El “Mayo
Feminista” de 2018:
Un nuevo
ciclo de movilización en el feminismo estudiantil chileno
The “Feminist May” of 2018: A new cycle of mobilization in Chilean student feminism
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Estrella Montes-López |
Helena
Román-Alonso |
Pamela
Catalina Barra-Lobos |
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Universidad
de Salamanca – España |
Universidad
Alberto Hurtado –
Chile |
ENAC – Centro de Formación Técnica – Chile |
Recibido: 11-03-2025
Aceptado: 23-05-2025
Resumen
Este estudio persigue identificar los elementos de continuidad y de
novedad del movimiento feminista estudiantil chileno que emerge con fuerza en
2018 en relación con movilizaciones previas. La metodología empleada ha sido la
revisión bibliográfica sistematizada. La búsqueda incluyó bases de datos
académicas nacionales e internacionales, seleccionando estudios publicados
entre 2011 y 2020 sobre el movimiento feminista estudiantil en Chile. Los
resultados muestran que heredó luchas feministas previas e integró demandas
estudiantiles, a la vez que adoptó nuevas formas de protesta, incorporó a
colectivos disidentes y generó una ruptura con la institucionalización del
feminismo. Este trabajo concluye que el “mayo feminista” consolidó un nuevo
ciclo de movilización feminista, influyendo en políticas de género y en el
debate social.
Palabras clave: Chile, continuidad y ruptura,
educación no sexista, mayo feminista, movimiento feminista estudiantil.
Abstract
This study aims to identify the
elements of continuity and novelty of the Chilean feminist student movement
that emerged strongly in 2018 in relation to previous mobilisations. The
methodology used was a systematised literature review. The search included
national and international academic databases, selecting studies published
between 2011 and 2020 on the student feminist movement in Chile. The results
show that it inherited previous feminist struggles and integrated student
demands, while adopting new forms of protest, incorporating dissident
collectives and generating a rupture with the institutionalisation of feminism.
This paper concludes that ‘Feminist May’ consolidated a new cycle of feminist
mobilisation, influencing gender politics and social debate.
Keywords: Chile,
continuity and rupture, non-sexist education, feminist May, feminist student
movement.
1. Introducción
En las últimas décadas, el movimiento feminista
chileno se caracterizó por experimentar un cierto silencio o latencia, que se
vio abruptamente cuestionado con las movilizaciones de 2018 en numerosas
universidades y escuelas secundarias del país -el conocido como ‘Mayo
feminista’-. Los detonantes de estos eventos fueron las denuncias por acoso
sexual del profesorado y la respuesta de las instituciones -protección o
encubrimiento de los acusados, cuestionamiento de las víctimas, lentitud de la
investigación, sanciones menores para los culpables, etc.-. Como réplica,
numerosas estudiantes de todo el país ocuparon edificios de sus centros de
estudio, decididas a impedir el desarrollo de las actividades académicas
mientras no se abordara esta situación. Las reivindicaciones iniciales pronto
ampliaron el alcance, asumiendo una mirada estructural más allá de medidas
puntuales para prevenir el acoso sexual en las instituciones de educación
superior o intervenir en caso de que se produjera. La demanda finalmente
provocó la reinstalación de la exigencia de una educación libre de sesgos de
género (Barra-Lobos, Montes-López y Román-Alonso, 2023).
Aunque la fuerza de las movilizaciones feministas de
2018 fue inédita, lo cierto es que este fenómeno tiene antecedentes durante los
70 y 80 en la región. En diversos países de Latinoamérica surgieron numerosos
colectivos de mujeres activistas en la lucha por la democracia (Carosio, 2019b; Errázuriz, 2019; Gálvez, 2016) que
anticiparon la crítica a la educación formal como espacio patriarcal de
reproducción de las desigualdades (Follegati, 2016).
La supuesta ‘latencia’ del feminismo universitario, y
en cierta medida del movimiento estudiantil (Richard, 2018), se vio
interrumpida cuando las denuncias por acoso sexual en universidades acabaron
escalando a paros educativos, marchas, actos performativos
y ocupación (‘tomas’) de edificios, dando el movimiento un nuevo impulso en
todo el país (Dinamarca, 2019), nombrado como: “Tsunami feminista, Revuelta
feminista, Mayo feminista o Año de las tomas feministas” (Barrientos, 2021:
135).
