Antifeminismo como dispositivo patriarcal de deshumanización:

Estrategias de opresión y control

 

Antifeminism as a patriarchal apparatus of dehumanisation:
Strategies of oppression and control

 

 

Rosa María Navío Martínez

al439769@uji.es

Universitat Jaume I - España

ORCID: https://orcid.org/0009-0007-4326-2368

 

 

Recibido:  23-02-2025

Aceptado: 05-06-2025

 

 

Resumen

La historia del movimiento feminista y sus avances ha estado acompañada de reacciones y ofensivas antifeministas que, de manera inherente y sistemática, han pretendido frenar la emancipación de las mujeres y a su vez, perpetuar su deshumanización. Este artículo tiene como objetivo desarrollar una reflexión teórica partiendo de la bibliografía existente, a fin de ofrecer una aproximación conceptual alternativa en el abordaje del antifeminismo. El método presenta una revisión narrativa (RN) a partir de un estudio bibliográfico en torno al antifeminismo como reacción y contramovimiento, en articulación con la teoría de la deshumanización. Los resultados evidencian cómo, históricamente, el antifeminismo ha operado y opera como dispositivo ideológico del patriarcado mandatado para deshumanizar a las mujeres.

Palabras clave: antifeminismo, otredad, derechos humanos, deshumanización, dispositivo patriarcal.

 

Abstract

The history of the feminist movement and its achievements has been accompanied by antifeminist reactions and offensives that, inherently and systematically, have aimed to hinder women's emancipation and, in turn, perpetuate their dehumanization. This article seeks to develop a theoretical reflection based on existing literature, with the aim of offering an alternative conceptual approach to the study of antifeminism. The method involves a narrative review (NR) based on a bibliographic study of antifeminism as reaction and countermovement, in articulation with the theory of dehumanization. The results reveal how, historically, antifeminism has functioned and continues to function as an ideological apparatus of patriarchy mandated to dehumanize women.

Keywords: antifeminism, otherness, human rights, dehumanisation, patriarchal apparatus.

1. Introducción

 

 

A lo largo de su historia, el feminismo, en su diversidad teórica y política, ha afrontado de manera sistemática contrataques y reacciones antifeministas. Estos no sólo han intentado obstaculizar los avances hacia la emancipación de las mujeres, sino que también han contribuido a minimizar su agencia y a consolidar estructuras de subordinación y deshumanización. El antifeminismo, no representa un remanente diluido en el pasado, se revela como fenómeno constante, ininterrumpido y recurrente en el transitar de la lucha feminista. Para, inicialmente interpretar y posteriormente enfrentar el fenómeno antifeminista, es necesario contextualizarlo desde una perspectiva histórica, paralela a la eclosión del movimiento feminista y a la demanda de los derechos de la mujer. Como señala Michelle Perrot (2000: 11): “El antifeminismo -como si de su sombra se tratara-, es compañía inseparable de los esfuerzos de las mujeres en su lucha por la emancipación”.

En su naturaleza maleable y poliédrico, el antifeminismo adopta diversos mimetismos que le permiten camuflarse y operar de manera insidiosa, eludiendo así su visibilidad. De tal modo que, “Aunque el antifeminismo se mantenga latente, invisible al ojo público y se haga belicoso sólo cuando las exigencias feministas amenazan con materializarse” (Rubio, 2013: 123), emerge de manera más imperceptible, pero con el incesante propósito de despojar a las mujeres de humanidad. El proceso deshumanizador se mantiene persistente, e incluso se ha vuelto progresivamente más subrepticio ya que las nuevas tecnologías contribuyen a su naturalización y normalización, al establecer un espacio de sustrato antifeminista donde la matriz de interacciones reales y virtuales se entrelazan. Los entornos digitales suministran una naturaleza propicia para la difusión de conductas deshumanizadoras, ya que allanan el camino hacia la desestimación de la humanidad femínea, y presentan repercusiones que trascienden las fronteras online-offline (Montagu y Matson, 1983).

El trabajo de la teoría feminista ha puesto de manifiesto cómo la disputa social, cultural y política que, históricamente las mujeres han desarrollado por su emancipación, ha sido cardinal. A la par, ha propiciado la generación de un corpus teórico autónomo y el establecimiento de un enfoque epistemológico propio. De manera inversa, las reacciones antifeministas han sido escasamente indagadas a lo largo del tiempo, siendo desatendidas en múltiples ocasiones, especialmente en periodos clave de la historia, de ahí la esencialidad de abordar y entender el antifeminismo. En el presente artículo, he desarrollado un análisis teórico-reflexivo, desde un enfoque feminista, con aproximación tridimensional sobre la naturaleza intrínseca y las estrategias deshumanizadoras inherentes al fenómeno antifeminista. La primera aproximación analiza la disposición bajo la cual el patriarcado ha construido históricamente la otredad femenina, basada en las diferencias sexuales y el posicionamiento de las mujeres en un lugar de inferioridad. Este proceso establece una jerarquización simbólica y real, al consolidar a las mujeres como humanidad subsidiaria (Lagarde, 2017). La segunda, ofrecerá una revisión en torno a la conceptualización y estudio del antifeminismo como reacción (Faludi, 1993) y contramovimiento (Meyer y Stageenborg, 1996; Lamoureux y Dupuis-Déri, 2015). La tercera, tomando como referencia el modelo dual de deshumanización propuesto por Haslam (2006), y entrelazado con las proposiciones anteriores, evidenciará cómo el antifeminismo, a partir de la posición de otredad asignada históricamente a la mujer, encuentra un terreno fértil para abonar su manifestación deshumanizadora y despojarla de derechos humanos.

A partir de la dimensión histórica del movimiento feminista, la conceptualización del antifeminismo como contramovimiento y reacción, y de la teoría de la deshumanización; he buscado evocar un ágora discursiva y delimitar una trama argumentativa que facilite la construcción de un marco teórico mediante el cual reconceptualizar el antifeminismo, no sólo como reacción o contramovimiento, sino también como dispositivo patriarcal de deshumanización. Presento como prioritario entender que la deshumanización de la mujer, constituye una amenaza contra sus derechos fundamentales, y elimina su dimensión política y agencia.

 

 

2. Objetivos y Metodología

 

 

 2.1. Objetivos

 

2.1.1. Objetivo principal

 

Proponer una reaproximación conceptual del antifeminismo desde un abordaje crítico y reflexivo.

 

2.1.2. Objetivo específico

 

Desarrollar una reflexión teórica a partir del análisis de literatura académica existente, que amplíe las perspectivas de debate en torno al antifeminismo como reacción y contramovimiento, en articulación con la teoría de la deshumanización.

 

2.2. Metodología

 

El método aplicado en esta investigación se estructura en torno a una reflexión teórica con enfoque crítico, a partir de una revisión narrativa (RN) de un corpus bibliográfico riguroso con fuentes académicas seleccionadas sin acotación cronológica; encontradas en las plataformas de indexación académica más relevantes. Los descriptores empleados en el análisis fueron: antifeminismo, otredad, derechos humanos, deshumanización, dispositivo patriarcal; en español, inglés y alemán. Se seleccionaron exclusivamente las publicaciones conexas al antifeminismo como reacción y contramovimiento, en interacción con la teoría de la deshumanización; siendo estas analizadas en función de los objetivos, la naturaleza epistemológica, el título y las conclusiones. La acotación de los criterios mencionados anteriormente trató de mitigar posibles sesgos.

