Antifeminismo como dispositivo patriarcal de
deshumanización:
Estrategias de opresión y control
Antifeminism as a patriarchal apparatus of dehumanisation:
Strategies of oppression
and control
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Rosa María Navío Martínez |
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Universitat Jaume I - España |
Recibido: 23-02-2025
Aceptado: 05-06-2025
Resumen
La
historia del movimiento feminista y sus avances ha estado acompañada de
reacciones y ofensivas antifeministas que, de manera inherente y sistemática,
han pretendido frenar la emancipación de las mujeres y a su vez, perpetuar su
deshumanización. Este artículo tiene como objetivo desarrollar una reflexión
teórica partiendo de la bibliografía existente, a fin de ofrecer una
aproximación conceptual alternativa en el abordaje del antifeminismo. El método
presenta una revisión narrativa (RN) a partir de un estudio bibliográfico en
torno al antifeminismo como reacción y contramovimiento, en articulación con la teoría de la
deshumanización. Los resultados evidencian cómo, históricamente, el
antifeminismo ha operado y opera como dispositivo ideológico del patriarcado
mandatado para deshumanizar a las mujeres.
Palabras clave: antifeminismo, otredad, derechos
humanos, deshumanización, dispositivo patriarcal.
Abstract
The history of the feminist movement and its achievements has been accompanied by antifeminist reactions and offensives that, inherently and systematically, have aimed to hinder women's emancipation and, in turn, perpetuate their dehumanization. This article seeks
to develop a theoretical reflection based on existing literature,
with the aim of offering an alternative conceptual approach to the study of antifeminism. The method involves
a narrative review (NR) based on a bibliographic
study of antifeminism as reaction and countermovement, in articulation with the theory of dehumanization.
The results reveal how, historically,
antifeminism has functioned
and continues to function
as an ideological apparatus of patriarchy mandated to dehumanize women.
Keywords: antifeminism, otherness, human rights, dehumanisation, patriarchal apparatus.
1. Introducción
A lo largo de su historia, el feminismo, en su diversidad
teórica y política, ha afrontado de manera sistemática contrataques y
reacciones antifeministas. Estos no sólo han intentado obstaculizar los avances
hacia la emancipación de las mujeres, sino que también han contribuido a
minimizar su agencia y a consolidar estructuras de subordinación y
deshumanización. El antifeminismo, no representa un remanente diluido en el
pasado, se revela como fenómeno constante, ininterrumpido y recurrente en el
transitar de la lucha feminista. Para, inicialmente interpretar y
posteriormente enfrentar el fenómeno antifeminista, es necesario
contextualizarlo desde una perspectiva histórica, paralela a la eclosión del
movimiento feminista y a la demanda de los derechos de la mujer. Como señala
Michelle Perrot (2000: 11): “El antifeminismo -como
si de su sombra se tratara-, es compañía inseparable de los esfuerzos de las
mujeres en su lucha por la emancipación”.
En su naturaleza maleable
y poliédrico, el antifeminismo adopta diversos mimetismos que le permiten
camuflarse y operar de manera insidiosa, eludiendo así su visibilidad. De tal
modo que, “Aunque el antifeminismo se mantenga latente, invisible al ojo
público y se haga belicoso sólo cuando las exigencias feministas amenazan con
materializarse” (Rubio, 2013: 123), emerge de manera más imperceptible, pero
con el incesante propósito de despojar a las mujeres de humanidad. El proceso
deshumanizador se mantiene persistente, e incluso se ha vuelto progresivamente
más subrepticio ya que las nuevas tecnologías contribuyen a su naturalización y
normalización, al establecer un espacio de sustrato antifeminista donde la
matriz de interacciones reales y virtuales se entrelazan. Los entornos
digitales suministran una naturaleza propicia para la difusión de conductas
deshumanizadoras, ya que allanan el camino hacia la desestimación de la
humanidad femínea, y presentan repercusiones que trascienden las fronteras online-offline (Montagu
y Matson, 1983).
El trabajo de la teoría feminista
ha puesto de manifiesto cómo la disputa social, cultural y política que,
históricamente las mujeres han desarrollado por su emancipación, ha sido
cardinal. A la par, ha propiciado la generación de un corpus teórico autónomo y
el establecimiento de un enfoque epistemológico propio. De manera inversa, las
reacciones antifeministas han sido escasamente indagadas a lo largo del tiempo,
siendo desatendidas en múltiples ocasiones, especialmente en periodos clave de
la historia, de ahí la esencialidad de abordar y entender el antifeminismo. En
el presente artículo, he desarrollado un análisis teórico-reflexivo, desde un
enfoque feminista, con aproximación tridimensional sobre la naturaleza
intrínseca y las estrategias deshumanizadoras inherentes al fenómeno
antifeminista. La primera aproximación analiza la disposición bajo la cual el
patriarcado ha construido históricamente la otredad femenina, basada en las
diferencias sexuales y el posicionamiento de las mujeres en un lugar de
inferioridad. Este proceso establece una jerarquización simbólica y real, al
consolidar a las mujeres como humanidad subsidiaria (Lagarde,
2017). La segunda, ofrecerá una revisión en torno a la conceptualización y
estudio del antifeminismo como reacción (Faludi,
1993) y contramovimiento (Meyer y Stageenborg,
1996; Lamoureux y Dupuis-Déri,
2015). La tercera, tomando como referencia el modelo dual de deshumanización
propuesto por Haslam (2006), y entrelazado con las
proposiciones anteriores, evidenciará cómo el antifeminismo, a partir de la
posición de otredad asignada históricamente a la mujer, encuentra un terreno
fértil para abonar su manifestación deshumanizadora y despojarla de derechos
humanos.
A partir de la dimensión
histórica del movimiento feminista, la conceptualización del antifeminismo como
contramovimiento y reacción, y de la teoría de la
deshumanización; he buscado evocar un ágora discursiva y delimitar una trama
argumentativa que facilite la construcción de un marco teórico mediante el cual
reconceptualizar el antifeminismo, no sólo como
reacción o contramovimiento, sino también como
dispositivo patriarcal de deshumanización. Presento como prioritario entender
que la deshumanización de la mujer, constituye una amenaza contra sus derechos
fundamentales, y elimina su dimensión política y agencia.
2. Objetivos y Metodología
2.1. Objetivos
2.1.1. Objetivo principal
Proponer una
reaproximación conceptual del antifeminismo desde un abordaje crítico y
reflexivo.
2.1.2. Objetivo específico
Desarrollar una reflexión
teórica a partir del análisis de literatura académica existente, que amplíe las
perspectivas de debate en torno al antifeminismo como reacción y contramovimiento, en articulación con la teoría de la
deshumanización.
2.2. Metodología
El método aplicado en
esta investigación se estructura en torno a una reflexión teórica con enfoque
crítico, a partir de una revisión narrativa (RN) de un corpus bibliográfico
riguroso con fuentes académicas seleccionadas sin acotación cronológica; encontradas
en las plataformas de indexación académica más relevantes. Los descriptores
empleados en el análisis fueron: antifeminismo, otredad, derechos humanos,
deshumanización, dispositivo patriarcal; en español, inglés y alemán. Se
seleccionaron exclusivamente las publicaciones conexas al antifeminismo como
reacción y contramovimiento, en interacción con la
teoría de la deshumanización; siendo estas analizadas en función de los
objetivos, la naturaleza epistemológica, el título y las conclusiones. La
acotación de los criterios mencionados anteriormente trató de mitigar posibles
sesgos.