Estos eventos se dieron en un contexto de reacción
internacional frente a la violencia contra las mujeres (p. ej. las campañas Ni una menos y Me too o el Pañuelazo verde en Argentina, entre otras). Esto supuso una condición
favorable y una oportunidad política para la emergencia y expansión de las
movilizaciones de 2018 (Fernández y Moreno, 2019; Molina, 2018; Obreque, 2019; Ponce, Nina-Estrella y Ortiz, 2019; Valdés,
2018).
En este artículo, y a través de una revisión bibliográfica
sistematizada, se identifican y exponen los elementos de continuidad y novedad
del movimiento estudiantil feminista chileno en el periodo 2011-2020. Primero
se presenta el desarrollo del movimiento feminista chileno; luego se describe
el proceso metodológico llevado a cabo; en tercer lugar, se recogen los
resultados de la investigación y, por último, se discuten las implicaciones de
los hallazgos, acompañadas de las conclusiones, que incluyen líneas de
investigación futura.
2. El movimiento feminista en Chile
La acción política y social de las mujeres en Chile ha
adoptado diversas formas de organización y manifestación, especialmente desde
el siglo XX. En sus inicios, como en otros países, cobró fuerza la demanda de
acceso a la educación y a la cultura. Esta lucha fue impulsada por diversas
organizaciones -no siempre identificadas abiertamente con el feminismo- que
articularon una agenda reivindicativa (Gálvez, 2021).
Un hito relevante de este periodo fue la fundación del
Club de Lectura por Amanda Labarca en 1915. Si bien
su objetivo inicial era fomentar la educación y la cultura entre mujeres, sin
importar su condición social, este espacio se transformó en una plataforma de
reflexión sobre sus derechos civiles y políticos. En 1919, el Club dio paso al
Consejo Nacional de Mujeres, una organización que abogó por el sufragio
femenino, el divorcio, el control de la natalidad y la ampliación de las
oportunidades laborales para las mujeres (Barrancos, 2020).
Gracias al impulso de estas pioneras -entre ellas,
Elena Caffarena, abogada y crítica de la explotación
laboral femenina, y María de la Cruz Toledo, primera senadora del país- se
lograron avances decisivos. En 1934, se reconoció el derecho al voto en
elecciones municipales, y en 1949, el sufragio fue extendido a elecciones
presidenciales y parlamentarias (Cerda, Gálvez Comandini
y Toro, 2021).
En las décadas siguientes, las demandas feministas
fueron excluidas de la agenda política. Este período, conocido como el
“silencio feminista”, coincidió con una exaltación del rol tradicional de la
familia y una caracterización de las mujeres populares desde la pasividad (Kirkwood, 1984). La represión del comunismo y la posterior
dictadura militar contribuyeron a desarticular las redes sociales y políticas
que habían comenzado a consolidarse a inicios del siglo XX (Alfaro, Inostroza y Hiner, 2021; Miranda
y Henríquez, 2021).
No obstante, en los años 70 resurgieron numerosas organizaciones
feministas -de estudiantes, católicas, pacifistas o de izquierda, entre otras-
que enfrentaron la represión dictatorial desde una crítica al autoritarismo y
al imperialismo (Carosio, 2019b). Estas agrupaciones
no solo denunciaron las violaciones de derechos humanos, sino que también
lucharon por mejorar el bienestar social de las mujeres, entendiendo que no
podía haber democracia sin feminismo (Kirkwood,
1984).
Durante los años 80, el feminismo chileno vivió un
proceso de rearticulación, favorecido por el retorno de mujeres exiliadas y su
conexión con organizaciones populares (Eltit, 2018;
Miranda y Henríquez, 2021). En este contexto, el movimiento resurgió con fuerza
como actor político, adoptando una postura crítica frente a las estructuras
patriarcales de la democracia tradicional (Luna, 1994). Al cuestionar la
separación entre lo público y lo privado, el feminismo amplió los márgenes de
lo político: incorporó nuevas temáticas -como la violencia doméstica, la
sexualidad, el trabajo no remunerado- y nuevos sujetos políticos, especialmente
mujeres excluidas de los espacios formales de representación (Kirkwood, 1984). Esta redefinición permitió a muchas
mujeres reconocerse en el feminismo como identidad política y colectiva.