3. Aproximaciones al objeto de estudio

 

 

3.1. La otredad femenina y su negación de humanidad

 

El movimiento de emancipación femenina, desde su génesis, ha articulado una demanda central: la íntegra aceptación y consideración de las mujeres como ciudadanas con plena condición humana, en un esfuerzo por recuperar sus derechos sistemáticamente usurpados a lo largo de la historia. Este proceso, no se restringe únicamente a la obtención de derechos, sino que también se orienta hacia la afirmación de las mujeres como titulares constitutivos de la humanidad, requiriendo su incorporación y participación en la ciudadanía y en la sociedad. En efecto, “[…] las mujeres hemos tenido que luchar por nuestra humanidad durante quizás miles de años” (Facio, 2010: 39). Esto significa, identificar a las mujeres como humanas, como titulares de derechos, con agencialidad, valía y autodeterminación.

El patriarcado, como base organizativa de nuestras sociedades, se erige por medio de la usurpación de derechos, esta usurpación se ejecuta mediante estructuras funcionales de control y marginación. El patriarcado, en tanto “megaestructura de pensamiento, productiva de un sistema social” (Jablonka, 2020: 14), y por lo tanto de poder; ha configurado, establecido y asentado a la otredad femenina en un lugar de desigualdad, subordinación y precariedad, al vulnerar así sus derechos. Desde esta configuración, la complementariedad de los sexos se ha materializado en la subordinación de las mujeres a los varones y en su marginación de la humanidad. Se construye en antítesis, una vinculación complementaria entre lo categórico y lo relativo, el sujeto y el objeto, lo humano y lo infrahumano, lo masculino y lo femenino. Esta complementariedad y marginalización sitúan a la mujer históricamente como otredad. Desde esta marginación, la mujer es identificada, definida y ubicada, por consiguiente, como la “otreidad absoluta” (Valcárcel, 1997: 27). De igual forma Salazar (2019), lo destaca al entender que la otredad cuenta con una ciudadanía marginada y no es reconocida como sujeto en igualdad.

En otro plano, la politóloga Laura Nuño (2013: 6) comenta: “Los derechos humanos no son un concepto ahistórico. Su comprensión e interpretación requiere reconstruir el proceso histórico en el que emergen, se conceptualizan y se regulan”. La revisión desde un marco histórico, evidencia que los derechos humanos en su concepción moderna, emergen como resultado de los movimientos liberales y las transformaciones sociales de la Edad Moderna. Adoptando una aproximación con perspectiva de género, observamos que la exclusión de las mujeres en el desarrollo y garantía de sus derechos humanos a lo largo de los siglos es manifiesta desde la antigüedad, e incluso queda plasmada en el antecedente más antiguo de sistema legal escrito, el Código Hammurabi (1750 a. C.). Tal y como manifiesta la jurista Sandra Moreno (2023); las mujeres han transitado de la marginación jurídica antes de los derechos humanos (previo a 1948), donde eran tratadas como objetos de los hombres, a una creciente deshumanización en las normativas internacionales, regionales y nacionales, que las reducen a simples cuerpos, identidades o fetiches; subordinadas a un control legal masculino permanente, y despojadas, por consiguiente, de condición humana. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) iba a traer consigo la formalización de los derechos naturales y la validación de los derechos humanos básicos. En contrapartida, las mujeres quedaron expuestas a un escenario irónico, fronterizo y colindante a la deshumanización. En este escenario como comenta Pateman (1988: 11), “El contrato social es una historia de libertad, el contrato sexual es una historia de sujeción. El contrato originario constituye, a la vez, la libertad y la dominación. La libertad de los varones y la sujeción de las mujeres […]”. Esto es, un giro legal suscrito y autorizado con la propuesta de un contrato social, el cual escondía un contrato sexual, garantizándose así el control absoluto de las mujeres mediante un acuerdo de sumisión hacia los hombres. Se establece de este modo, un contexto de deshumanización inherente, en tanto en cuanto las mujeres quedan apartadas del marco legal.

El siglo XX supuso el momento de ratificación formal y oficial de las mujeres como titulares de derechos. Los derechos humanos son señalados como tal en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948; ya en el artículo 1, se desprende que las mujeres son consideradas plenamente humanas, poseedoras de los mismos derechos y autonomía que los varones. El artículo 2 generó un hecho importante, ya que el sexo se incorporó como criterio jurídico con protección expresa. Pero la lucha por la humanización de las mujeres seguía presente. En la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW) de 1979, se estableció y salvaguardó la igualdad entre mujeres y hombres, al asegurar que las mujeres pudieran experimentar, bajo los mismos parámetros, los derechos y libertades fundacionales. La Conferencia Mundial sobre los Derechos Humanos de Viena de 1993 estableció un nuevo marco jurídico de referencia en relación a los derechos humanos y las mujeres. Significó el reconocimiento de mujeres y niñas como sujetos de derechos en el ámbito jurídico internacional de los derechos humanos, y sumado a ello, la violencia contra las mujeres empezó a ser abordada como violación de derechos humanos.

El postulado Los derechos de las mujeres son derechos humanos resume una de las demandas más fundamentales del feminismo de finales de los 80 y principios de los 90; la visibilización de las mujeres como humanas e integrantes esenciales de la colectividad humana. Se establece como pilar fundamental la agencia y absoluta condición humana de las mujeres, además de la demanda de su inclusión integral en los marcos normativos internacionales de derechos humanos. A lo largo de su trayectoria, las Naciones Unidas han convocado cronológicamente cuatro conferencias internacionales de relevancia; México (1975), Copenhague (1980), Nairobi (1985) y Beijing (1995), todas relativas al crecimiento, paz e igualdad de oportunidades. Beijing marcó un momento de transición al definir una agenda feminista con miras a impulsar acciones y orientaciones en torno a las mujeres y sus derechos, sin olvidar la desigualdad y la violencia ejercida sobre ellas. Del mismo modo, se aprobó la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing con trabajo sobre 12 campos de actuación y evaluaciones periódicas para respaldar y consolidar a nivel global los derechos humanos de mujeres y niñas.

Todos estos eventos han tenido un impacto significativo en el reconocimiento de los derechos de las mujeres como derechos humanos, jugando un papel clave en el establecimiento de un marco global. Han sido necesarios diversos mecanismos y otros tantos eventos internacionales para legitimar y consolidar los derechos de las mujeres, para conmemorar hitos fundacionales históricos internacionales por el reconocimiento de la humanidad plena de la mujer. Sin embargo, la realidad difiere, “A pesar de existir garantías legales y constitucionales, las lagunas en los marcos legislativos, el mal cumplimiento y los fallos en la implementación significan que esas garantías tienen poco impacto sobre el vivir cotidiano de las mujeres” (Alberdi, 2019: 18). En efecto, la cuestión es, que no sólo los marcos legales han aplicado una perspectiva androcéntrica racionalizadora de los mismos, sino que, además, como bien expresa Facio (2010), el androcentrismo ha impregnado tanto la teoría como la práctica de los derechos humanos. En consecuencia, los derechos no han sido abordados desde una visión de género.

