX, con el neofeminismo y el feminismo radical,
cuando las feministas entendieron que, aunque se
había conseguido el derecho al voto, a la educación y a algunas
profesiones, la exclusión patriarcal de las mujeres persistía en lo
privado y en lo público.
Si atendemos a esta periodización cronológica, vemos que el feminismo
hunde sus raíces en la Ilustración y en lo que fue el inicio de la modernidad.
Y se consolida con figuras como el filósofo Poulain
de la Barre y su disertación Sobre la igualdad de los dos sexos de 1673
(que se puede considerar el primer texto feminista que reclama la igualdad de
las mujeres) y, ya a finales del siglo XVIII, con textos emblemáticos como la Declaración
de los derechos de la mujer y la ciudadana, de Olympe
de Gouges (concretamente, apareció en 1791 en
Francia), y la conocida Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary
Wollstonecraft (en 1792 en Gran Bretaña). Estas y
otras publicaciones dan buena cuenta de hasta qué punto el movimiento de las
mujeres por la igualdad en esos momentos, en la modernidad del siglo XVIII,
está dejando de ser un gesto individual, casi una gesta solitaria, para
configurarse como una auténtica conciencia colectiva. También el feminismo
decimonónico, y en particular, el conocidísimo episodio de las sufragistas, se
sitúan en el feminismo moderno. El contexto histórico decimonónico está marcado
por las reivindicaciones de igualdad social en varios frentes: el siglo XIX es
el siglo de los movimientos en pro de la abolición de la esclavitud, del ciclo
de las revoluciones liberales y es el siglo en el que aparece la mayor
reclamación de igualdad política y económica de la historia, como es el Manifiesto
Comunista de Marx y Engels de 1848. Precisamente en ese mismo año, 1848, se
promulga la Declaración de Séneca Falls que reclama el voto político
para las mujeres y que por ello mismo puede considerarse el acta fundacional
del sufragismo.
Me interesa entrar ya en lo que consideramos el feminismo contemporáneo,
y ahora tendremos que detenernos a hacer una reflexión: la reflexión es que,
cuando entrado ya el siglo XX, se va conquistando el voto femenino -en unos
países antes que en otros- la tarea feminista se transforma, porque había ido
unida a la conquista del voto femenino durante casi cien años. Si bien nunca
dejará de tener un carácter reivindicativo, el feminismo pasará a ocuparse más
detenidamente del trabajo teórico, del trabajo consistente en elaborar una
nueva comprensión de la realidad desde sus propios parámetros de análisis. En
esta tercera ola de los años sesenta y setenta encontramos las más brillantes
aportaciones y teorizaciones desde el feminismo, todas ellas herederas de la
grandísima Simone de Beauvoir y de su famosísimo
ensayo sobre El segundo sexo (1949). Figuras emblemáticas de esta
tercera ola serán Betty Friedan, con su estudio sobre
La mística de la feminidad (de 1963), Shulamith
Firestone y su ensayo sobre La dialéctica
del sexo que publica en 1970, o la decisiva obra de Kate Millett, también en 1970, titulada Política sexual.
Hay que mencionar también entre los años setenta y ochenta los intentos
por conciliar teóricamente el feminismo y el socialismo. Y en esta línea están
los trabajos de feministas socialistas y marxistas como, por nombrar solo
algunas, Sheyla Rowbotham,
Roberta Hamilton y Zillah Eisentein,
entre otras.
Cuando nos situamos ya simbólicamente en el año 1975 -declarado Año
Internacional de la Mujer por la O.N.U y año de la
primera conferencia internacional sobre la Mujer en México-, podemos
decir que de entonces a aquí viene a delimitarse lo que es el momento actual
del feminismo, un momento en el que las tendencias feministas se diversifican y
se fragmentan tanto como las propias variables socio-políticas con las que el
feminismo interactúa. Esto quiere decir, en otras palabras, que hablar de
feminismo a partir de finales de los años 70 y principios de los 80 será hablar
de “raza”, de etnicidad, de grupos de mujeres negras, chicanas y emigradas en
general, de orientaciones sexuales, etc. Y todas todo ello compone una red de
variables, que son variables de opresión y que lógicamente diversifican los
intereses de las mujeres, según cuál sea su relación con cada una de ellas.
En un espectro tan diversificados habrá dos tendencias de la teoría
feminista que difieren globalmente entre sí, no en una u otra variable, sino en
su comprensión total de qué sea el feminismo. Me refiero al debate entre el
llamado “feminismo de la igualdad” y
el denominado “feminismo de la
diferencia”. Para resumirlo a grandes rasgos, podría decirse que
este debate contemporáneo giró en torno al concepto de “género”, acuñado por el
feminismo contemporáneo: por un lado, el feminismo
de la diferencia reclamó esta división genérica de la humanidad, lo
masculino y lo femenino, y reclamó que era algo no meramente construido por la
cultura patriarcal y que, por lo mismo, la diferencia femenina era algo que hay
que preservar. Por su parte, en el polo opuesto, el feminismo de la igualdad de raíz ilustrada abogó por la
superación de los géneros en una comprensión unitaria de lo humano y, por lo
mismo, en una sociedad no patriarcal, pero de individuos, no de géneros. De
modo que ese choque de paradigmas entre igualdad y diferencia en la teoría
feminista – que se produce aproximadamente desde mediados de los 80 y que
alcanza su punto álgido entre los 80 y 90 del siglo pasado- creo que puede ser
mejor comprendido si se lee a la luz de un debate intra-feminista de o sobre el
género. Un debate que, pese a sus duros enfrentamientos, seguía siento un
debate intra-feminista en el que ambas posiciones entendían a las mujeres como
sujeto incuestionable del feminismo- aunque el feminismo de la diferencia habló
preferentemente de la Mujer-.