Una figura central en este proceso fue Julieta Kirkwood, quien, en plena dictadura, formuló una crítica
radical al patriarcado y a la exclusión de las mujeres de la vida política. En
su obra Ser política en Chile (1986), analizó la relación ambigua entre
feminismo y partidos, y defendió una democracia que abarcara no solo el Estado,
sino también el hogar y el cuerpo: “en el país, en la casa y en la cama”. Su
pensamiento no solo inspiró a los movimientos de la época, sino que también
sentó las bases de los estudios de género en el ámbito académico, influyendo
hasta hoy en las luchas feministas contemporáneas (Carosio,
2019b).
Junto a Kirkwood, otras
intelectuales y activistas como Margarita Pisano -quien ofreció una fuerte
crítica al patriarcado y a las formas institucionalizadas del feminismo- fueron
fundamentales en la construcción del feminismo autónomo -no subordinado al
Estado, a los partidos ni a las agendas institucionales- como proyecto
civilizatorio-cultural (Duperut, 2023).
En los años 90, recuperada la democracia, comenzó una
etapa de institucionalización: se desarrolló investigación en este ámbito; el
movimiento se incorporó a la formación de los centros universitarios, y se
crearon jornadas, cátedras y organismos e instituciones gubernamentales y no gubernamentales
feministas. Pese a los avances, este proceso condujo a una despolitización del
movimiento, perdiendo autonomía y fuerza ideológica (Anzorena,
2006; Rojas, 2018) y generando un debate interno. Por un lado, se consideró la
institucionalidad como una vía de acceso a la toma decisiones e incidencia para
mejorar la vida de las mujeres, reconocer las desigualdades de género dentro de
la agenda pública y articular mecanismos para enfrentarlas (Paradis
y Matos, 2013). Por otro lado, esto se consideró como una forma de cooptación
del movimiento por parte de las instituciones, rebajando la pretensión
transformadora de la sociedad en todas sus dimensiones (Paradis
y Matos, 2013; Vargas, 2008). Esta institucionalización implicaba un ajuste de
las demandas a la agenda de los gobiernos y la invisibilización de ciertos
temas, como el aborto (Vargas, 2008).
Las políticas públicas situaban a la mujer
principalmente en su rol reproductivo y las demandas pasaron de configurarse
como un proyecto emancipador a dar respuesta a temas puntuales de manera
fragmentada (equidad salarial, conciliación, violencia de género, derechos
sexuales y reproductivos, etc.), medidos a través de indicadores (Follegati, 2018b). Estas estrategias reforzaban los roles
de género tradicionales bajo la orientación del sostenimiento de la familia
(tradicional) y la maternidad, sin cuestionar la alianza entre el sistema
neoliberal y el patriarcado. Además, el financiamiento internacional de las ONG
se promovía desde el norte, con una lógica vertical y respondiendo a los
intereses de la masculinidad y sus instituciones (Pisano, 2001). En
contraposición, desde el feminismo institucional se consideraba excluyente y
reduccionista esta mirada, forzando la oposición interna y considerándose la
voz legítima de la agenda feminista (Vargas, 2008).
En el siglo XXI, esta división ha ido perdiendo fuerza
a la vez que se ha reconocido la diversidad de feminismos, dando voz a las
perspectivas afrodescendientes, lesbianas, adultas mayores, indígenas, ecológica
o populares, entre otras (Carosio, 2011; 2019a;
Curiel, 2015; Rivera, 2018)[1]. Las categorías analíticas
de la interseccionalidad y la decolonización se han
instalado en los estudios del feminismo, cuestionando la concepción importada
de la mujer y defendiendo la emancipación del feminismo occidental (Curiel,
2015). Se ha buscado reconocer que la mujer no constituye un grupo social
homogéneo, sino que se pueden encontrar variedad de experiencias identitarias
-raza, etnia, clase, edad, origen- (Gargallo, 2019).