Gracias a la genealogía feminista, las primeras abolicionistas, protofeministas y revolucionarias nos siguen recordando hoy en día que, los derechos de las mujeres representan un pilar para la consecución de la justicia social y la igualdad de género y, por ende, se definen como inamovibles, fundamentales y portadores de autonomía, emancipación e indudablemente de humanidad. Lamentablemente, la realidad evidencia dinámicas donde las mujeres se encuentran y permanecen categorizadas como otredad jurídica, no reconocidas como titulares de derechos, con necesidades marginales, volátiles y prescindibles en el marco de reconocimiento de los derechos humanos. Despojadas, por consiguiente, de condición humana. La cuestión, no es sólo la obtención del reconocimiento de humanidad, sino evitar la deshumanización sistémica del estado patriarcal, “cualquier avance estará sometido al peligro de regresión” (Salazar, 2019: 20). Como resultado de estructuras de marginación, diferencia y poder, las mujeres se han enfrentado a importantes barreras en el reconocimiento y consecución de derechos humanos.

Cabe agregar, que desde que el movimiento feminista diera inicio en su desafío a través del tiempo; el antifeminismo ha supuesto una contraposición estratégica deshumanizadora, persiguiendo contrarrestar y bloquear los progresos en los derechos de las mujeres a fin de reducir su dimensión humana. El antifeminismo, ha experimentado un desarrollo progresivo, consolidándose como dispositivo patriarcal que se define en oposición deshumanizadora sistemática al movimiento feminista, incluso también, en el actual marco temporal.

 

3.2. Antifeminismo como dispositivo patriarcal de deshumanización

 

Abordar el análisis conceptual del antifeminismo como fenómeno requiere, en primera instancia, una delimitación precisa del término feminismo. Reflejo de su evolución y metamorfosis, el feminismo del siglo XXI adopta un perfil con enfoque de diversas corrientes heterogéneas, si bien con principios constitutivos compartidos. Abarca, por consiguiente, principios filosóficos, corrientes y propuestas que postulan por los derechos de las mujeres, la igualdad y la justicia social. A los fines de este trabajo académico, se concibe el feminismo conforme a diversas definiciones de autoras clave, las cuales se exponen a continuación. En palabras de Victoria Sau (1981: 121):

 

“Feminismo es un movimiento social y político que se inicia formalmente a finales del siglo XVIII -aunque sin adoptar todavía esta denominación- y que supone la toma de conciencia de las mujeres como grupo o colectivo humano, de la opresión, dominación, y explotación de que han sido y son objeto por parte del colectivo de varones en el seno del patriarcado bajo sus distintas fases históricas de modelo de producción, lo cual las mueve a la acción para la liberación de su sexo con todas las transformaciones de la sociedad que aquella requiera”.

 

A lo largo del tiempo, en el seno del feminismo, han surgido diversas corrientes que continúan articulándose en la actualidad. “Los feminismos se refieren a movimientos o conjuntos de pensamiento que defienden la igualdad y los derechos entre hombres y mujeres”[1] (Yannoulas, 2001: 70). Precisamente, un aspecto esencial del movimiento feminista radica en apreciar su pluralidad, aceptar y visibilizar las diversidades y no referirse exclusivamente a un único feminismo, sino a los diversos feminismos coexistentes con una meta en común. Añadiendo matices a la idea previamente expuesta, se propone una perspectiva renovada como sugiere Sonia Reverter Bañón (2024):

 

“El feminismo no es una ideología, como tampoco lo es el patriarcado: es más que eso. Es un sistema de vida cuyo principio rector es la igualdad entre seres humanos y, específicamente, igualdad por razones de sexo/género (al contrario que el patriarcado). Ese ideal de vida se defiende desde diferentes ideologías que pueden compartir simplemente esa idea básica que es la igualdad y disentir de otras ideas y aspiraciones, agendas y luchas”.

 

En virtud de los acercamientos teóricos expuestos, el feminismo en su concepción actual, es entendido como un proyecto existencial, igualitario y humanizador, orientado hacia la consecución de libertad, igualdad y justicia social para toda la humanidad, mediante la debilitación y eliminación progresiva del orden de género establecido. En contrapartida, cabe preguntarse: ¿qué entendemos por antifeminismo? ¿Podría interpretarse como una simple resistencia a la emancipación de las mujeres? Christine Bard (2000: 25) ya respondía a esta pregunta al sostener que, “No parece exagerado afirmar que el sentido que habitualmente se le atribuye va mucho más allá de la mera oposición al feminismo”. Circunscribir el antifeminismo, e incluso su manifestación actual más extrema, el masculinismo (Blais y Dupuis-Déri, 2012) exclusivamente a una oposición, conduce a una visión reduccionista que omite sus dimensiones más profundas.

De hecho, los discursos antifeministas de finales del siglo XIX ya se apoyaban en afirmaciones como “la ley natural, para reafirmar la familia patriarcal y oponerse al sufragio femenino y a la participación de las mujeres en la esfera pública”[2] (Kimmel, 1987: 261). Desde su planteamiento, Susan Faludi advertía en su trabajo Reacción: La guerra no declarada contra la mujer moderna (1993), que toda conquista en materia de derechos de las mujeres ha suscitado una respuesta en forma de reacción (backlash), la cual ha puesto en duda sus logros y, a su vez, ha promovido un regreso a esquemas previos de organización social de subordinación femenina. Desde la perspectiva que plantean Meyer y Staggenborg (1996), se interpreta el antifeminismo como contramovimiento en respuesta a la reivindicación feminista. De manera similar, para Lamoureux y Dupuis-Déri (2015), el antifeminismo supone un contramovimiento emergente en oposición a las personas actoras que componen el movimiento feminista, a sus postulados y marcos normativos. De acuerdo con esta línea de pensamiento, Ursula Birsl (2020: 47) argumenta igualmente, que el antifeminismo “[…] entonces puede entenderse como un contramovimiento ideológico de reacción inmanente al respectivo proceso histórico de emancipación, de universalización, de liberalización sociopolítica y de desnormalización de las relaciones de género”[3] (Birsl, 2020: 47). Es decir, el antifeminismo supone una contraofensiva que ha tenido la habilidad de metamorfosearse gracias a su maleabilidad; reconfigurando y modificando sus estrategias de resistencia simultáneamente a cada ola violeta. Encuentro una correspondencia entre ambos planteamientos, ya que entiendo que, ambos constituyen un corpus conceptual de estudio e interpretación del fenómeno antifeminista; y así mismo, evidencian la pretensión del antifeminismo por el mantenimiento del orden de poder patriarcal.