Probablemente nadie como Nancy Fraser ha
resumido las claves esenciales de cada una de estas dos posiciones:
“Este debate se prolongó durante varios años, tanto en el
plano cultural como en el político, pero nunca se dirimió definitiva […].
Ninguno de los dos bandos, por lo tanto, sostenía una posición plenamente
defendible, pero cada uno disponía de una idea importante. La de las
igualitaristas era que no podía explicarse adecuadamente el sexismo si se
pasaba por alto la marginación social de las mujeres y su porción desigual de
recursos; por lo tanto, que ninguna concepción convincente de la equidad de
género podía omitir los objetivos de la igual participación y la distribución
justa. La idea descubrimiento de las feministas de la diferencia era que no
podía explicarse adecuadamente el sexismo si se pasaba por alto el problema del
androcentrismo en la construcción de los parámetros valorativos culturales; por
lo tanto, que ninguna concepción convincente de la equidad de género podía
omitir la necesidad de superar tal androcentrismo” (Fraser,
1997: 234-235).
El
paradigma de la diferencia y el paradigma de la igualdad en la teoría feminista
contemporánea suscitaron una disensión que dio lugar a tensos debates y
posicionamientos. Pero, más allá de entrar en esas disensiones concretas,
parece más conveniente detenernos a considerar cuáles eran los principales
supuestos de cada uno de los extremos en debate, de modo tal que, como
esperamos, se iluminen a partir de ahí los mimbres teóricos esenciales con los
que se tejió esta disensión de paradigmas en la teoría feminista contemporánea.
2. De la diferencia y la igualdad: dos paradigmas en pugna en el
feminismo contemporáneo
2.1. Diferencia
En su libro Ideas feministas de América Latina
Francesca Gargallo (2004) critica el discurso que pretende obviar la
diferencia y colabora así a la dominación occidental y sexual impuesta desde le
platonismo y su vertiente cristiana. Pero la tesis de
revalorizar la diferencia en el pensamiento feminista viene ya de lejos y se
abre paso, en particular, a finales de los años setenta y principios de los
ochenta del siglo pasado.
En esos momentos una parte importante
del movimiento feminista va a rechazar su supeditación a los partidos o las
organizaciones sociales reivindicativas de la llamada New Left (Nueva izquierda), que se había reunido en los
años sesenta y setenta en torno a la común oposición a la Guerra de Vietnam. Y
este feminismo norteamericano, que se nutre de los análisis del neofeminismo
radical, reclama la autonomía del movimiento feminista, entendiendo que este es
una posición radical y autosuficiente que no necesita de otros apellidos
ideológicos para legitimarse -esto es, que no necesita ser feminismo liberal, feminismo
marxista, feminismo socialista, etc.-, sino que se legitima por sí mismo.
Este
creciente discurso de la autonomía del feminismo va a conducir a posiciones que
comienzan a proclamar la autonomía, no ya del movimiento feminista, sino de la
existencia femenina misma que se reclama como un modo de pensar y de actuar, de
ser en fin, esencialmente diferente del modo de pensar y de actuar masculino. Y
esta tendencia configurará lo que conocemos como “feminismo cultural”
norteamericano, que propugna una cultura y una política propias y específicas
para las mujeres. Hay que advertir de entrada, contra los equívocos a los que
pueda llevar el término “cultural” en su acepción castellana, que no se trata
aquí de entender lo femenino como culturalmente construido, sino que el sentido
de este feminismo cultural es justamente contrario a esta tesis
constructivista: de lo que se trata es de apelar a una cultura propia y
específica de las mujeres.
Las
posiciones de este feminismo cultural se plasman de manera muy pregnante en los años ochenta en discursos teóricos que
defienden incluso la existencia de valores morales propios de las mujeres y
distintos de los valores masculinos. Carol Gilligan
(1985), por ejemplo, argumenta que hay un desarrollo moral femenino diferenciado
y, por lo mismo, una ética específicamente femenina. El ensayo de Gilligan – inserto en la polémica sobre los estadios
evolutivos del desarrollo moral abierta por los estudios del psicólogo Kohlberg
– proponer, a partir de un estudio empírico con niños y con niñas, la
existencia de un desarrollo moral femenino hecho de unos valores, que se
inscriben en lo que configuraría la ética de los cuidados frente a una ética
masculina de la justicias. Y las tesis de este feminismo cultural vendrá a
tener su traducción en Europa en las posiciones del llamado feminismo de la
diferencia, aunque a pesar de los fermentos indudables del feminismo cultural
en el feminismo de la diferencia ambas posiciones no pueden asimilarse sin más:
el feminismo cultural será más político y estará menos embarcado en el rechazo
de la igualdad.
El pensamiento feminista que reivindicaba la
diferencia acusó al feminismo existente de patriarcalismo por reclamar la
equiparación de derechos entre hombres y mujeres, entendiendo que en esa
reclamación se tomaba lo masculino como norma. La pensadora fundacional de
estas posiciones en Europa será Luce Irigaray,
filósofa y psicoanalista, que se va a volver a lo que están haciendo en su
contexto los filósofos franceses de su momento, que un tanto arbitrariamente
solemos agrupar como filósofos de la postmodernidad.