3. Aproximaciones al objeto de
estudio
3.1. La otredad femenina y su
negación de humanidad
El movimiento de
emancipación femenina, desde su génesis, ha articulado una demanda central: la
íntegra aceptación y consideración de las mujeres como ciudadanas con plena
condición humana, en un esfuerzo por recuperar sus derechos sistemáticamente
usurpados a lo largo de la historia. Este proceso, no se restringe únicamente a
la obtención de derechos, sino que también se orienta hacia la afirmación de
las mujeres como titulares constitutivos de la humanidad, requiriendo su
incorporación y participación en la ciudadanía y en la sociedad. En efecto, “[…]
las mujeres hemos tenido que luchar por nuestra humanidad durante quizás miles
de años” (Facio, 2010: 39). Esto significa, identificar a las mujeres como
humanas, como titulares de derechos, con agencialidad,
valía y autodeterminación.
El patriarcado, como base
organizativa de nuestras sociedades, se erige por medio de la usurpación de
derechos, esta usurpación se ejecuta mediante estructuras funcionales de
control y marginación. El patriarcado, en tanto “megaestructura
de pensamiento, productiva de un sistema social” (Jablonka,
2020: 14), y por lo tanto de poder; ha configurado, establecido y asentado a la
otredad femenina en un lugar de desigualdad, subordinación y precariedad, al
vulnerar así sus derechos. Desde esta configuración, la complementariedad de
los sexos se ha materializado en la subordinación de las mujeres a los varones
y en su marginación de la humanidad. Se construye en antítesis, una vinculación
complementaria entre lo categórico y lo relativo, el sujeto y el objeto, lo
humano y lo infrahumano, lo masculino y lo femenino. Esta complementariedad y
marginalización sitúan a la mujer históricamente como otredad. Desde esta
marginación, la mujer es identificada, definida y ubicada, por consiguiente,
como la “otreidad absoluta” (Valcárcel, 1997: 27). De
igual forma Salazar (2019), lo destaca al entender que la otredad cuenta con
una ciudadanía marginada y no es reconocida como sujeto en igualdad.
En otro plano, la
politóloga Laura Nuño (2013: 6) comenta: “Los derechos humanos no son un
concepto ahistórico. Su comprensión e interpretación
requiere reconstruir el proceso histórico en el que emergen, se conceptualizan
y se regulan”. La revisión desde un marco histórico, evidencia que los derechos
humanos en su concepción moderna, emergen como resultado de los movimientos
liberales y las transformaciones sociales de la Edad Moderna. Adoptando una
aproximación con perspectiva de género, observamos que la exclusión de las
mujeres en el desarrollo y garantía de sus derechos humanos a lo largo de los
siglos es manifiesta desde la antigüedad, e incluso queda plasmada en el
antecedente más antiguo de sistema legal escrito, el Código Hammurabi (1750 a.
C.). Tal y como manifiesta la jurista Sandra Moreno (2023); las mujeres han
transitado de la marginación jurídica antes de los derechos humanos (previo a
1948), donde eran tratadas como objetos de los hombres, a una creciente
deshumanización en las normativas internacionales, regionales y nacionales, que
las reducen a simples cuerpos, identidades o fetiches; subordinadas a un
control legal masculino permanente, y despojadas, por consiguiente, de
condición humana. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
(1789) iba a traer consigo la formalización de los derechos naturales y la
validación de los derechos humanos básicos. En contrapartida, las mujeres
quedaron expuestas a un escenario irónico, fronterizo y colindante a la
deshumanización. En este escenario como comenta Pateman
(1988: 11), “El contrato social es una historia de libertad, el contrato sexual
es una historia de sujeción. El contrato originario constituye, a la vez, la
libertad y la dominación. La libertad de los varones y la sujeción de las
mujeres […]”. Esto es, un giro legal
suscrito y autorizado con la propuesta de un contrato social, el cual escondía
un contrato sexual, garantizándose así el control absoluto de las mujeres
mediante un acuerdo de sumisión hacia los hombres. Se establece de este modo,
un contexto de deshumanización inherente, en tanto en cuanto las mujeres quedan
apartadas del marco legal.
El siglo XX supuso el
momento de ratificación formal y oficial de las mujeres como titulares de
derechos. Los derechos humanos son señalados como tal en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos de 1948; ya en el artículo 1, se desprende
que las mujeres son consideradas plenamente humanas, poseedoras de los mismos
derechos y autonomía que los varones. El artículo 2 generó un hecho importante,
ya que el sexo se incorporó como criterio jurídico con protección expresa. Pero
la lucha por la humanización de las mujeres seguía presente. En la Convención
sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer
(CEDAW) de 1979, se estableció y salvaguardó la igualdad entre mujeres y
hombres, al asegurar que las mujeres pudieran experimentar, bajo los mismos
parámetros, los derechos y libertades fundacionales. La Conferencia Mundial
sobre los Derechos Humanos de Viena de 1993 estableció un nuevo marco jurídico
de referencia en relación a los derechos humanos y las mujeres. Significó el
reconocimiento de mujeres y niñas como sujetos de derechos en el ámbito
jurídico internacional de los derechos humanos, y sumado a ello, la violencia
contra las mujeres empezó a ser abordada como violación de derechos humanos.
El postulado Los derechos de las mujeres son derechos
humanos resume una de las demandas más fundamentales del feminismo de
finales de los 80 y principios de los 90; la visibilización de las mujeres como
humanas e integrantes esenciales de la colectividad humana. Se establece como
pilar fundamental la agencia y absoluta condición humana de las mujeres, además
de la demanda de su inclusión integral en los marcos normativos internacionales
de derechos humanos. A lo largo de su trayectoria, las Naciones Unidas han
convocado cronológicamente cuatro conferencias internacionales de relevancia;
México (1975), Copenhague (1980), Nairobi (1985) y Beijing (1995), todas
relativas al crecimiento, paz e igualdad de oportunidades. Beijing marcó un
momento de transición al definir una agenda feminista con miras a impulsar
acciones y orientaciones en torno a las mujeres y sus derechos, sin olvidar la
desigualdad y la violencia ejercida sobre ellas. Del mismo modo, se aprobó la
Declaración y Plataforma de Acción de Beijing con trabajo sobre 12 campos de
actuación y evaluaciones periódicas para respaldar y consolidar a nivel global
los derechos humanos de mujeres y niñas.
Todos estos eventos han
tenido un impacto significativo en el reconocimiento de los derechos de las
mujeres como derechos humanos, jugando un papel clave en el establecimiento de
un marco global. Han sido necesarios diversos mecanismos y otros tantos eventos
internacionales para legitimar y consolidar los derechos de las mujeres,
para conmemorar hitos fundacionales históricos internacionales por el
reconocimiento de la humanidad plena de la mujer. Sin embargo, la realidad
difiere, “A pesar de existir garantías legales y constitucionales, las lagunas
en los marcos legislativos, el mal cumplimiento y los fallos en la
implementación significan que esas garantías tienen poco impacto sobre el vivir
cotidiano de las mujeres” (Alberdi, 2019: 18). En efecto, la cuestión es, que
no sólo los marcos legales han aplicado una perspectiva androcéntrica
racionalizadora de los mismos, sino que, además, como bien expresa Facio
(2010), el androcentrismo ha impregnado tanto la teoría como la práctica de los
derechos humanos. En consecuencia, los derechos no han sido abordados desde una
visión de género.