A nivel estructural, el antifeminismo está articulado de manera sistémica y heterogénea (Blais y Dupuis-Déri, 2012), y queda configurado por distintas agrupaciones, asociaciones y activismos que, en la actualidad, encuentran respaldo y anonimato gracias a los espacios digitales. Adquiere, por lo tanto, alternativas variadas de gestión, interacción y acción colectiva, pero con una finalidad conjunta: despojar a las mujeres de su realidad existencial, de su humanidad. Tal heterogeneidad es expresada por Bonet-Martí (2021: 65): “[…] la construcción de su identidad por oposición al movimiento feminista, sus motivaciones, formas de organización y repertorios de acción son distintos. De allí que, tal y como sucede con el feminismo, sea más pertinente utilizar el plural antifeminismos”. Esta pluralidad reaccionaria, ha sabido mantener su vigencia y sistematizar nexos expositivos en antítesis a las reivindicaciones de la agenda feminista, de esta forma, la ideología antifeminista perpetúa una atadura constante con la misoginia (Bard, 2000). En este sentido, entiendo pertinente destacar la naturaleza estructuralmente permeable de la ideología antifeminista, cuya porosidad y maleabilidad propician su incorporación y absorción por diversas prácticas deshumanizadoras, entre las cuales destaca la misoginia. Por ende, interpreto que el antifeminismo se estructura y articula sobre una misoginia atávica.

En la presente fase de este análisis reflexivo, resulta evidente contemplar el antifeminismo como contramovimiento que emerge en contraposición a la lucha feminista, como resistencia explícita y reacción activa a los cambios propuestos por este movimiento, e incuestionablemente, en amparo y preservación del statu quo patriarcal. Además, como contramovimiento, establece una percepción de reacción ideológica frente a la apreciación masculina de la vulnerabilidad de sus privilegios, y al temor y preocupación por la erradicación de la diferenciación sexual. En consonancia, Perrot (2000: 12) señala: “[…] el antifeminismo es aquel que rechaza esta igualdad viendo en el feminismo una amenaza, más o menos oscura, para el orden de un mundo cimentado en la jerarquía sexual y la dominación masculina”. Enriqueciendo lo anteriormente expuesto, el presente análisis y la consecuente reflexión me encaminan hacia una redefinición más compleja del término antifeminismo. En palabras de García y Cota (2024: 3):

 

“El antifeminismo lo comprendemos como un dispositivo de poder que, por una parte, a modo de reacción, trata de actuar contra los vientos de cambio impulsados por el feminismo y que afectan a las identidades de los sexos; pero que, por otra, en cuanto fuerza reactiva —intelectual, moral y punitiva—, pretende sujetar y fijar el orden patriarcal elaborando un modelo de mujer normativo — […]. Se trataría, pues, de un aparato ideológico encargado de producir y reproducir el orden de los sexos y de legitimarlo haciéndolo pasar por una ley natural”.

 

En consecuencia, el antifeminismo trasciende la simple conceptualización de reacción y contramovimiento al feminismo, posicionándose como dispositivo dinamizador de poder patriarcal cuyo propósito radica en deshumanizar a las mujeres. A tal efecto, las limita a un estatus inferior, anula sus derechos e igualdad, las despolitiza, desagencializa y deslegitima. En este marco, los derechos de las mujeres son claramente vulnerados, pero, además, las heterogéneas estrategias deshumanizadoras erosionan la esencia misma de la igualdad y la justicia social.

 

3.3. La deshumanización como proceso de dominación en la cotidianidad femenina

 

¿Qué entendemos por deshumanización? La deshumanización es un proceso intrincado que se manifiesta tanto en acciones intencionales deliberadas como en dinámicas sistémicas que, aun sin una declaración intencional, reproduce la narrativa deshumanizadora. Este proceso despoja a las personas de las características esenciales que las constituyen como humanas, por consiguiente, les niega los derechos inherentes a esa condición y las posiciona como subhumanas. La deshumanización está intrínsecamente vinculada con sistemas de subyugación, exclusión y control, así como con discursos y estrategias que sustentan de opresión. Desde manifestaciones explícitas de sometimiento y odio, hasta mecanismos estructurales de exclusión estos sistemas desarrollan procesos de deshumanización dirigidos a personas y grupos que son históricamente oprimidos y considerados otredad por el propio paradigma social dominante establecido. La deshumanización, más allá de existir en luchas, contiendas y disputas en una escala significativa, se configura como una realidad social habitual en la vida, tanto entre personas como entre grupos (Haslam, 2006). Por lo tanto, existe una tendencia a concebir como menos humanas a las personas que no forman parte del propio grupo, deshumanizándolas al atribuirles una funcionalidad dentro del propio proceso deshumanizador.

Aunque dentro del campo de la filosofía y la teoría de la deshumanización existen enfoques divergentes (Haslam, 2006; Opotow, 1990; Smith, 2011) respecto a la deshumanización de la mujer, coincido con la argumentación según la cual “[…] podemos y debemos utilizar el marco explicativo de la deshumanización para captar una vertiente distintiva de la hostilidad hacia las mujeres en cuanto mujeres”[4] (Melo, 2024: 2). Propongo que la deshumanización de la mujer es un hecho real, cotidiano y naturalizado en las distintas esferas de su vida. Esto se evidencia de múltiples maneras, tanto en la realidad tangible, como en la virtual; y su trampa radica en que, como mencionan Haslam y Loughnan (2014), puede manifestarse en múltiples grados y variaciones; los cuales abarcan desde modalidades severas y evidentes hasta tenues y discretas. Bastian y Haslam (2011) señalan que estas manifestaciones de deshumanización enmascaradas alcanzan desde la indiferencia, el desprecio y el aislamiento social, hasta expresiones corporales o visuales.

Desafortunadamente, estas manifestaciones pueden ser percibidas o interpretadas como triviales, e incluso como una multiforme discreta y destructiva manifestación de recelo (Castaño y Giner-Sorolla, 2006). Sin embargo, todas ellas comparten una misma naturaleza, ya que consolidan las desigualdades sistémicas.

Comparto la perspectiva de Susan Opotow (1990), quien, desde el marco teórico de la exclusión moral, sostiene que la deshumanización es justamente un método de marginación moral; las personas deshumanizadas son excluidas y marginadas del plano moral establecido por el grupo deshumanizador, son situadas fuera de los márgenes morales instaurados, y consideradas descartables, no merecedoras de valor humano y de ese modo, relegadas de privilegios, posibilidades y derechos. Desde la perspectiva de la exclusión moral, los actos de violencia y dominación hacia determinados grupos se perciben como inevitables y justificables dentro del plano moral por parte del grupo dominante. Esta percepción se sostiene en la construcción de una asimetría moral, donde el grupo excluido es categorizado como inferior y, por ende, fuera del marco de valoración ético. Se legitima de este modo la presunción de derechos sobre las víctimas para moldear su comportamiento conforme a las expectativas establecidas; y legitimar el statu quo (Ibídem), lo cual implica que el grupo concebido como otredad es menos digno de considerarse humano. Este mecanismo de deshumanización coacciona a las víctimas a abandonar su identidad humana de manera inconsciente, dando a lugar a que sus vidas sean sistemáticamente interpretadas sin valor intrínseco e indignas de ver vividas. Como la autora Judith Butler (2006: 32) manifiesta: “[…] not even qualify as grievable”, al plantear que son incluso vidas carentes de legitimidad al duelo.