A grandes rasgos, esa postmodernidad quiere
desmontar los parámetros que marcaron la modernidad, deconstruir lo que Lyotard -padre de la postmodernidad-denominó los “grandes
relatos” de la cultura en los que esta se ha contado a sí misma. Y entre estos
grandes relatos estaría también la igualdad, como seña de la modernidad
ilustrada. Y esto afecta también a la reivindicación moderna de la igualdad
entre los sexos.
Un germen teórico de la diferencia sexual estará
en el proyecto de investigación en el que, bajo el nombre de “Psicoanálisis y
Política”, se reunirán mujeres intelectuales y universitarias, como Antoinette Fouque, Annie Leclerc,
Hélene Cixous y, sobre
todo, Luce Irigaray. Expresado grosso modo, estas
pensadoras, y en particular Irigaray, se propusieron
sustituir la política de la igualdad feminista por una política de la identidad
femenina. Para ello, Irigaray va a retomar la noción
de diferencia de los filósofos franceses de su momento, para quienes lo
diferente es “lo otro”, lo “no-idéntico”, pero no lo inferior, y desde esta
concepción puede ser revalorizado. Irigaray entiende
que lo femenino ha sido siempre en la tradición lo diferente, lo otro, lo no
idéntico del discurso de la razón masculina dominante: del discurso
logo-falo-céntrico.
Irigaray “vuelve a los supuestos psicoanalíticos lacanianos
a la hora de explorar los caminos para elaborar un discurso no patriarcal sobre
la diferencia femenina”. Y se puede decir que “En ese discurso la morfología
femenina del sexo adquiere ahora, como lugar de identidad femenina, el papel
protagonista. Esta óptica pansexualizadora pasa por
oponer al orden simbólico predominante lo específicamente femenino, reducido
ahora a su específica morfología sexual” (Posada Kubissa,
2006: 191). Por su diferencia, lo femenino
ha sido excluido del orden simbólico, del pensamiento y el lenguaje. Pero Irigaray va a plantear que, aunque lo femenino ha sido
excluido, no ha podido ser anulado y ha pervivido en los márgenes del orden
simbólico imperante. Se propone recoger de ahí la diferencia femenina como
piedra angular de un orden simbólico distinto y específicamente femenino. La
propia Irigaray resume la idea central de este nuevo
feminismo de la diferencia:
“Lo natural es por lo
menos dos: masculino y femenino. Todas las especulaciones sobre la superación
de lo natural en lo universal olvidan que la naturaleza no es una [...]. Así,
también para estas dos partes del género humano, que son el hombre y la mujer.
Sólo abusivamente son reducidas a uno. La razón muestra, en esta reducción, su
impotencia o su inmadurez [...]. El género humano, pues, no habría alcanzado la
edad de la razón” (Irigaray, 1994: 57-58).
Los supuestos
teóricos de la posición de la diferencia sexual los resume principalmente el
pensamiento de Irigaray y, aunque son varios, podemos
sintetizarlos básicamente en tres: en primer lugar, que la naturaleza humana es
dos, masculina y femenina, con lo que no cabe hablar de algo así como lo
genéricamente humano. En segundo lugar, que, si la naturaleza humana es dos,
dos deben ser el orden simbólico y cultural para dar cuenta de la sociedad al
completo. En este sentido, Irigaray hablará de “la
nación” de las mujeres y de escribir los derechos y los deberes separados para
cada sexo. Y un tercer supuesto será que ese orden dual no es algo
culturalmente construido, pero tampoco se reduce al dimorfismo biológico de la
especie: se trata de algo así como el orden mismo de las cosas.
El pensamiento de la diferencia sexual tuvo
repercusión en España, y también en América Latina, donde sigue siendo una de
sus máximas exponentes la filósofa argentina María José Binetti.
Pero donde realmente impactó desde un principio fue en Italia, donde la
Librería de Mujeres de Milán y la filósofa Luisa Muraro
constituyeron las referencias fundacionales de esta corriente (Posada Kubissa, 2005: 289-317).
En la suerte de autobiografía colectiva que es
el título de la Librería de Mujeres de Milán No creas tener derechos
(1991), publicado originalmente en 1987, las autoras fechan como primer
documento de la diferencia sexual el Manifiesto programático del grupo DEMAU
(grupo de Desmitificación del Autoritarismo Patriarcal) del 1 de
diciembre de 1966. Aquí encuentran las mujeres italianas de la diferencia un
clarísimo antecedente de su pensamiento, toda vez que en ese documento se
declara en su punto tercero que “La
que se da entre el hombre y la mujer es la diferencia básica de la humanidad”
(Librería de Mujeres de Milán, 1991: 30-31).
Con este y otros antecedentes -entre ellos en
particular el libro de Carla Lonzi Escupamos sobre
Hegel (1981) aparecido en 1970- el pensamiento de la diferencia sexual se
consolidó en Italia y ya a finales de los años 70 empezó por discrepar del
resto del movimiento feminista italiano en la cuestión del aborto. Mientras el
movimiento feminista italiano reclamaba masivamente una ley de aborto libre y
gratuito, las feministas de la diferencia se pronunciaron partidarias
simplemente de despenalizarlo, pero no de hacer una ley. Porque a su juicio
reclamar una ley suponía seguir dentro de la alienación, ya que todas las leyes
son masculinas y no contemplan la diferencia femenina. Más adelante, y por las
mismas razones, rechazarán la propuesta de ley, por la vía de iniciativa
popular, para atajar la violencia sexual, ya que, como manifestaron, les
resultaba “inquietante”, como
nos dicen literalmente, que a algunas
mujeres hubiese podido ocurrírseles abordar el sufrimiento de su propio sexo
convirtiéndolo en materia de ley. En definitiva, las pensadoras
fundacionales de la diferencia en Italia van a defender que el principio más
elemental de la política de las mujeres no es otro que “el rechazo de la representación política”. Porque, afirmarán “cualquier
forma de representación, aunque sea asumida por mujeres, reduce nuevamente a
las mujeres al silencio y a la inexistencia social” (Librería de Mujeres de
Milán, 1991: 143).