Gracias a la genealogía
feminista, las primeras abolicionistas, protofeministas
y revolucionarias nos siguen recordando hoy en día que, los derechos de las
mujeres representan un pilar para la consecución de la justicia social y la
igualdad de género y, por ende, se definen como inamovibles, fundamentales y
portadores de autonomía, emancipación e indudablemente de humanidad.
Lamentablemente, la realidad evidencia dinámicas donde las mujeres se
encuentran y permanecen categorizadas como otredad jurídica, no reconocidas
como titulares de derechos, con necesidades marginales, volátiles y
prescindibles en el marco de reconocimiento de los derechos humanos.
Despojadas, por consiguiente, de condición humana. La cuestión, no es sólo la
obtención del reconocimiento de humanidad, sino evitar la deshumanización
sistémica del estado patriarcal, “cualquier avance estará sometido al peligro
de regresión” (Salazar, 2019: 20). Como resultado de estructuras de
marginación, diferencia y poder, las mujeres se han enfrentado a importantes
barreras en el reconocimiento y consecución de derechos humanos.
Cabe agregar, que desde
que el movimiento feminista diera inicio en su desafío a través del tiempo; el
antifeminismo ha supuesto una contraposición estratégica deshumanizadora,
persiguiendo contrarrestar y bloquear los progresos en los derechos de las
mujeres a fin de reducir su dimensión humana. El antifeminismo, ha
experimentado un desarrollo progresivo, consolidándose como dispositivo
patriarcal que se define en oposición deshumanizadora sistemática al movimiento
feminista, incluso también, en el actual marco temporal.
3.2. Antifeminismo como dispositivo
patriarcal de deshumanización
Abordar el análisis
conceptual del antifeminismo como fenómeno requiere, en primera instancia, una
delimitación precisa del término feminismo. Reflejo de su evolución y
metamorfosis, el feminismo del siglo XXI adopta un perfil con enfoque de
diversas corrientes heterogéneas, si bien con principios constitutivos
compartidos. Abarca, por consiguiente, principios filosóficos, corrientes y
propuestas que postulan por los derechos de las mujeres, la igualdad y la
justicia social. A los fines de este trabajo académico, se concibe el feminismo
conforme a diversas definiciones de autoras clave, las cuales se exponen a
continuación. En palabras de Victoria Sau (1981:
121):
“Feminismo es un
movimiento social y político que se inicia formalmente a finales del siglo XVIII
-aunque sin adoptar todavía esta denominación- y que supone la toma de
conciencia de las mujeres como grupo o colectivo humano, de la opresión,
dominación, y explotación de que han sido y son objeto por parte del colectivo
de varones en el seno del patriarcado bajo sus distintas fases históricas de
modelo de producción, lo cual las mueve a la acción para la liberación de su
sexo con todas las transformaciones de la sociedad que aquella requiera”.
A lo largo del tiempo, en
el seno del feminismo, han surgido diversas corrientes que continúan
articulándose en la actualidad. “Los feminismos se refieren a movimientos o
conjuntos de pensamiento que defienden la igualdad y los derechos entre hombres
y mujeres”[1]
(Yannoulas, 2001: 70). Precisamente, un aspecto
esencial del movimiento feminista radica en apreciar su pluralidad, aceptar y
visibilizar las diversidades y no referirse exclusivamente a un único
feminismo, sino a los diversos feminismos coexistentes con una meta en común.
Añadiendo matices a la idea previamente expuesta, se propone una perspectiva
renovada como sugiere Sonia Reverter Bañón (2024):
“El feminismo no es una
ideología, como tampoco lo es el patriarcado: es más que eso. Es un sistema de
vida cuyo principio rector es la igualdad entre seres humanos y,
específicamente, igualdad por razones de sexo/género (al contrario que el
patriarcado). Ese ideal de vida se defiende desde diferentes ideologías que
pueden compartir simplemente esa idea básica que es la igualdad y disentir de
otras ideas y aspiraciones, agendas y luchas”.
En virtud de los
acercamientos teóricos expuestos, el feminismo en su concepción actual, es
entendido como un proyecto existencial, igualitario y humanizador,
orientado hacia la consecución de libertad, igualdad y justicia social para
toda la humanidad, mediante la debilitación y eliminación progresiva del orden
de género establecido. En contrapartida, cabe preguntarse: ¿qué entendemos por
antifeminismo? ¿Podría interpretarse como una simple resistencia a la
emancipación de las mujeres? Christine Bard (2000:
25) ya respondía a esta pregunta al sostener que, “No parece exagerado afirmar
que el sentido que habitualmente se le atribuye va mucho más allá de la mera
oposición al feminismo”. Circunscribir el antifeminismo, e incluso su
manifestación actual más extrema, el masculinismo
(Blais y Dupuis-Déri, 2012)
exclusivamente a una oposición, conduce a una visión reduccionista que omite
sus dimensiones más profundas.
De hecho, los discursos antifeministas
de finales del siglo XIX ya se apoyaban en afirmaciones como “la ley natural,
para reafirmar la familia patriarcal y oponerse al sufragio femenino y a la
participación de las mujeres en la esfera pública”[2] (Kimmel, 1987: 261). Desde su planteamiento, Susan Faludi advertía en su
trabajo Reacción: La guerra no declarada
contra la mujer moderna (1993), que toda conquista en materia de derechos
de las mujeres ha suscitado una respuesta en forma de reacción (backlash), la
cual ha puesto en duda sus logros y, a su vez, ha promovido un regreso a
esquemas previos de organización social de subordinación femenina. Desde la
perspectiva que plantean Meyer y Staggenborg (1996),
se interpreta el antifeminismo como contramovimiento
en respuesta a la reivindicación feminista. De manera similar, para Lamoureux y Dupuis-Déri (2015),
el antifeminismo supone un contramovimiento emergente
en oposición a las personas actoras que componen el movimiento feminista, a sus
postulados y marcos normativos. De acuerdo con esta línea de pensamiento, Ursula Birsl (2020: 47) argumenta
igualmente, que el antifeminismo “[…] entonces
puede entenderse como un contramovimiento ideológico de reacción inmanente al respectivo
proceso histórico de emancipación, de universalización, de liberalización
sociopolítica y de desnormalización de las relaciones
de género”[3] (Birsl, 2020: 47). Es decir, el antifeminismo supone una contraofensiva que ha
tenido la habilidad de metamorfosearse gracias a su maleabilidad;
reconfigurando y modificando sus estrategias de resistencia simultáneamente a
cada ola violeta. Encuentro una correspondencia entre ambos planteamientos, ya
que entiendo que, ambos constituyen un corpus conceptual de estudio e
interpretación del fenómeno antifeminista; y así mismo, evidencian la
pretensión del antifeminismo por el mantenimiento del orden de poder
patriarcal.