Con la determinación de profundizar y comprender más el proceso de deshumanización, subrayando su extensión de manera indiscutible hacia las mujeres en su realidad habitual, abordaré el postulado teórico de Haslam (2006), el cual desarrolla el modelo dual de deshumanización mediante dos enfoques en la privación de humanidad: la deshumanización animalista y la deshumanización mecanicista. Haslam y Loughan (2014) argumentan que las mujeres son objeto de una de las formas más severas de deshumanización, estas son deshumanizadas y acotadas a la categoría de animales y objetos (Rudman y Mescher, 2012). “La equiparación de las mujeres con objetos de placer, bienes fungibles o máquinas reproductoras, así como con entes zoomórficos (zorras, víboras, vampiros, conejas, lagartas), ha facilitado las conductas de dominio de los hombres” (Rodríguez, 2007: 29). Por otra parte, deshumanización y violencia se hayan estrechamente vinculadas. La deshumanización de las mujeres, al ser vistas como animales u objetos, las conduce a ser víctimas potenciales de violencia e intimidación sexual (Rudman y Mescher, 2012). A lo largo de la historia, las mujeres han sido deshumanizadas, simbolizadas como naturaleza inhumana, aberrante, sobrenatural, impura, tóxica, sexual y, como tal, susceptibles a ser receptoras de violencia catalogada como pertinente y conveniente. Entender la deshumanización de la mujer históricamente, y abordarla desde una mirada feminista, implica interpretar y analizar paradigmas normativos y estructuras simbólicas que han sostenido su exclusión y su subordinación. Esto es, desde la persecución de brujas, a la estigmatización del sufragismo, o incluso, la violencia contemporánea y el antifeminismo digital.

 

 

4. De la animalización y la mecanización

 

 

4.1. De la animalización y la hibridación mujer-animal

 

Según el modelo dual de deshumanización desarrollado por Haslam (2006), la deshumanización animalista implica equiparar a las personas con animales y sustituir sus atributos humanos por características asociadas a lo animal. Esta forma de degradación tiene como intención subyacente marginalizar y socavar la identidad del grupo deshumanizado; percibido como una amenaza por quienes ejercen el acto deshumanizador. Es decir, la racionalidad es sustituida por la irracionalidad, el comportamiento ético por la indignidad, y la distinción por la ordinariez. Es relevante subrayar que tanto las mujeres como los animales han sido objeto de opresión y cosificación, sostenidas y reproducidas por las estructuras del sistema patriarcal (Adams, 1991). La animalización del cuerpo femenino ha operado como un recurso patriarcal reiterado, consolidándose como una secuencia naturalizada que no sólo ha atravesado el devenir histórico de las mujeres, sino que, además, ha permanecido activa en el escenario contemporáneo, manifestándose en prácticas simbólicas y materiales que perpetúan su deshumanización. La escritora e historiadora Marina Warner (1996) expone que ya en el 45 a.C. se establecía una asociación entre animales y mujeres, y estas eran percibidas como inferiores a los hombres. Este proceso ha jugado un papel determinante en la legitimación y perpetuación del orden patriarcal hegemónico. En coherencia con este planteamiento, a lo largo del análisis realizado se ha identificado una extensa variedad de ejemplos que respaldan dicha perspectiva. La selección de estos se fundamenta en su contribución significativa al desarrollo de la argumentación central del artículo. Por lo tanto, se presentan únicamente aquellos que resultan más relevantes para ilustrar los puntos clave de la discusión.

“En la cultura occidental la imagen de la mujer como animal comienza a forjarse en el mundo grecolatino” (López, 2009: 79). En su obra Timeo, Platón formuló una conceptualización filosófica acerca de la reencarnación donde lo femenino y la mujer desempeñaban un papel subalterno dentro del ciclo reencarnatorio, con un estatus inferior al del hombre. De manera análoga, Aristóteles confinó a la mujer a una posición de alteridad, al desarrollar teorías sobre la inferioridad femenina, y dejar una profunda impronta en el pensamiento filosófico occidental posterior. En la producción literaria de la Grecia clásica, Semónides de Amorgos en su Yambo a las mujeres, articula una narrativa generadora de tipologías metafóricas degradantes donde las mujeres son categorizadas en función de supuestos paralelismos zoomórficos (perra, zorra, comadreja, yegua, abeja, etc.) Tipologías que tienen como única finalidad la degradación, la ridiculización y la deshumanización de la mujer; y en algunos casos incluso el temor. Precisamente, este temor que culmina en animadversión y enfrentamiento ha sido exhaustivamente conceptualizado como ginecofobia, entendida esta como “[…] la hostilidad hacia las mujeres nacida de un sentimiento de temor-odio […]” (Madrid, 1999: 13).

El arribo del cristianismo no hizo más que reiterar la concepción de la mujer como causante de todas las desgracias de la humanidad. En este contexto, la figura de Eva en el mito fundacional judeocristiano, adopta un papel similar al de Pandora en la mitología griega. La vinculación simbólica entre lo femenino y determinadas especies animales como la serpiente se amplifica; vinculación que no sólo demoniza la imagen de la mujer, sino que también la establece como alteridad a la imagen masculina. En la Plena Edad Media el poema del siglo XIII, Roman de la Rose, escrito por los autores franceses Guillaume de Lorris y Jean de Meun, configura a las mujeres como entidades subhumanas, equiparándolas con animales y bestias; caracterizándolas como deshonestas, despiadadas y torpes. Así mismo, diversas representaciones iconográficas del poema evidencian la deshumanización, y la violencia física y simbólica hacia la mujer. Curiosamente, a pesar de la crítica que Christine de Pizan dirigió a este poema en su obra La Ciudad de las Damas (1405), este continuó ejerciendo impacto significativo en autores masculinos de épocas subsiguientes. Del mismo modo, la tradición bíblica, profundizó la estigmatización de la imagen de la mujer como fuente del mal, potenciándola mediante la incorporación de la simbología animal, demoníaca, monstruosa y peligrosa. “La concepción de la mujer como instrumento del diablo es común en la Edad Media” (Plaza y Rábade, 2011: 214). Se deshumaniza a la mujer, se la demoniza, se la designan fuerzas ocultas y místicas que van a justificar su persecución y exterminio. “La literatura e iconografía cristianas muestran una mujer, a menudo monstruosa, deshumanizada, con rasgos de bestialismo […]” (Paz, 2015: 326). Redactado en el siglo XV, con enfoque misógino e influencia sostenida hasta dos siglos después, Malleus Maleficarum (Martillo de las Brujas) se revela como manual sobre brujería y ayuda para la Inquisición en las etapas iniciales de persecución y condena de brujas.

La irrupción del Renacimiento y la Contrarreforma apenas supuso avances sustanciales en la condición humana de las mujeres, ya que definió un sistema dicotómico que vinculaba a los varones con razón y cultura, y en contrapartida, a las mujeres con lo natural y lo corporal (Tomàs­White, 2015). En la literatura medieval española, sin ir más lejos, el Libro de buen amor representa un ejemplo paradigmático del empleo de retorcido material narrativo para caracterizar a las protagonistas con variedad de referentes animales o con figuras cargadas de resonancias espantosas, degradantes y repulsivas. Así lo reconoce López (2009) cuando señala que la animalización de la mujer ha servido para crear un imaginario simbólico que la ubica en un escalón inferior al reforzar su exclusión de la plena humanidad, puesto que la asocia con lo instintivo y la acerca simbólicamente más al reino animal que a la condición humana.