La teórica de este
planteamiento de la diferencia en Italia será la filósofa Luisa Muraro, en particular desde la publicación del libro de
1991 El
orden simbólico de la madre (1994). Comienza su obra haciendo una sumaria revisión de pensadores
de la tradición filosófica, como Platón, Descartes o Husserl, buscando un lugar
desde el que arrancar su propio pensamiento. Pero inmediatamente desecha que
ninguno de estos discursos le pueda servir a sus propósitos, porque en todos
ellos encuentra una ausencia decisiva que resume diciendo: “De pronto advierto
que el inicio buscado está antes mis ojos: es el saber amar a la madre” (Muraro, 1994: 13). A partir de este “saber amar a la madre”
y del reconocimiento de su autoridad, Muraro piensa
que las mujeres estaremos en disposición de independizarnos del orden simbólico
masculino y de reconocer la imperiosa necesidad de un orden simbólico propio.
Ese orden simbólico
propio se crea a partir de las relaciones entre mujeres, de ese “affidamento” del que hablan las italianas de la diferencia.
Se trata de una relación entre dos mujeres, una mayor y otra más joven, en la
que la joven reconoce la autoridad de la mayor como su “madre simbólica” O, en
palabras de las propias mujeres de La Librería de Milán (1991: 159):
“La relación de affidamento es esta alianza donde ser vieja se entiende como el
conocimiento que se adquiere con la experiencia de la exclusión y ser joven,
como la posesión de las aspiraciones intactas, donde una y otra entran en comunicación para potenciarse en su
enfrentamiento con el mundo”
Esta relación de affidamento traduce a
la vida adulta el reconocimiento de la autoridad de la madre, un reconocimiento
sin el cual, concluye Muraro tajantemente, “se produce
el desorden más grande que pone en duda la posibilidad misma de la libertad
femenina” (Muraro, 1994: 92). Y a partir de ahí,
promueve con otras pensadoras de la diferencia un manifiesto en el año 1996, en
el que se declara que el feminismo, el suyo, ya no se tiene que ocupar de
luchar contra el patriarcado, pues este ha muerto en la mente de las mujeres
que así lo han querido. Concretamente este manifiesto declara en sus primeros
párrafos: “El patriarcado ha terminado,
ya no tiene crédito femenino y ha terminado. Ha durado tanto como su capacidad
de significar algo para la mente femenina. Ahora que la ha perdido, nos damos
cuenta de que, sin ella, no puede durar” (Librería de Mujeres de Milán, 1996).
Estas tesis han llevado a la filósofa Celia Amorós en su crítica al feminismo
de la diferencia a entender que este desactiva la carga reivindicativa del
feminismo (2006).
El pensamiento de la
diferencia sexual tuvo varias críticas importantes, además de la de Amorós,
como la de Nancy Fraser (2015, publicado
originalmente en 1989), la de la alemana Alexandra Busch (1989) e incluso,
desde una orientación más postmoderna, la de Teresa de Lauretis
(1995). Por razones de espacio no cabe detallar aquí todas esas críticas, a las
que remitimos con las referencias. Pero parece de suyo dejar constancia de que
ha sido sobre todo la italiana Lidia Cirillo (2002)
quien ha dedicado un ensayo completo a confrontar este pensamiento. El título
de Cirillo, publicado originalmente dos años después
del de Muraro, en 1993, ya es de por sí bastante
expresivo: frente al orden simbólico de la madre el título de Cirillo declara Mejor huéfanas (2002). Y como aclara el
subtítulo se trata de apostar Por una crítica feminista al pensamiento de la
diferencia.
Resumiendo, la
crítica de Cirillo, que es una pensadora feminista
marxista, acusa al pensamiento de la diferencia de ser heredero de la más pura
raíz liberal del feminismo. Sus argumentos son que el feminismo de la
diferencia no se mueve en el plano de los derechos de las trabajadoras, con lo
cual carece de mediación ideológica. Pero tampoco se interesa por dotar al
feminismo de un movimiento fuerte y organizado, con lo cual carece de mediación
política. Pero, concluye Cirillo, sin esas
mediaciones -sin la mediación ideológica y la mediación política- este
feminismo olvida a la mujer material y concreta, y sus materiales y concretas
condiciones de vida, en favor de un orden simbólico femenino del que, como
declara en su título y argumenta en su contenido, más nos vale prescindir. Cirillo sintetiza sus críticas a la diferencia escribiendo:
“Toda alternativa posible ha de basarse en una
reducción de las diferencias en las condiciones de vida, que pueden ser
completamente distinta en ciertos aspectos y muy parecidas en otros, ya que las
condiciones mínimas de bienestar son iguales para todos y para todas: una casa,
dos comidas, derecho a la salud y a la instrucción y algunas otras cosas
elementales respecto a las cuales la mayor parte de los individuos de la
especie son aún muy desiguales” (Cirillo, 2002:
108-109).
2.2.