A nivel estructural, el
antifeminismo está articulado de manera sistémica y heterogénea (Blais y Dupuis-Déri, 2012), y
queda configurado por distintas agrupaciones, asociaciones y activismos que, en
la actualidad, encuentran respaldo y anonimato gracias a los espacios
digitales. Adquiere, por lo tanto, alternativas variadas de gestión,
interacción y acción colectiva, pero con una finalidad conjunta: despojar a las
mujeres de su realidad existencial, de su humanidad. Tal heterogeneidad es
expresada por Bonet-Martí (2021: 65): “[…] la construcción de su identidad por
oposición al movimiento feminista, sus motivaciones, formas de organización y
repertorios de acción son distintos. De allí que, tal y como sucede con el
feminismo, sea más pertinente utilizar el plural antifeminismos”. Esta
pluralidad reaccionaria, ha sabido mantener su vigencia y sistematizar nexos
expositivos en antítesis a las reivindicaciones de la agenda feminista, de esta
forma, la ideología antifeminista perpetúa una atadura constante con la
misoginia (Bard, 2000). En este sentido, entiendo
pertinente destacar la naturaleza estructuralmente permeable de la ideología
antifeminista, cuya porosidad y maleabilidad propician su incorporación y
absorción por diversas prácticas deshumanizadoras, entre las cuales destaca la
misoginia. Por ende, interpreto que el antifeminismo se estructura y articula
sobre una misoginia atávica.
En la presente fase de este análisis reflexivo, resulta
evidente contemplar el antifeminismo como contramovimiento
que emerge en contraposición a la lucha feminista, como resistencia explícita y
reacción activa a los cambios propuestos por este movimiento, e
incuestionablemente, en amparo y preservación del statu quo patriarcal. Además, como contramovimiento,
establece una percepción de reacción ideológica frente a la apreciación
masculina de la vulnerabilidad de sus privilegios, y al temor y preocupación
por la erradicación de la diferenciación sexual. En consonancia, Perrot (2000: 12) señala: “[…] el antifeminismo es aquel
que rechaza esta igualdad viendo en el feminismo una amenaza, más o menos
oscura, para el orden de un mundo cimentado en la jerarquía sexual y la
dominación masculina”. Enriqueciendo lo anteriormente expuesto, el presente
análisis y la consecuente reflexión me encaminan hacia una redefinición más
compleja del término antifeminismo. En palabras de García y Cota (2024: 3):
“El antifeminismo lo comprendemos como un dispositivo de
poder que, por una parte, a modo de reacción, trata de actuar contra los
vientos de cambio impulsados por el feminismo y que afectan a las identidades
de los sexos; pero que, por otra, en cuanto fuerza reactiva —intelectual, moral
y punitiva—, pretende sujetar y fijar el orden patriarcal elaborando un modelo
de mujer normativo — […]. Se trataría, pues, de un aparato ideológico encargado
de producir y reproducir el orden de los sexos y de legitimarlo haciéndolo
pasar por una ley natural”.
En consecuencia, el
antifeminismo trasciende la simple conceptualización de reacción y contramovimiento al feminismo, posicionándose como
dispositivo dinamizador de poder patriarcal cuyo propósito radica en
deshumanizar a las mujeres. A tal efecto, las limita a un estatus inferior,
anula sus derechos e igualdad, las despolitiza, desagencializa
y deslegitima. En este marco, los derechos de las mujeres son claramente
vulnerados, pero, además, las heterogéneas estrategias deshumanizadoras
erosionan la esencia misma de la igualdad y la justicia social.
3.3. La deshumanización como proceso de dominación en la cotidianidad
femenina
¿Qué entendemos por
deshumanización? La deshumanización es un proceso intrincado que se manifiesta
tanto en acciones intencionales deliberadas como en dinámicas sistémicas que,
aun sin una declaración intencional, reproduce la narrativa deshumanizadora.
Este proceso despoja a las personas de las características esenciales que las
constituyen como humanas, por consiguiente, les niega
los derechos inherentes a esa condición y las posiciona como subhumanas. La
deshumanización está intrínsecamente vinculada con sistemas de subyugación,
exclusión y control, así como con discursos y estrategias que sustentan de
opresión. Desde manifestaciones explícitas de sometimiento y odio, hasta
mecanismos estructurales de exclusión estos sistemas desarrollan procesos de
deshumanización dirigidos a personas y grupos que son históricamente oprimidos
y considerados otredad por el propio paradigma social dominante establecido. La
deshumanización, más allá de existir en luchas, contiendas y disputas en una
escala significativa, se configura como una realidad social habitual en la
vida, tanto entre personas como entre grupos (Haslam,
2006). Por lo tanto, existe una tendencia a concebir como menos humanas a las
personas que no forman parte del propio grupo, deshumanizándolas al atribuirles
una funcionalidad dentro del propio proceso deshumanizador.
Aunque dentro del campo
de la filosofía y la teoría de la deshumanización existen enfoques divergentes
(Haslam, 2006; Opotow,
1990; Smith, 2011) respecto a la deshumanización de la mujer, coincido con la
argumentación según la cual “[…] podemos y debemos utilizar el marco
explicativo de la deshumanización para captar una vertiente distintiva de la
hostilidad hacia las mujeres en cuanto mujeres”[4] (Melo, 2024: 2). Propongo que la deshumanización de la
mujer es un hecho real, cotidiano y naturalizado en las distintas esferas de su
vida. Esto se evidencia de múltiples maneras, tanto en la realidad tangible,
como en la virtual; y su trampa radica en que, como mencionan Haslam y Loughnan (2014), puede
manifestarse en múltiples grados y variaciones; los cuales abarcan desde
modalidades severas y evidentes hasta tenues y discretas. Bastian
y Haslam (2011) señalan que estas manifestaciones de
deshumanización enmascaradas alcanzan desde la indiferencia, el desprecio y el
aislamiento social, hasta expresiones corporales o visuales.
Desafortunadamente, estas
manifestaciones pueden ser percibidas o interpretadas como triviales, e incluso
como una multiforme discreta y destructiva manifestación de recelo (Castaño y
Giner-Sorolla, 2006). Sin embargo, todas ellas comparten una misma naturaleza,
ya que consolidan las desigualdades sistémicas.
Comparto la perspectiva
de Susan Opotow (1990),
quien, desde el marco teórico de la exclusión moral, sostiene que la
deshumanización es justamente un método de marginación moral; las personas
deshumanizadas son excluidas y marginadas del plano moral establecido por el
grupo deshumanizador, son situadas fuera de los márgenes morales instaurados, y
consideradas descartables, no merecedoras de valor humano y de ese modo,
relegadas de privilegios, posibilidades y derechos. Desde
la perspectiva de la exclusión moral, los actos de violencia y dominación hacia
determinados grupos se perciben como inevitables y justificables
dentro del plano moral por parte del grupo dominante. Esta percepción se
sostiene en la construcción de una asimetría moral, donde el grupo excluido es
categorizado como inferior y, por ende, fuera del marco de valoración ético.
Se legitima de este modo la presunción de derechos sobre las víctimas para
moldear su comportamiento conforme a las expectativas establecidas; y legitimar
el statu quo (Ibídem), lo cual
implica que el grupo concebido como otredad es menos digno de considerarse
humano. Este mecanismo de deshumanización coacciona a las víctimas a abandonar
su identidad humana de manera inconsciente, dando a lugar a que sus vidas sean
sistemáticamente interpretadas sin valor intrínseco e indignas de ver vividas.
Como la autora Judith Butler (2006: 32) manifiesta: “[…] not even qualify as grievable”, al
plantear que son incluso vidas carentes de legitimidad al duelo.