Con la Modernidad, la simbología femenina, respaldada por diversas áreas de conocimiento, sigue asociada a la naturaleza y la maternidad. Se establece para la mujer un universo privado y doméstico que mantendría la nulificación de su agencialidad y civilidad. El proceso de deshumanización, misógino y de identificación de la mujer con los elementos naturales, y por tanto animales, se mantuvo durante los siglos XIX y XX. Así lo destaca Errázuriz (2012) cuando sostiene que la misoginia romántica conceptualiza a las mujeres como intrínsecamente vinculadas a la naturaleza, las posiciona en una condición de exclusión de los espacios públicos, fundamentada en supuestas limitaciones físicas o en la ausencia de sentido universal. La carga misógina de distintas disciplinas como la filosofía, el psicoanálisis, la literatura, la ciencia; consolidaron durante los siglos XIX y XX la vinculación de la mujer con la irracionalidad, la inclinación natural y la condición subalterna, al abonar así el proceso deshumanizador. Los juicios y disertaciones de los distintos autores masculinos en estas disciplinas construían una figura de la mujer enmarcada en la otredad y asociada a la naturaleza, a la asistencia y a lo animal.

El movimiento sufragista, emergido en el siglo XIX, no escapó al proceso de deshumanización, como lo evidencian las ilustraciones, posters y caricaturas de la época. La imaginería antisufragista retrataba a las mujeres activistas de manera grotesca y desproporcionada, con rasgos desfigurados y deformes: narices prominentes y ganchudas, cabello alborotado, dentaduras exageradas, expresiones violentas y posturas intimidantes. Estas imágenes transmitían mofa, ridiculización y repulsión. Su objetivo era deshumanizarlas al retratarlas como animales y monstruos. Pretendían desacreditar sus demandas, y apelar al temor y al impulso controlador, que presuntamente desencadenaba el movimiento sufragista; movimiento que el tiempo demostró ser imparable.

Hogaño, la narrativa patriarcal mediática presenta múltiples ejemplos de representaciones que contribuyen a la animalización de la mujer; paradójicamente, incluso en acciones destinadas a la defensa de la integridad animal (Villanueva, 2013), como en las denigrantes campañas publicitarias ofrecidas por la organización americana por los derechos de los animales PETA (People for the Ethical Treatment of Animals). Por su parte, Internet representa un campo fértil de discursos y representaciones misóginas zoomorfas cuyo fin es menoscabar la imagen de la mujer y valerse de la violencia simbólica para legitimar inferioridad y subyugación (Bock y Burkley, 2019).

 

“La animalización de las mujeres es una estrategia recurrente de deshumanización en los discursos de la Manosfera. Su normalización como fenómeno social y su popularidad tienen raíces en géneros breves y sentenciosos (proverbios, refranes, etc.), los cuales han contribuido significativamente a reafirmar el statu quo de dominación, en gran parte asignado a los hombres en mitos y teorías filosóficas”[5] (Lacalle, Gómez-Morales, Vicent-Ibáñez y Narvaiza, 2024: 1).

 

La hibridación zoomorfa mujer-animal, visible por ejemplo en representaciones como las conejitas de Playboy, las puppy girls y los personajes de manga y anime kemonomimi, ilustran la forma en que se construyen figuras femeninas que fusionan características humanas y animales, contribuyendo a la triplicidad animalización-objetificación-sexualización de la mujer dentro de la discursiva cultural y mediática. Se facilita y propicia así, a través de la cultura mediática, un universo simbólico-sexual patriarcalizado y deshumanizador. La sexualización contribuye a la deshumanización, dado que genera que las mujeres sexualizadas en construcciones visuales, sean especialmente más vulnerables a la animalización (Salmen y Dhont, 2022).

 

4.2. De la mecanización y la cosificación de la mujer

 

Con base en el modelo dual de deshumanización descrito por Haslam (2006), en el proceso de deshumanización mecanicista, a las personas víctimas se les niega su humanidad mediante la supresión de emocionalidad, esencia humana e identidad personal, restringiendo su dimensión a robots, máquinas u objetos exánimes (Haslam y Lougham, 2014). En este escenario, se asignan a la persona mecanizada cualidades como insensibilidad, inmovilidad y sumisión. El proceso de mecanización se manifiesta en diversos contextos, sin omitir el tecnológico (Montagu y Matson, 1983). No obstante, el proceso de mecanización que reviste mayor relevancia para el presente estudio es la cosificación sexual de la mujer, directamente asociada con la deshumanización mecanicista y desarrollada por la teoría de la cosificación. Desde este posicionamiento teórico, (Objectification Theory) propuesto por Barbara Fredrickson y Tomi-Ann Roberts en 1997, las mujeres son despojadas de su identidad y humanidad; y percibidas como objetos transaccionales preparados para ser convertidos en mercancía, para ser vendidos o comprados; o vistos como instrumentos de placer y deseo para los sujetos masculinos.

Todo este proceso implica no sólo la anulación de su identidad, sino también de su individualidad, al ser tratadas como una masa colectiva de placer. Del mismo modo, al hablar de la cosificación, bajo su enfoque Nussbaum (1995) interpreta que las mujeres pueden ser sustituidas por un cuerpo similar o incluso por una máquina, al ser reducidas a un conjunto de partes corporales que realizan funciones determinadas. Unos años antes, al abordar el concepto de cosificación sexual, la filósofa feminista Sandra Lee Bartky (1990) lo presenta como dinámica, a través de la cual la mujer es minimizada a su cuerpo o a zonas específicas del mismo, sustentándose en la falsa percepción de que, justamente dicho cuerpo y dichas zonas femíneas, pueden encapsular su integridad identitaria. En este contexto, la cosificación de una persona ocurre cuando sus atributos o funciones sexuales son aisladas del conjunto de su personalidad y reducidas a simples instrumentos, o bien consideradas como si tuvieran la capacidad de representarla (Ibídem).

En el proceso de cosificación, el cuerpo femenino siempre es aprovechable para el varón, no sólo es fragmentado y objetivado según las necesidades masculinas, sino que, como señala Rita Segato (2016) se convierte en un territorio de conquista, parcial o total, sobre el que se inscriben relaciones de poder, disponibilidad y subordinación. Por un lado, se valoran y aprovechan aquellas partes del cuerpo consideradas deseables y maleables para el consumo, como los atributos sexuales y corporales que responden a estándares de belleza normativos, mientras que aquellas partes o características percibidas como indeseables, o que poseen una conexión más profunda con la identidad y autonomía de la mujer, son sistemáticamente descartadas. Así, mostrar a las mujeres sin rostro, vinculado este a su individualidad, sin habla, entendida esta como un medio de resistencia y expresión, y sin cognición, como centro del pensamiento autónomo; supone un camino más accesible hacia la despersonalización y deshumanización de las mujeres. El proceso de fragmentación erosiona su agencia, su facultad de decisión y su voluntad (Cikara, Eberhardt y Fiske, 2011).