Igualdad
La reclamación de la
igualdad entre los sexos hunde sus raíces en la consigna ilustrada de igualdad.
Tiene su antecedente directo en el filósofo cartesiano Poulain
de la Barre con su disertación Sobre la igualdad de los dos sexos de 1673 y se encarna en figuras
emblemáticas de finales del XVIII como son Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft. A
partir de ahí se inaugura una genealogía feminista que, incluso antes de la
aparición del término “feminismo”, recorrerá más de tres siglos con sus
respectivas olas. Se trata de una intra-historia de la reivindicación feminista
de igualdad, que se erige como reivindicación nuclear hasta su enfrentamiento
con el paradigma de la diferencia del que ya hemos hablado aquí.
El paradigma de la igualdad en el feminismo –al que hay que decir que
fueron las pensadoras de la diferencia las que lo nombraron así, pues a ninguna
feminista hasta entonces se le hubiera ocurrido apellidarse de la igualdad, por
resultar algo redundante- tiene hoy representantes tan destacadas, como por
ejemplo las filósofas Celia Amorós y Amelia Valcárcel en España, o la
antropóloga mexicana Marcela Lagarde, entre otras.
Por situarnos, podemos afirmar que “en el paradigma de
la igualdad prima un discurso que tiende a minimizar las diferencias de género,
en tanto que en el paradigma opuesto se defiende, sin embargo, que la
diferencia de género es la diferencia humana esencial y que todas las mujeres
comparten una misma identidad en tanto que mujeres” (Posada Kubissa,
2015: 10).
El feminismo de la igualdad parte de la tesis de que
hoy sigue siendo posible y necesario hacer extensiva esta consigna ilustrada a
las mujeres. Funciona, además de como reivindicación política, como categoría
de análisis. Esta categoría enfatiza lo que los sexos tienen en común en tanto
que humanos y se propone desvelar de qué manera las diferencias de género son
construcciones de una razón interesada por patriarcal. Como lo ha expresado
gráficamente Amelia Valcárcel (1991: 124) “El
colectivo de las mujeres ha soportado y soporta el peso de una identidad que se
resuelve en figuras finitas, estereotipadas e inaceptables. Ha de alcanzar la
igualdad que viene a decir equipotencia, esto es,
reconocimiento mutuo de la individualidad”.
También
la filósofa Celia Amorós ha querido definir qué es eso de la igualdad y
diferenciarlo de su uso espurio como identidad:
“Si le hacemos justicia al concepto de
igualdad en su raíz histórica en la Ilustración, este uso no es tan estipulativo: tiene un fundamento histórico. Utilizaremos
el concepto de igualdad, en este sentido ilustrado, en el que igualdad no es
para nada sinónimo de identidad. Hablamos de identidad cuando nos referimos a
un conjunto de términos indiscernibles que comparten una predicación común.
Entonces, cuando se dice que `todos los indígenas son perezosos´, o que `todas
las mujeres son emotivas´, o cosas similares, estamos afirmando que todos los
sujetos subsumidos en esa predicación son idénticos y, por tanto,
indiscernibles bajo es predicación común. Sin embargo, cuando hablamos de
igualdad, nos referimos a una relación de homologación bajo un mismo parámetro
que determina un mismo rango, una misma equiparación de sujetos que son
perfectamente discernibles” (Amorós, 2005: 287).
Como ya lo apuntábamos antes, en el año 1996 varia
autoras de la diferencia italiana publicaron una suerte de manifiesto que
titularon “El final del patriarcado. Ha ocurrido y no por
casualidad” (Librería de Mujeres de Milán, 1996). Y a esta “defunción” voluntarista
del patriarcado – y a la consecuencia de desentenderse de la lucha contra el
mismo- responde inmediatamente Amorós ese mismo año, poniendo de manifiesto que
estas pensadoras confunden de manera no inocua la igualdad con la identidad. Y,
sobre todo, critica que hablan de una libertad femenina que sería una libertad
estoica: se trata de una suerte de libertad interior que, como el esclavo
estoico, se reduce a la autopercepción de sí como libre a pesar de seguir atado
materialmente a sus cadenas (Amorós, 1996).
Desde la perspectiva del feminismo de la igualdad, hablar de la
diferencia femenina o de “la Mujer” recae en viejos esencialismos al modo de la
tradición androcéntrica y patriarcal de pensamiento. Desde un sano nominalismo,
se trata de hablar y pensar a las mujeres materiales y concretas, más allá de
adscripciones a esencias femeninas. Porque tales adscripciones desactivan la
carga reivindicativa del feminismo y nos dejan a las mujeres como única
posibilidad “el reencuentro con nuestra
identidad/diferencia femenina”. Desde el planteamiento de la diferencia solo
nos queda “Ahondar en ella y cultivarla para instituirla en piedra angular
sobre la que pivotará, en expresión de Luce Irigaray,
la `nación de las mujeres´” (Amorós, 2005: 373).
Pero para las feministas que han defendido la igualdad como idea-guía
está claro que tal idea remite a un concepto que no es un hecho, como lo es la
diferencia, sino que se mueve en el plano del deber-ser. Así, cuando la
filósofa Amelia Valcárcel se pregunta en Del miedo a la igualdad si “¿es la igualdad una idea moral o una
idea política?”, su respuesta es inmediata: “si bien la moral cuenta con ideas
nucleares más abundantes, todas ellas remiten al fundamento de la igualdad en
el que consiste la trama misma del ser moral” (Valcárcel, 1993: 15). Y desde
ahí el feminismo tiene una doble tarea, que se hace inviable con la reclamación
de la diferencia femenina: la de recuperación de la memoria feminista y el
fortalecimiento de su tradición genealógica, por un lado; y la de ser crítica y
desactivación del patriarcado, lo que es tanto como decir que el feminismo
tiene que seguir siendo un proyecto positivo ético-político de emancipación.