Con la determinación de
profundizar y comprender más el proceso de deshumanización, subrayando su
extensión de manera indiscutible hacia las mujeres en su realidad habitual,
abordaré el postulado teórico de Haslam (2006), el
cual desarrolla el modelo dual de deshumanización mediante dos enfoques en la
privación de humanidad: la deshumanización animalista y la deshumanización
mecanicista. Haslam y Loughan
(2014) argumentan que las mujeres son objeto de una de las formas más severas
de deshumanización, estas son deshumanizadas y acotadas a la categoría de
animales y objetos (Rudman y Mescher,
2012). “La equiparación de las mujeres con objetos de placer, bienes fungibles
o máquinas reproductoras, así como con entes zoomórficos (zorras, víboras,
vampiros, conejas, lagartas), ha facilitado las conductas de dominio de los
hombres” (Rodríguez, 2007: 29). Por otra parte, deshumanización y violencia se
hayan estrechamente vinculadas. La deshumanización de las mujeres, al ser
vistas como animales u objetos, las conduce a ser víctimas potenciales de
violencia e intimidación sexual (Rudman y Mescher, 2012). A lo largo de la historia, las mujeres han
sido deshumanizadas, simbolizadas como naturaleza inhumana, aberrante,
sobrenatural, impura, tóxica, sexual y, como tal, susceptibles a ser receptoras
de violencia catalogada como pertinente y
conveniente. Entender la
deshumanización de la mujer históricamente, y abordarla desde una mirada
feminista, implica interpretar y analizar paradigmas normativos y estructuras
simbólicas que han sostenido su exclusión y su subordinación. Esto es, desde la
persecución de brujas, a la estigmatización del sufragismo, o incluso, la
violencia contemporánea y el antifeminismo digital.
4. De la animalización y la mecanización
4.1. De la animalización y la hibridación mujer-animal
Según el modelo dual de
deshumanización desarrollado por Haslam (2006), la
deshumanización animalista implica equiparar a las personas con animales y
sustituir sus atributos humanos por características asociadas a lo animal. Esta
forma de degradación tiene como intención subyacente marginalizar y socavar la
identidad del grupo deshumanizado; percibido como una amenaza por quienes
ejercen el acto deshumanizador. Es decir, la racionalidad es sustituida por la
irracionalidad, el comportamiento ético por la indignidad, y la distinción por
la ordinariez. Es relevante subrayar que tanto las mujeres como los animales
han sido objeto de opresión y cosificación, sostenidas y reproducidas por las
estructuras del sistema patriarcal (Adams, 1991). La animalización del cuerpo
femenino ha operado como un recurso patriarcal reiterado, consolidándose como
una secuencia naturalizada que no sólo ha atravesado el devenir histórico de
las mujeres, sino que, además, ha permanecido activa en el escenario
contemporáneo, manifestándose en prácticas simbólicas y materiales que
perpetúan su deshumanización. La escritora e historiadora Marina Warner (1996)
expone que ya en el 45 a.C. se establecía una asociación entre animales y
mujeres, y estas eran percibidas como inferiores a los hombres. Este proceso ha
jugado un papel determinante en la legitimación y perpetuación del orden
patriarcal hegemónico. En coherencia con este planteamiento, a lo largo del
análisis realizado se ha identificado una extensa variedad de ejemplos que
respaldan dicha perspectiva. La selección de estos se fundamenta en su
contribución significativa al desarrollo de la argumentación central del
artículo. Por lo tanto, se presentan únicamente aquellos que resultan más relevantes
para ilustrar los puntos clave de la discusión.
“En la cultura occidental
la imagen de la mujer como animal comienza a forjarse en el mundo grecolatino”
(López, 2009: 79). En su obra Timeo, Platón formuló una conceptualización filosófica
acerca de la reencarnación donde lo femenino y la mujer desempeñaban un papel
subalterno dentro del ciclo reencarnatorio, con un
estatus inferior al del hombre. De manera análoga, Aristóteles confinó a la
mujer a una posición de alteridad, al desarrollar teorías sobre la inferioridad
femenina, y dejar una profunda impronta en el pensamiento filosófico occidental
posterior. En la producción literaria de la Grecia clásica, Semónides
de Amorgos en su Yambo
a las mujeres, articula una
narrativa generadora de tipologías metafóricas degradantes donde las mujeres
son categorizadas en función de supuestos paralelismos zoomórficos (perra,
zorra, comadreja, yegua, abeja, etc.) Tipologías que tienen como única
finalidad la degradación, la ridiculización y la deshumanización de la mujer; y
en algunos casos incluso el temor. Precisamente, este temor que culmina en
animadversión y enfrentamiento ha sido exhaustivamente conceptualizado como ginecofobia, entendida esta como “[…] la hostilidad hacia las
mujeres nacida de un sentimiento de temor-odio […]” (Madrid, 1999: 13).
El arribo del
cristianismo no hizo más que reiterar la concepción de la mujer como causante
de todas las desgracias de la humanidad. En este contexto, la figura de Eva en
el mito fundacional judeocristiano, adopta un papel similar al de Pandora en la
mitología griega. La vinculación simbólica entre lo femenino y determinadas
especies animales como la serpiente se amplifica; vinculación que no sólo
demoniza la imagen de la mujer, sino que también la establece como alteridad a
la imagen masculina. En la Plena Edad Media el poema del siglo XIII, Roman de la Rose, escrito por los autores
franceses Guillaume de Lorris y Jean de Meun, configura a las mujeres como entidades subhumanas,
equiparándolas con animales y bestias; caracterizándolas como deshonestas,
despiadadas y torpes. Así mismo, diversas representaciones iconográficas del
poema evidencian la deshumanización, y la violencia física y simbólica hacia la
mujer. Curiosamente, a pesar de la crítica que Christine de Pizan
dirigió a este poema en su obra La Ciudad de las Damas (1405), este
continuó ejerciendo impacto significativo en autores masculinos de épocas
subsiguientes. Del mismo modo, la tradición bíblica, profundizó la
estigmatización de la imagen de la mujer como fuente del mal, potenciándola
mediante la incorporación de la simbología animal, demoníaca, monstruosa y
peligrosa. “La concepción de la mujer como instrumento del diablo es común en
la Edad Media” (Plaza y Rábade, 2011: 214). Se
deshumaniza a la mujer, se la demoniza, se la designan fuerzas ocultas y
místicas que van a justificar su persecución y exterminio. “La literatura e
iconografía cristianas muestran una mujer, a menudo monstruosa, deshumanizada,
con rasgos de bestialismo […]” (Paz, 2015: 326). Redactado en el siglo XV, con
enfoque misógino e influencia sostenida hasta dos siglos después, Malleus Maleficarum
(Martillo de las Brujas) se revela como manual sobre brujería y ayuda para la
Inquisición en las etapas iniciales de persecución y condena de brujas.
La irrupción del
Renacimiento y la Contrarreforma apenas supuso avances sustanciales en la
condición humana de las mujeres, ya que definió un sistema dicotómico que
vinculaba a los varones con razón y cultura, y en contrapartida, a las mujeres
con lo natural y lo corporal (TomàsWhite, 2015).
En la literatura medieval española, sin ir más lejos, el Libro de buen amor representa un ejemplo paradigmático del empleo
de retorcido material narrativo para caracterizar a las protagonistas con
variedad de referentes animales o con figuras cargadas de resonancias
espantosas, degradantes y repulsivas. Así lo reconoce López (2009) cuando
señala que la animalización de la mujer ha servido para crear un imaginario
simbólico que la ubica en un escalón inferior al reforzar su exclusión de la
plena humanidad, puesto que la asocia con lo instintivo y la acerca
simbólicamente más al reino animal que a la condición humana.