Un ejemplo paradigmático de esta lógica es la comercialización de las muñecas sexuales de silicona, las cuales, a pesar de replicar un cuerpo completo, tienen caras, bocas y vaginas intercambiables, partes corporales sexualizadas concebidas exclusivamente para el uso y abuso del poder patriarcal. Con estas dinámicas la mujer es deshumanizada y deja de ser considerada autónoma e integral. Es este sentido, se configura una disponibilidad sexual del cuerpo femenino que implica su deshumanización, ya sea mediante su fragmentación o a través de su concepción como una unidad instrumentalizada. Para Nussbaum (2022) este mecanismo de disponibilidad sexual desemboca en la violencia sexual, al entender que estas conductas violentas no son una expresión de impulso sexual, sino una expresión de poder y desigualdad, ejercida por el patriarcado. Por otra parte, en el proceso cosificador deshumanizador, a las mujeres se les asigna una menor capacidad cognitiva (Loughnan et al., 2010), y una disminución de consideración moral (Heflick et al., 2011).

Abordar la historia desde una perspectiva crítica de género nos muestra el cuerpo femenino concebido bajo obediencia y sumisión, subyugado e instrumentalizado, explotado, mecanizado, preparado para servir, para reproducir, para satisfacer, lo cual le confiere un rol dual, reproductivo-productivo. Hogaño, las mujeres siguen inmersas en un contexto de cosificación sexual en los medios de comunicación, la publicidad, la televisión, etc., (Pacilli, 2012). Son deshumanizadas mediante procesos de objetificación y cosificación sexual, los cuales se manifiestan de manera sistemática y recurrente en su vida cotidiana. Catherin A. MacKinnon (1989: 149) ya señalaba: “Todas las mujeres viven en la cosificación del mismo modo en que los peces viven en el agua”[6] (MacKinnon, 1989: 340). Desde esta perspectiva, la autora reconoce que muchas veces las mujeres no son conscientes de las estructuras patriarcales que sustentan las dinámicas de cosificación sexual a las que son sometidas. La narrativa hegemónica mediática en torno a las mujeres, las coloca en una posición de representación tal que objetos (simbólicos y figurativos), como Laura Mulvey (1988: 9) explica, objetos visuales que se muestran para ser contemplados, destacando su papel subordinado. En virtud de esta premisa, actualmente las mujeres viven ante un supuesto cambio de orden social con espíritu de tendencia feminista; “feminist zeitgeist”, así lo denomina Valenti (2014). Sin embargo, el orden patriarcal neoliberal sigue presentando sus maniobras.

En el actual momento de auge postfeminista, las mujeres son dirigidas hacia la falacia del éxito emancipador neoliberal individual, respaldada por la cobertura mediática y el celebrity feminism. Falacia que además las encorseta bajo el mandato patriarcal, y que a juicio de Binimelis (2015: 11), crea una “construcción ideológica y social de la mujer que reforzaba el patriarcado”. El patriarcado de consentimiento (Puleo, 2005) y su pacto con el neoliberalismo sexual (De Miguel, 2015), convierte al cuerpo femenino en el principal activo económico político para el sistema.

A la luz del recorrido argumental expuesto, puede sostenerse que toda práctica que se inscriba dentro del horizonte del feminismo ha de estar necesariamente atravesada por una ética humanizadora; pues el feminismo, en su devenir histórico y teórico, no ha sido sino una apuesta por la dignidad, la justicia y la rehumanización de aquellas personas que han sido despojadas de humanidad. Del mismo modo, resulta imprescindible tener en cuenta la deshumanización misógina y cosificación sexual en entornos online como la manosfera, donde existen pluralidad de comunidades de hombres que siguen y abonan las narrativas masculinistas. El movimiento Incel (célibes involuntarios), por ejemplo, agrupa a varones violentos que sienten resentimiento hacia las mujeres, y las culpan por su frustración sexual, al tiempo que establecen como derecho natural masculino la disponibilidad sexual del cuerpo femenino.

La teoría de la cosificación (Fredrickson y Roberts, 1997) también profundiza en la auto-cosificación (self-objectification). Mujeres y niñas llevan a cabo una monitorización continua de su propio cuerpo, naturalizando su imagen corporal como objeto de contemplación y consumo, sometido a la óptica externa sexual patriarcal. Recientemente, la cosmeticorexia, entendida como una afección compulsiva por llevar a cabo rutinas de cuidados de belleza y uso de productos cosméticos (Ríos, 2024), supone una buena muestra de cómo las niñas son socializadas dentro del sistema patriarcal y de cómo conciben su propia imagen corporal de manera cosificada.

En consecuencia, entiendo que la reificación sexual y la hipersexualización femenina se expresan más allá de una práctica de índole estrictamente estético o visual. Se consolidan como estrategias sistémicas y sistémicas que deshumanizan a la mujer, anulan su autonomía y la privan de dimensión política. En este sentido, es posible reconocer que el proceso de cosificación sexual al que son sometidas diariamente mujeres y niñas perpetúa su deshumanización y la violencia de género. Catharine MacKinnon (1989) reconocía la cosificación sexual como la imposición a la mujer de un significado social sobre su existencia; significado que, desde la concepción del acto sexual impuesta por el orden heteropatriarcal masculino, la definía como objeto destinado al uso sexual. La configuración patriarcal de la masculinidad y el deseo sexual masculino, aún con matices, persisten en cosificar y deshumanizar los cuerpos de las mujeres, dando vía libre subsecuentemente, a la violencia de género. La deshumanización precede, facilita y legitima la violencia, ya que la condición de la víctima transmuta de humana a infrahumana. Es por ello que la deshumanización de las mujeres representa un proceso profundamente vinculado al control y a la disciplina del cuerpo.

Así, a la luz de las ideas de Foucault (2002), interpreto que en todo el proceso descrito de deshumanización y cosificación se configura una asociación entre el cuerpo disciplinado y el incremento de su productividad y funcionalidad, mientras que, de manera inversa, se produce una disociación entre el cuerpo y su propia autonomía. En consecuencia, la mujer es mecanizada bajo propósito y coerción; escena que restringe su autonomía e imposibilita su autodeterminación.

 

 

5. Resultados y síntesis conclusiva

 

 

El feminismo, como teoría critica, es inherentemente transformador y subversivo, ya que desafía el statu quo patriarcal; de modo que es percibido como un movimiento incómodo y molesto (Pérez, 2022; Varela, 2008). De manera análoga, se constituye en su esencia humanizador y emancipador, orientado a asegurar los derechos fundamentales de las mujeres como componentes esenciales de su dignidad humana.