A partir de la reclamación ilustrada de igualdad para las mujeres esta
idea-fuerza ha servido de horizonte regulativo hasta nuestros días y ha movido
muchas conciencias femeninas en la reivindicación de sus derechos. Pero, como
lo sostiene de nuevo la filósofa Celia Amorós, esta idea ha sufrido de un
tiempo a esta parte usos espurios con el objetivo de deslegitimarla:
“La idea de igualdad en el ámbito del llamado postmodernismo es, como ha
dicho Amelia Valcárcel, una idea obscenizada. Obs-scenizado – o, en nuestro caso, obscenizada-,
es, como lo ha señalado Teresa de Lauretis, aquello
que queda fuera de escena. Una manera expeditiva de obscenizar
la idea de igualdad consiste en utilizarla como sinónima de ` identidad´”
(Amorós, 2005: 303).
El discurso de la
igualdad para las mujeres tiene su mirada puesta en el trato jurídico
igualitario de los seres humanos, pero no se agota ahí, ya que la igualdad
jurídica es condición necesaria, pero no suficiente, para hablar de una
igualdad completa. Para poder implementarla hacen falta medidas efectivas y
políticas públicas que la traduzcan en todos los órdenes de la vida y, por lo
mismo, implica la igualdad de oportunidades, la justicia social y los derechos
humanos. Sin estos elementos la igualdad, y en este caso la igualdad entre los
sexos estaría vacía de contenido. El feminismo de la igualdad ha alcanzado por
estas vías éxitos notables en sus reivindicaciones, como es, sin ir más lejos,
por ejemplo, el derecho al voto femenino, peleado por el sufragismo en la
denominada segunda ola del feminismo occidental.
El feminismo de la
igualdad no niega lógicamente que de hecho hay diferencias entre los sexos.
Pero aduce que biología no es destino y que, por lo mismo, han de ser superadas
aquellas diferencias que generan subordinación o perpetúan la desigualdad
femenina. En otras palabras, el reconocimiento de las diferencias no ha de
conllevar una aceptación acrítica de las mismas: sólo serán legítimas aquellas
diferencias que no obstaculicen la igualdad. Los estereotipos de género, que
siempre resultan ser desfavorables para las mujeres, exigen acciones afirmativas que vengan a compensar la
influencia social que hace de las diferencias caldo de cultivo para la
desigualdad. Se trata de reducir la brecha laboral, de fomentar las cuotas de
participación y las posibilidades de ascenso profesional para las mujeres como
medidas que, como ya hemos indicado antes, han de formar parte de las políticas
de igualdad.
Por supuesto, el feminismo de la igualdad
denuncia cómo el lenguaje reproduce la desigualdad. Así el uso del masculino,
pretendiendo subsumir en este genérico a las mujeres, produce una
sobre-representación cognitiva de los hombres y no una supuesta referencia
neutral. La renuencia a utilizar formas alternativas de lenguaje, como la de
nombrar siempre en masculino y femenino traduce, por otro lado, la resistencia
a remover las relaciones de desigualdad que de hecho se dan. Y el lenguaje de
las producciones culturales también participa de esa diferenciación que se
traduce en desigualdad. La mayoría de las producciones audiovisuales o
literarias muestran a mujeres definidas por una esencia orientada a las labores
propias del cuidado, incluso en aquellas producciones en las que se supone que
una mujer es la protagonista por su papel profesional destacado. Y así cabría
aducir muchos más ejemplos de las producciones culturales que hoy todavía hacen
de la representación femenina un caso claro de la representación de una
discriminación que se perpetúa. Cabe afirmar que cultural, económica, jurídica
o políticamente la desigualdad entre los sexos sigue siendo una realidad
constatable a escala planetaria, que hace todavía necesaria la reivindicación
de la igualdad para las mujeres, como lo entendió el feminismo de la igualdad
en su debate y rechazo del denominado feminismo de la diferencia.
El “distanciamiento crítico respecto de
estereotipos que potencian la desigualdad social entre hombres y mujeres” (Sambade, 2008: 360) es el que, en tanto discurso y
movimiento, ha promovido el feminismo en su dilatada trayectoria histórica.
Pero es de suyo reconocer que todo ser humano desarrolla sus disposiciones en
un proceso de socialización que es principalmente interactivo. Por lo que cabe
decir que todo individuo responde a relaciones no individuales. Y en esas
relaciones culturales y sociales la narración de un género determinado y ahistórico sigue correspondiendo al género femenino, que no
puede trascender esa predeterminación genérica en aras a hacerse individuos.
Dicho sucintamente, “las mujeres no logran acceder a la categoría de individuo
y siguen siendo percibidas como género” (Puleo, 1992:
184). Desvelada esta maniobre recurrentemente patriarcal, es consecuente
suscribir que la dominación en razón del sexo es el paradigma de toda
dominación:
“[…] la dominación conceptual y real del sexo al
que antonomásticamente se la llama sexo, es la matriz y modelo de cualquier
dominación y el modelo de la mayoría de las exportaciones naturalistas.