Con la Modernidad, la
simbología femenina, respaldada por diversas áreas de conocimiento, sigue
asociada a la naturaleza y la maternidad. Se establece para la mujer un
universo privado y doméstico que mantendría la nulificación
de su agencialidad y civilidad. El proceso de
deshumanización, misógino y de identificación de la mujer con los elementos
naturales, y por tanto animales, se mantuvo durante los siglos XIX y XX. Así lo
destaca Errázuriz (2012) cuando sostiene que la misoginia romántica
conceptualiza a las mujeres como intrínsecamente vinculadas a la naturaleza,
las posiciona en una condición de exclusión de los espacios públicos, fundamentada
en supuestas limitaciones físicas o en la ausencia de sentido universal. La
carga misógina de distintas disciplinas como la filosofía, el psicoanálisis, la
literatura, la ciencia; consolidaron durante los siglos XIX y XX la vinculación
de la mujer con la irracionalidad, la inclinación natural y la condición
subalterna, al abonar así el proceso deshumanizador. Los juicios y
disertaciones de los distintos autores masculinos en estas disciplinas
construían una figura de la mujer enmarcada en la otredad y asociada a la
naturaleza, a la asistencia y a lo animal.
El movimiento sufragista,
emergido en el siglo XIX, no escapó al proceso de deshumanización, como lo
evidencian las ilustraciones, posters y caricaturas de la época. La imaginería antisufragista retrataba a las mujeres activistas de manera
grotesca y desproporcionada, con rasgos desfigurados y deformes: narices
prominentes y ganchudas, cabello alborotado, dentaduras exageradas, expresiones
violentas y posturas intimidantes. Estas imágenes transmitían mofa,
ridiculización y repulsión. Su objetivo era deshumanizarlas al retratarlas como
animales y monstruos. Pretendían desacreditar sus demandas, y apelar al temor y
al impulso controlador, que presuntamente desencadenaba el movimiento
sufragista; movimiento que el tiempo demostró ser imparable.
Hogaño, la narrativa
patriarcal mediática presenta múltiples ejemplos de representaciones que
contribuyen a la animalización de la mujer; paradójicamente, incluso en
acciones destinadas a la defensa de la integridad animal (Villanueva, 2013),
como en las denigrantes campañas publicitarias ofrecidas por la organización
americana por los derechos de los animales PETA (People for the Ethical Treatment of Animals). Por su parte, Internet representa un campo
fértil de discursos y representaciones misóginas zoomorfas cuyo fin es
menoscabar la imagen de la mujer y valerse de la violencia simbólica para
legitimar inferioridad y subyugación (Bock y Burkley,
2019).
“La animalización de las
mujeres es una estrategia recurrente de deshumanización en los discursos de la
Manosfera. Su normalización como fenómeno social y su popularidad tienen raíces
en géneros breves y sentenciosos (proverbios, refranes, etc.), los cuales han
contribuido significativamente a reafirmar el statu quo de dominación, en gran parte asignado a los hombres en
mitos y teorías filosóficas”[5] (Lacalle,
Gómez-Morales, Vicent-Ibáñez y Narvaiza,
2024: 1).
La hibridación zoomorfa
mujer-animal, visible por ejemplo en representaciones como las conejitas de Playboy, las puppy girls y los personajes de manga y anime kemonomimi,
ilustran la forma en que se construyen figuras femeninas que fusionan
características humanas y animales, contribuyendo a la triplicidad animalización-objetificación-sexualización
de la mujer dentro de la discursiva cultural y mediática. Se facilita y
propicia así, a través de la cultura mediática, un universo simbólico-sexual patriarcalizado y deshumanizador. La sexualización
contribuye a la deshumanización, dado que genera que las mujeres sexualizadas en construcciones visuales, sean especialmente
más vulnerables a la animalización (Salmen y Dhont,
2022).
4.2. De la mecanización y la
cosificación de la mujer
Con base en el modelo
dual de deshumanización descrito por Haslam (2006),
en el proceso de deshumanización mecanicista, a las personas víctimas se les
niega su humanidad mediante la supresión de emocionalidad, esencia humana e
identidad personal, restringiendo su dimensión a robots, máquinas u objetos
exánimes (Haslam y Lougham,
2014). En este escenario, se asignan a la persona mecanizada cualidades como
insensibilidad, inmovilidad y sumisión. El proceso de mecanización se
manifiesta en diversos contextos, sin omitir el tecnológico (Montagu y Matson, 1983). No
obstante, el proceso de mecanización que reviste mayor relevancia para el
presente estudio es la cosificación sexual de la mujer, directamente asociada
con la deshumanización mecanicista y desarrollada por la teoría de la
cosificación. Desde este posicionamiento teórico, (Objectification Theory)
propuesto por Barbara Fredrickson
y Tomi-Ann Roberts en 1997, las mujeres son
despojadas de su identidad y humanidad; y percibidas como objetos
transaccionales preparados para ser convertidos en mercancía, para ser vendidos
o comprados; o vistos como instrumentos de placer y deseo para los sujetos
masculinos.
Todo este proceso implica
no sólo la anulación de su identidad, sino también de su individualidad, al ser
tratadas como una masa colectiva de placer. Del mismo modo, al hablar de la
cosificación, bajo su enfoque Nussbaum (1995)
interpreta que las mujeres pueden ser sustituidas por un cuerpo similar o
incluso por una máquina, al ser reducidas a un conjunto de partes corporales
que realizan funciones determinadas. Unos años antes, al abordar el concepto de
cosificación sexual, la filósofa feminista Sandra Lee Bartky
(1990) lo presenta como dinámica, a través de la cual la mujer es minimizada a
su cuerpo o a zonas específicas del mismo, sustentándose en la falsa percepción
de que, justamente dicho cuerpo y dichas zonas femíneas, pueden encapsular su
integridad identitaria. En este contexto, la cosificación de una persona ocurre
cuando sus atributos o funciones sexuales son aisladas del conjunto de su
personalidad y reducidas a simples instrumentos, o bien consideradas como si
tuvieran la capacidad de representarla (Ibídem).
En el proceso de
cosificación, el cuerpo femenino siempre es aprovechable para el varón, no sólo
es fragmentado y objetivado según las necesidades masculinas, sino que, como
señala Rita Segato (2016) se convierte en un territorio
de conquista, parcial o total, sobre el que se inscriben relaciones de poder,
disponibilidad y subordinación. Por un lado, se valoran y aprovechan aquellas
partes del cuerpo consideradas deseables y maleables para el consumo, como los
atributos sexuales y corporales que responden a estándares de belleza
normativos, mientras que aquellas partes o características percibidas como
indeseables, o que poseen una conexión más profunda con la identidad y
autonomía de la mujer, son sistemáticamente descartadas. Así, mostrar a las
mujeres sin rostro, vinculado este a su individualidad, sin habla, entendida
esta como un medio de resistencia y expresión, y sin cognición, como centro del
pensamiento autónomo; supone un camino más accesible hacia la
despersonalización y deshumanización de las mujeres. El proceso de
fragmentación erosiona su agencia, su facultad de decisión y su voluntad (Cikara, Eberhardt y Fiske, 2011).