En el desarrollo de este artículo he abordado el carácter complejo y diverso del antifeminismo y sus consecuentes aproximaciones conceptuales. Tanto el concepto de reacción (Faludi ,1993), como el concepto de contramovimiento (Meyer y Sateggenborg, 1996; Lamoureux y Dupuis-Déri 2015; Birsl, 2020), constituyen un marco teórico referencial para el estudio crítico y la interpretación del fenómeno antifeminista. Reacción ante cada conquista en los derechos de la mujer y contramovimiento en forma de respuesta y oposición al movimiento y lucha feminista. Por su parte, García y Cota (2024) conceptualizan el antifeminismo como dispositivo de poder, y es desde esta perspectiva teórica desde donde se orienta el desarrollo de mi reflexión. Derivado del análisis teórico-reflexivo y de las aproximaciones revisadas, propongo una perspectiva renovada en la conceptualización del antifeminismo, sustentada en los marcos teóricos previamente expuestos. Indudablemente, respaldo la tesis que plantea y configura el antifeminismo como reacción y contramovimiento, aunque enfatizo además que el antifeminismo trasciende la mera resistencia (Bard, 2000) frente a las transformaciones impulsadas por el feminismo.

Partiendo de esta comprensión, si entendemos al feminismo como movimiento humanizador y emancipador, orientado a la consolidación de la igualdad de las mujeres como sujetos plenos dentro de la humanidad; reformulo el antifeminismo como dispositivo patriarcal de deshumanización que opera deslegitimando la humanidad de las mujeres y reduciéndolas a posiciones de subordinación, excluyéndolas de los espacios de poder y control, y perpetuando a su vez el statu quo patriarcal. Para ello, el antifeminismo ha llevado a cabo una estrategia reactiva de opresión y control que ha obstaculizado la consecución de ciudadanía para las mujeres y ha promovido la obliteración de sus derechos. Pero, ¿qué tipo de estrategia de opresión y control articula el antifeminismo? Sin duda alguna la respuesta es la deshumanización. Como los resultados han mostrado, el antifeminismo ha utilizado la deshumanización como estrategia de control y opresión para facilitar el sometimiento y la dominación estructural de las mujeres, y ubicarlas en posiciones subordinadas. Las mujeres han sido reducidas a objetos y seres carentes de autonomía y agencia. Aunque el proceso deshumanizador antifeminista ha experimentado transformaciones y mutaciones desde la aparición de la propia oposición antifeminista, permanece como una constante, y continúa materializándose en la realidad cotidiana femenina. Aún en el contexto actual, nos enfrentamos a una deshumanización performativa de manos del antifeminismo mainstream.

Al analizar más exhaustivamente el proceso deshumanizador es posible entender que, el sistema de dominación que origina dicho proceso en este marco sigue siendo el patriarcado, y el orden social establecido es interpretado, principalmente, como el orden de género. En este sistema, las mujeres han sido reducidas a la condición de otredad, históricamente impuesta; subordinadas y oprimidas, despojadas de agencia y humanidad; y consideradas colectivo sin agencia, desmerecedor de una ciudadanía igualitaria en la estructura social. Las narrativas de odio y sometimiento encuentran expresión estructural en forma de misoginia atávica, la cual actúa como justificación de la agresión y la violencia hacia las mujeres, y como mecanismo de legitimación del statu quo patriarcal, así como de la exclusión o eliminación simbólica y material de aquello que se percibe como una amenaza femenina. En última instancia, el antifeminismo es el dispositivo que materializa este proceso deshumanizador, y formaliza las estrategias de control y opresión patriarcal, dado que borra sistemáticamente los derechos fundamentales de las mujeres. Esta estrategia supone la deshumanización en sus infinitas y distintas formas, a nivel simbólico y real, con consecuencias implícitas y también manifiestas en políticas públicas que coartan derechos; en prácticas y conductas sociales que cosifican y violentan los cuerpos femeninos; y que inhabilitan la lucha feminista como fuerza transformadora.

Frente a la permanencia del patriarcado como sistema metaestable (Amorós, 2005), un antifeminismo mainstream y una masculinidad maleable (Navío, 2023), maquillada en forma de neomachismo o posmachismo (Acosta, 2009), se configura una creciente tensión de género, la cual facilita que el antifeminismo refuerce su estabilidad mediante lo que he denominado mimetización masculina de igualdad. En términos más precisos, el patriarcado se camufla, pero sincrónicamente se rearticula con el fin de seguir operante. Ante esta reactivación antifeminista, no sólo es necesario que el movimiento feminista recuerde sus principios fundacionales, sino que debe reevaluar sus estrategias desde una conciencia histórica y política más diversa. Tal como plantea Chaparro (n.d.), “El feminismo es una postura ética que busca desde sus orígenes la igualdad, que busca humanizar a partes de la población que han sido deshumanizadas en fondo y forma”. En este contexto, el feminismo no puede limitarse a resistir, sino que debe posicionarse como un proyecto de humanidad que busca reivindicaciones y visibiliza desigualdades persistentes para proponer nuevos horizontes de justicia. Lejos de constituir un desafío aislado, representa una apuesta colectiva por la dignidad y la humanización, la cual no implica únicamente a las mujeres, sino a la totalidad del tejido social:

 

“Porque, cuando los cuerpos se reúnen con el fin de expresar su indignación y representar su existencia plural en el espacio público, están planteando a la vez demandas más amplias: estos cuerpos solicitan que se los reconozca, que se los valore, al tiempo que ejercen su derecho a la aparición, su libertad, y reclaman una vida vivible” (Butler, 2017: 33).

 

En el marco de este análisis, es crucial entender que la verdadera lucha por la igualdad radica en la humanización plena de las mujeres, reconociéndolas como sujetos de derechos y no como meros objetos de control, y así lo refleja Marcela Lagarde (2017: 151): “Ser humanas, […], significa para nosotras, tener como posibilidad la diversidad de la experiencia y la inclusión de las mujeres como sujeto, como sujetas, en una nueva humanidad y como protagonistas de nuestras propias vidas”.

En síntesis, comprender el antifeminismo como dispositivo patriarcal de deshumanización -tal como se propone en este artículo- permite acceder a una comprensión más profunda de sus mecanismos de reproducción y operatividad dentro del orden social hegemónico patriarcal. Esta reformulación conceptual no sólo interpela sus bases conceptuales, sino que habilita planteamientos interpretativos críticos para su desarticulación desde una teoría y praxis feminista evolutiva.

 

 

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[1] Traducción propia.

[2] Traducción propia. “[…] natural law notions, to reassert the patriarchal family and to oppose women's suffrage and participation in the public sphere” (Kimmel, 1987: 261).

[3] Traducción propia. “[…] dann kann er als eine dem jeweiligen historischen Prozess der Emanzipation, der Universalisierung, der gesellschaftspolitischen Liberalisierung und Entnormierung der Geschlechterverhältnisse immanente weltanschauliche Gegenbewegung verstanden werden” (Birsl, 2020: 47).

 

[4] Traducción propia. “[…] we can and should use the explanatory framework of dehumanization to capture a distinctive strand of hostility towards women qua women” (Melo, 2024: 2).

 

[5] Traducción propia. “The animalisation of women is a recurrent strategy of dehumanisation in manospherediscourses. its normalisation as a social phenomenon and its popularity are rooted inshort and sententious genres (proverbs, sayings, etc.), which have significantlycontributed to reaffirming the status quo of domination largely assigned to men inmyths and philosophical theories” (Lacalle, Gómez-Morales, Vicent-Ibáñez y Narvaiza, 2024: 1).

[6] Traducción propia. “All women live in sexual objectification like fish live in wáter” (MacKinnon, 1989: 340).