Declarar `natural´, es decir legítima, una desigualdad tan patente ha hecho muy
cómodo no tener que tomarse en serio la igualdad humana ni la libertad, y ha
permitido poner fronteras sobre todo a la primera de ellas, la idea de
igualdad, demasiado turbadora” (Valcárcel, 1997: 75).
Entendido el feminismo como crítica y
desactivación de la dominación femenina, tanto en su perspectiva
teórico-política como en su perspectiva práctica, no parece que podamos olvidar
las herramientas conceptuales que permitan llevar adelante ten ingente tarea.
Entendiendo además que la reivindicación feminista es una exigencia universal
que no se fundamenta en una pretendida identidad femenina monolítica y cerrada,
el sujeto feminista - no ahistórico ni
trascendental-, sigue siendo necesario, como siguen siendo necesarias
categorías no esencializadoras que nos permitan
“analizar la construcción sociohistórica de las
identidades masculina y femenina y la organización y distribución de bienes y
reconocimiento de acuerdo a un patrón preestablecido que no suele ser
consciente” (Puleo, 2008: 16). Y siguen siendo
necesarios también conceptos, como el de “patriarcado”, que doten a otros
conceptos, como el tan traído y llevado de “género”, de un contenido político y
reivindicativo. Porque solo asimilando este último concepto a un sistema de
opresión y de jerarquía de los hombres sobre las mujeres, como es el
patriarcado, podemos dotarlo de un contenido político y no meramente
descriptivo. Por ello, el feminismo de la igualdad, al contrario de lo que
hemos visto en el caso del feminismo de la diferencia italiano, jamás renunció
al concepto de patriarcado ni al objetivo del feminismo como erradicación de
este a escala transnacional.
No puede decirse que en el debate entre igualdad y diferencia hubiera
una posición que se erigiera como ganadora de este, pero sí cabe decir que el
reconocimiento de la diferencia de género va a dar paso al reconocimiento de
las diferencias entre mujeres. Y con ello se abrirá un periodo del feminismo en
el que, como lo sostiene Nancy Fraser, el feminismo
“quedó atrapado en la órbita de la política de la identidad” que antepondrá el
reconocimiento de las diferencias a las urgencias de la desigualdad (Fraser, 1997: 188). La propia Fraser
en su momento, en 1989, criticó duramente el feminismo de la diferencia y sus
consecuencias en la política: porque, a juicio de Fraser,
trasladar los supuestos del discurso de la
diferencia a la política produce un abuso de la noción de la diferencia y de la
identidad femeninas y va en contra de los intereses feministas. Fraser sostendrá de este modo se desactiva la carga
reivindicativa del feminismo, ya que este pasa a ocuparse exclusivamente de
cuestiones como la identidad femenina y la subjetividad, pero olvida que el
feminismo es ante todo un movimiento de conquistas sociales (Fraser, 2015).
3. Reflexiones finales: para
unas conclusiones
El feminismo
denominado de la diferencia defendió un estereotipo de género que no era
compatible con el paradigma de la igualdad feminista. En particular, habló de
la mujeres como esencialmente más sensibles que racionales, de la ética de los
cuidados a la que adscribía a la mujer como realización de la vocación
femenina, así como de la revalorización y la nueva exaltación de la maternidad,
entre otras cosas. A partir de ahí se propone una nueva revolución que no
signifique simplemente un cambio de roles dentro de la cultura patriarcal, sino
que rompa con esta e inaugure, desde la diferencia femenina, un nuevo orden de
pensamiento y de lenguaje (Sendón, 1981).
El feminismo de la igualdad rechaza esta imagen
de lo femenino, que entiende peligrosamente afín a los supuestos de la cultura
patriarcal sobre las mujeres. E incide en que la diferencia femenina, los
pretendidos valores femeninos, responden a la opresión y a la dominación, ya
que entiende que “Es el varón quien ha
inventado nuestra diferencia” (Amorós,1985: 137). Y, por lo mismo, el discurso
patriarcal sobre las mujeres y sus valores contrapuestos a los valores
considerados masculinos no puede ser resignificado en positivo como lo pretende
la diferencia, sin caer en la trampa de un esencialismo que parte de la
inferioridad femenina. Los valores de la sensibilidad, la dulzura, el cuidado,
entre otros, desde una perspectiva igualitarista son valores que deben ser compartidos
por ambos sexos dada su calidad humana, pero no valores que quepa defender como
específicamente femeninos.
El feminismo de la igualdad aboga por transformar
la sociedad patriarcal, para lo cual es imprescindible la participación de las
mujeres en los puestos de poder. Pero, a la vez, ello tiene el peligro de que
las mujeres en esos puestos se vean atrapadas por esas estructuras de poder y
puedan perder el hilo que las vincula con el movimiento feminista y sus
reivindicaciones. Desde el feminismo de la diferencia pensamos que ese hilo
está perdido de antemano, desde el momento en el que lo que se reclama es un
espacio y un orden simbólico para las mujeres separado de la sociedad
eminentemente dominada por hombres y cuyas raíces patriarcales no se entienden
como el objetivo feminista principal a erradicar.
En el caso de América Latina, leemos que fue en
1985 cuando se dio un mayor auge del denominado feminismo de la diferencia:
“En el Encuentro
Feminista de Bertioga[1] el feminismo de la diferencia se manifestó en
actitudes de rechazo a la discusión política y a todo intento de organización
[…]. Hubo una excesiva exaltación del lenguaje de lo corporal, una negación a
observar las diferencias que existen también entre las mujeres (de clase, raza,
sexo, cultura, etc.) y, fundamentalmente, una excesiva defensa hacia esos
grupos de mujeres de movimientos denominados populares que planteaban la doble
militancia, y a articular formas de diálogo y relación entre las luchas de los
movimientos de mujeres y el movimiento feminista. En ese III Encuentro
Latinoamericano se puede decir que triunfaron esas tendencias no explicitadas
de la diferencia, ya que no se permitió efectuar ningún documento de
conclusiones y no prosperaron las formas de organización planteadas por algunos
talleres críticos a esta visión” (Gamba, 1987).