Un ejemplo paradigmático
de esta lógica es la comercialización de las muñecas sexuales de silicona, las
cuales, a pesar de replicar un cuerpo completo, tienen caras, bocas y vaginas
intercambiables, partes corporales sexualizadas
concebidas exclusivamente para el uso y abuso del poder patriarcal. Con estas
dinámicas la mujer es deshumanizada y deja de ser considerada autónoma e
integral. Es este sentido, se configura una disponibilidad sexual del cuerpo
femenino que implica su deshumanización, ya sea mediante su fragmentación o a
través de su concepción como una unidad instrumentalizada. Para Nussbaum (2022) este mecanismo de disponibilidad sexual
desemboca en la violencia sexual, al entender que estas conductas violentas no
son una expresión de impulso sexual, sino una expresión de poder y desigualdad,
ejercida por el patriarcado. Por otra parte, en el proceso cosificador
deshumanizador, a las mujeres se les asigna una menor capacidad cognitiva
(Loughnan et al., 2010), y una disminución
de consideración moral (Heflick et al.,
2011).
Abordar la historia desde
una perspectiva crítica de género nos muestra el cuerpo femenino concebido bajo
obediencia y sumisión, subyugado e instrumentalizado, explotado, mecanizado,
preparado para servir, para reproducir, para satisfacer, lo cual le confiere un
rol dual, reproductivo-productivo. Hogaño, las mujeres siguen inmersas en un
contexto de cosificación sexual en los medios de comunicación, la publicidad,
la televisión, etc., (Pacilli, 2012). Son
deshumanizadas mediante procesos de objetificación y cosificación sexual, los
cuales se manifiestan de manera sistemática y recurrente en su vida cotidiana. Catherin A. MacKinnon (1989: 149)
ya señalaba: “Todas las mujeres viven en la cosificación del mismo modo en que
los peces viven en el agua”[6]
(MacKinnon, 1989: 340). Desde esta perspectiva, la
autora reconoce que muchas veces las mujeres no son conscientes de las
estructuras patriarcales que sustentan las dinámicas de cosificación sexual a
las que son sometidas. La narrativa hegemónica mediática en torno a las
mujeres, las coloca en una posición de representación tal que objetos
(simbólicos y figurativos), como Laura Mulvey (1988:
9) explica, objetos visuales que se muestran para ser contemplados, destacando
su papel subordinado. En virtud de esta premisa, actualmente las mujeres viven
ante un supuesto cambio de orden social con espíritu de tendencia feminista; “feminist zeitgeist”,
así lo denomina Valenti (2014). Sin embargo, el orden
patriarcal neoliberal sigue presentando sus maniobras.
En el actual momento de auge postfeminista, las mujeres son
dirigidas hacia la falacia del éxito emancipador neoliberal individual,
respaldada por la cobertura mediática y el celebrity feminism. Falacia que además las
encorseta bajo el mandato patriarcal, y que a juicio de Binimelis
(2015: 11), crea una “construcción ideológica y social de la mujer que
reforzaba el patriarcado”. El patriarcado de consentimiento (Puleo, 2005) y su pacto con el neoliberalismo sexual (De
Miguel, 2015), convierte al cuerpo femenino en el principal activo económico
político para el sistema.
A la luz del recorrido
argumental expuesto, puede sostenerse que toda práctica que se inscriba dentro
del horizonte del feminismo ha de estar necesariamente atravesada por una ética
humanizadora; pues el feminismo, en su devenir
histórico y teórico, no ha sido sino una apuesta por la dignidad, la justicia y
la rehumanización de aquellas personas que han sido despojadas de humanidad.
Del mismo modo, resulta imprescindible tener en cuenta la deshumanización
misógina y cosificación sexual en entornos online
como la manosfera, donde existen pluralidad de comunidades de hombres que
siguen y abonan las narrativas masculinistas. El movimiento Incel (célibes involuntarios), por ejemplo, agrupa a varones violentos
que sienten resentimiento hacia las mujeres, y las culpan por su frustración
sexual, al tiempo que establecen como derecho natural masculino la disponibilidad
sexual del cuerpo femenino.
La teoría de la
cosificación (Fredrickson y Roberts, 1997) también
profundiza en la auto-cosificación (self-objectification). Mujeres y niñas llevan a cabo una
monitorización continua de su propio cuerpo, naturalizando su imagen corporal
como objeto de contemplación y consumo, sometido a la óptica externa sexual
patriarcal. Recientemente, la cosmeticorexia, entendida como una afección compulsiva por
llevar a cabo rutinas de cuidados de belleza y uso de productos cosméticos
(Ríos, 2024), supone una buena muestra de cómo las niñas son socializadas
dentro del sistema patriarcal y de cómo conciben su propia imagen corporal de
manera cosificada.
En consecuencia, entiendo
que la reificación sexual y la hipersexualización femenina se expresan más allá
de una práctica de índole estrictamente estético o visual. Se consolidan como
estrategias sistémicas y sistémicas que deshumanizan a la mujer, anulan su
autonomía y la privan de dimensión política. En este sentido, es posible reconocer
que el proceso de cosificación sexual al que son sometidas diariamente mujeres
y niñas perpetúa su deshumanización y la violencia de género. Catharine MacKinnon (1989)
reconocía la cosificación sexual como la imposición a la mujer de un
significado social sobre su existencia; significado que, desde la concepción
del acto sexual impuesta por el orden heteropatriarcal masculino, la definía
como objeto destinado al uso sexual. La configuración patriarcal de la
masculinidad y el deseo sexual masculino, aún con matices, persisten en
cosificar y deshumanizar los cuerpos de las mujeres, dando vía libre
subsecuentemente, a la violencia de género. La deshumanización precede,
facilita y legitima la violencia, ya que la condición de la víctima transmuta
de humana a infrahumana. Es por ello que la deshumanización de las mujeres
representa un proceso profundamente vinculado al control y a la disciplina del
cuerpo.
Así, a la luz de las
ideas de Foucault (2002), interpreto que en todo el proceso descrito de
deshumanización y cosificación se configura una asociación entre el cuerpo
disciplinado y el incremento de su productividad y funcionalidad, mientras que,
de manera inversa, se produce una disociación entre el cuerpo y su propia
autonomía. En consecuencia, la mujer es mecanizada bajo propósito y coerción;
escena que restringe su autonomía e imposibilita su autodeterminación.
5. Resultados y síntesis conclusiva
El feminismo, como teoría
critica, es inherentemente transformador y subversivo, ya que desafía el statu quo patriarcal; de modo que es
percibido como un movimiento incómodo y molesto (Pérez, 2022; Varela, 2008). De
manera análoga, se constituye en su esencia humanizador
y emancipador, orientado a asegurar los derechos fundamentales de las mujeres
como componentes esenciales de su dignidad humana.