Aunque el debate igualdad-diferencia como tal
parece desaparecido del panorama feminista, sin duda ha dejado huellas en este
que no son de poca relevancia. Una de ellas será que la defensa de la
diferencia de género, lo femenino y lo masculino, como diferencia
cuasi-ontológica va a abrir la puerta a dar una vuelta de tuerca al discurso de
la diferencia que lo vuelve contra sí mismo y que va a recalar en la tesis de
la multiplicación de las diferencias genéricas. Así, por poner un caso nada
venial, la filósofa Judith Butler, en su ya famoso ensayo de 1990 El género
en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, razona:
“El hecho de que la realidad de género se
determine mediante actuaciones sociales continuas significa que los conceptos
de un sexo esencial y una masculinidad o feminidad verdadera o constante
también se forman como parte de la estrategia que esconde el carácter performativo del género y las probabilidades performativas de que se multipliquen las configuraciones de
género fuera de los marcos restrictivos de dominación masculina y
heterosexualidad obligatoria” (Butler, 2007: 275).
Comprender estas posiciones pasa por comprender que, con el vendaval
postmoderno de pensamiento, el sujeto, no solo el feminista, ha sido herido de
muerte. Se entiende: lo que queda herido de muerte es la idea moderna del
sujeto que se abrió paso a partir del siglo XVIII, como un sujeto capaz de
llevar adelante sus proyectos emancipatorios, porque
era pensado como un sujeto fuerte y constituyente del poder y del discurso. El
giro deconstructivo de la postmodernidad va a consistir, entre otras cosas, en
entender que el sujeto no es fuerte y constituyente del poder y el discurso,
sino que está constituido por el poder y el discurso.Y
esta defunción filosófica y cultural del sujeto fuerte afecta también al
feminismo, que asiste a cómo se ha defendido desde posiciones postmodernas,
como las de Butler, la deconstrucción o la defunción del sujeto “mujeres”, que
es el sujeto político que ha servido de fundamento a la lucha política y al
proyecto mismo de la emancipación feminista durante siglos.
Pero hay quien lógicamente ve un peligro para el feminismo en estas
propuestas postmodernas. Así, por ejemplo, la teórica feminista Seyla Benhabib afirma
tajantemente que la versión fuerte de la postmodernidad que habla de la muerte
del sujeto no es compatible con los objetivos del feminismo. Esta pensadora
argumenta que, si deconstruimos la identidad mujeres,
si prescindimos del “nosotros feminista”, nos quedamos sin sujeto político que
pueda llevar adelante el proyecto de emancipación que el feminismo es. En
realidad, lo que esta pensadora, Benhabib, se
pregunta es cómo es se puede pensar un proyecto político de emancipación sin un
sujeto que lo asuma como propio. Y esto es lo que plantea cuando escribe:
“Quiero preguntar cómo sería incluso pensable, de hecho, el proyecto mismo de
la emancipación femenina sin un principio regulativo de acción,
autonomía e identidad” (Benhabib, 2005: 327). Es
decir, lo que Benhabib está preguntando, y se lo
pregunta directamente a Butler, es si es posible siquiera un proyecto feminista
sin ese principio de “acción, autonomía e identidad” que es precisamente lo que
se puede entender como sujeto político.
La herencia directa de las tesis de Butler será
la denominada teoría queer que se presenta como un
postfeminismo en el que el sujeto ya no son las mujeres, sino una diversidad de
posiciones sexuales que se crean y se alían en su resistencia a lo que llaman “heteropatriarcado” (posiciones transgénero, transexuales,
bisexuales, etc.). Esta orientación desplaza el foco de atención a la
diversidad y, en particular, a “las multitudes queer”
(Sáez, 2005: 69), que engloban a todas las sexualidades denominadas no
normativas y a todas aquellas que puedan proliferar. Pero el desplazamiento
hacia la diversidad supone obviar las
desigualdades y sus urgencias que las mujeres padecemos, en mayor o menor
medida, a escala planetaria, de modo que coincidimos aquí plenamente con la
siguiente reflexión:
“En la defensa de la diversidad y la identidad
parece tener mayor relevancia la adscripción cultural, religiosa, política,
racial, sexual y experiencia vital que el reconocimiento de los derechos que
tenemos como personas, dada nuestra condición común de humanos,
independientemente de nuestra especificidad cultural, étnica, sexual o
subjetiva” (Miyares, 2021: 150).
Pensamos, para concluir, que precisamente “nuestra condición común de
humanos”, y no la exaltación de nuestra diferencia, es lo que refuerza la idea
de un feminismo que, en tanto proyecto emancipatorio
para las mujeres, precisa de una agenda en la que el soporte reivindicativo
pasa hoy todavía por la idea-fuerza de igualdad. Una idea que implica seguir
reclamando que las mujeres se constituyan en individuos en regla en todos los
rincones de nuestro desigualitario planeta y que sean ellas, más allá de sus
diferencias que nadie niega, el sujeto político de tan revolucionario programa.
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[1] Se refiere el texto al Tercer
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