En el desarrollo de este
artículo he abordado el carácter complejo y diverso del antifeminismo y sus
consecuentes aproximaciones conceptuales. Tanto el concepto de reacción (Faludi ,1993), como el concepto de contramovimiento
(Meyer y Sateggenborg, 1996; Lamoureux
y Dupuis-Déri 2015; Birsl,
2020), constituyen un marco teórico referencial para el estudio crítico y la
interpretación del fenómeno antifeminista. Reacción ante cada conquista en los
derechos de la mujer y contramovimiento en forma de
respuesta y oposición al movimiento y lucha feminista. Por su parte, García y
Cota (2024) conceptualizan el antifeminismo como dispositivo de poder, y es
desde esta perspectiva teórica desde donde se orienta el desarrollo de mi
reflexión. Derivado del análisis teórico-reflexivo y de las aproximaciones
revisadas, propongo una perspectiva renovada en la conceptualización del antifeminismo,
sustentada en los marcos teóricos previamente expuestos. Indudablemente,
respaldo la tesis que plantea y configura el antifeminismo como reacción y contramovimiento, aunque enfatizo además que el
antifeminismo trasciende la mera resistencia (Bard,
2000) frente a las transformaciones impulsadas por el feminismo.
Partiendo de esta
comprensión, si entendemos al feminismo como movimiento humanizador
y emancipador, orientado a la consolidación de la igualdad de las mujeres como
sujetos plenos dentro de la humanidad; reformulo el antifeminismo como
dispositivo patriarcal de deshumanización que opera deslegitimando la humanidad
de las mujeres y reduciéndolas a posiciones de subordinación, excluyéndolas de
los espacios de poder y control, y perpetuando a su vez el statu quo patriarcal. Para ello, el antifeminismo ha llevado a cabo
una estrategia reactiva de opresión y control que ha obstaculizado la
consecución de ciudadanía para las mujeres y ha promovido la obliteración de
sus derechos. Pero, ¿qué tipo de estrategia de opresión y control articula el
antifeminismo? Sin duda alguna la respuesta es la deshumanización. Como los
resultados han mostrado, el antifeminismo ha utilizado la deshumanización como
estrategia de control y opresión para facilitar el sometimiento y la dominación
estructural de las mujeres, y ubicarlas en posiciones subordinadas. Las mujeres
han sido reducidas a objetos y seres carentes de autonomía y agencia. Aunque el
proceso deshumanizador antifeminista ha experimentado transformaciones y
mutaciones desde la aparición de la propia oposición antifeminista, permanece
como una constante, y continúa materializándose en la realidad cotidiana
femenina. Aún en el contexto actual, nos enfrentamos a una deshumanización
performativa de manos del antifeminismo mainstream.
Al analizar más
exhaustivamente el proceso deshumanizador es posible entender que, el sistema
de dominación que origina dicho proceso en este marco sigue siendo el
patriarcado, y el orden social establecido es interpretado, principalmente,
como el orden de género. En este sistema, las mujeres han sido reducidas a la
condición de otredad, históricamente impuesta; subordinadas y oprimidas,
despojadas de agencia y humanidad; y consideradas colectivo sin agencia,
desmerecedor de una ciudadanía igualitaria en la estructura social. Las
narrativas de odio y sometimiento encuentran expresión estructural en forma de
misoginia atávica, la cual actúa como justificación de la agresión y la
violencia hacia las mujeres, y como mecanismo de legitimación del statu quo
patriarcal, así como de la exclusión o eliminación simbólica y material de
aquello que se percibe como una amenaza femenina. En última instancia,
el antifeminismo es el dispositivo que materializa este proceso deshumanizador,
y formaliza las estrategias de control y opresión patriarcal, dado que borra
sistemáticamente los derechos fundamentales de las mujeres. Esta estrategia
supone la deshumanización en sus infinitas y distintas formas, a nivel
simbólico y real, con consecuencias implícitas y también manifiestas en
políticas públicas que coartan derechos; en prácticas y conductas sociales que
cosifican y violentan los cuerpos femeninos; y que inhabilitan la lucha
feminista como fuerza transformadora.
Frente a la permanencia
del patriarcado como sistema metaestable (Amorós,
2005), un antifeminismo mainstream
y una masculinidad maleable (Navío, 2023), maquillada en forma de neomachismo o posmachismo
(Acosta, 2009), se configura una creciente tensión de género, la cual facilita
que el antifeminismo refuerce su estabilidad mediante lo que he denominado mimetización masculina de igualdad. En
términos más precisos, el patriarcado se camufla, pero sincrónicamente se rearticula con el fin de seguir operante. Ante esta
reactivación antifeminista, no sólo es necesario que el movimiento feminista
recuerde sus principios fundacionales, sino que debe reevaluar sus estrategias
desde una conciencia histórica y política más diversa. Tal como plantea
Chaparro (n.d.), “El feminismo es una postura ética que
busca desde sus orígenes la igualdad, que busca humanizar a partes de la
población que han sido deshumanizadas en fondo y forma”. En este contexto, el
feminismo no puede limitarse a resistir, sino que debe posicionarse como un
proyecto de humanidad que busca reivindicaciones y visibiliza desigualdades
persistentes para proponer nuevos horizontes de justicia. Lejos de constituir
un desafío aislado, representa una apuesta colectiva por la dignidad y la
humanización, la cual no implica únicamente a las mujeres, sino a la totalidad
del tejido social:
“Porque, cuando los
cuerpos se reúnen con el fin de expresar su indignación y representar su
existencia plural en el espacio público, están planteando a la vez demandas más
amplias: estos cuerpos solicitan que se los reconozca, que se los valore, al
tiempo que ejercen su derecho a la aparición, su libertad, y reclaman una vida
vivible” (Butler, 2017: 33).
En el marco de este
análisis, es crucial entender que la verdadera lucha por la igualdad radica en
la humanización plena de las mujeres, reconociéndolas como sujetos de derechos
y no como meros objetos de control, y así lo refleja Marcela Lagarde (2017: 151): “Ser humanas, […], significa para
nosotras, tener como posibilidad la diversidad de la experiencia y la inclusión
de las mujeres como sujeto, como sujetas, en una nueva humanidad y como
protagonistas de nuestras propias vidas”.
En síntesis, comprender el
antifeminismo como dispositivo patriarcal de deshumanización -tal como se
propone en este artículo- permite acceder a una comprensión más profunda de sus
mecanismos de reproducción y operatividad dentro del orden social hegemónico
patriarcal. Esta reformulación conceptual no sólo interpela sus bases
conceptuales, sino que habilita planteamientos interpretativos críticos para su
desarticulación desde una teoría y praxis feminista evolutiva.
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[1] Traducción
propia.
[2] Traducción propia.
“[…] natural law notions, to reassert the patriarchal family and to oppose
women's suffrage and participation in the public sphere” (Kimmel, 1987: 261).
[3] Traducción
propia. “[…] dann kann
er als eine dem jeweiligen historischen Prozess der Emanzipation, der
Universalisierung, der gesellschaftspolitischen Liberalisierung und
Entnormierung der Geschlechterverhältnisse immanente weltanschauliche
Gegenbewegung verstanden werden” (Birsl, 2020: 47).
[4] Traducción propia. “[…] we can and should
use the explanatory framework of dehumanization to capture a distinctive strand
of hostility towards women qua women” (Melo, 2024: 2).
[5] Traducción propia. “The animalisation of women is a recurrent strategy of dehumanisation in
manospherediscourses. its normalisation as a social phenomenon and its
popularity are rooted inshort and sententious genres (proverbs, sayings, etc.),
which have significantlycontributed to reaffirming the status quo of domination
largely assigned to men inmyths and philosophical theories” (Lacalle,
Gómez-Morales, Vicent-Ibáñez y Narvaiza, 2024: 1).
[6] Traducción propia. “All women live in sexual
objectification like fish live in wáter” (MacKinnon, 1989: 340).