Además, han cobrado fuerza las demandas referidas al
cuerpo, la sexualidad, la violencia hacia la mujer y el aborto legal (Carosio, 2019a), cosechándose algunas conquistas en Chile:
organizaciones de todo el país se han unido en una campaña que busca erradicar
la violencia hacia las mujeres desde 2007; se creó el Observatorio contra el
Acoso Callejero en 2014; se despenalizó el aborto en tres supuestos en 2017; y
se promulgaron, entre otras, leyes que consiguieron sancionar el acoso sexual
en espacios públicos (Ley 21.153, de 2019), ampliar la tipificación del
feminicidio incluyendo los asesinatos de mujeres por razón de género cuando se
producían fuera de la relación de pareja (Ley 21.212, de 2020) o el
reconocimiento de la violencia de género en el noviazgo (Ley 21.367, de 2021).
La convocatoria del Día Internacional de la Mujer del
8 de marzo de 2019 tuvo una respuesta masiva. No obstante, en ella fue posible
reconocer disonancias fruto de la pluralidad de feminismos, como ya había
pasado en otros momentos (Nobre y Trout,
2008), además de las diferencias generacionales y las distintas posturas frente
al rol de los hombres en la lucha.
Entre los desafíos actuales del movimiento feminista,
y en particular en el estudiantil, se incluye vincular la academia y las
organizaciones sociales, evitando el elitismo; integrar a más mujeres de
sectores vulnerables; avanzar en el debate sobre el rol de los hombres dentro
del movimiento, y no caer en nuevas institucionalidades que hagan perder el
horizonte de la transformación social (Gargallo, 2019).
3. Objetivo de investigación y metodología
Este trabajo es parte de una investigación más amplia sobre
las protagonistas del movimiento feminista estudiantil chileno de 2018. En
concreto, este artículo persigue el objetivo de identificar los elementos de
continuidad y de novedad y/o ruptura del movimiento feminista estudiantil
chileno que emerge con especial fuerza en 2018 en relación con movilizaciones
previas. El método empleado para alcanzarlo ha sido la revisión bibliográfica
sistematizada.
Esta metodología implica un proceso exhaustivo de
recopilación de investigaciones académicas relacionadas con un tema y contexto
particular, cuyo análisis permite obtener un conocimiento completo, tanto desde
el enfoque teórico como metodológico, y así elaborar conclusiones basadas en
las evidencias obtenidas (Bustamante, de Souza y Vieira, 2021; Gallego-Morón,
Matus-López y Gálvez-Muñoz, 2020; Sánchez-Meca, 2010).
El método de examen sistematizado se desarrolló de acuerdo
con las recomendaciones de la declaración PRISMA, lo que derivó en una serie de
decisiones metodológicas. En primer lugar, la búsqueda de documentos incluyó
bases de datos internacionales y nacionales, seleccionando todos los estudios
potencialmente pertinentes. Se revisaron
Web of Science, Scopus, EBSCOthost, ProQuest[2],
JSTOR, SCIELO y Worldcat. Además, se incorporaron los
resultados de la búsqueda en el portal bibliográfico Dialnet;
en los motores de búsqueda científica WorldWideScience
y BASE (Bielefeld Academic Search Engine); en Google Scholar, y en los repositorios de tesis de las
universidades chilenas.
Además de la expresión “movimiento feminista
estudiantil chileno”, en la búsqueda se utilizaron variaciones con
“movilización”, “acción colectiva” o “protesta” -además de sus plurales- como
sinónimos de movimiento; estudiantes o universitario junto a estudiantil;
además de los términos feminista, feminismo y Chile -y sus derivados-. Estas palabras
clave se combinaron en varias ecuaciones de búsqueda, tanto en español como en
inglés[3].
Inicialmente se intentó construir una sola expresión
de búsqueda compleja que agrupara todos los términos indicados. Sin embargo,
esta no resultó útil en todas las fuentes consultadas. En ocasiones su uso no
permitía obtener resultados y, en otras, estos no eran adecuados a los fines de
la investigación. La diversidad de las fuentes y sus características internas
de funcionamiento explican esta situación y la decisión de ajustar la búsqueda
a las características de cada una de ellas.
Como criterios de inclusión se establecieron que los
artículos estuvieran centrados en el estudio del movimiento feminista
estudiantil; contextualizados en Chile; publicados entre 2011 y 2020 y que
abordaran las formas de movilización y/o las demandas realizadas. No se
incluyeron notas de prensa, resúmenes de tesis y reseñas de libros.
La
acotación del período temporal responde, por un lado, a que las demandas
feministas se han alineado con las reivindicaciones del movimiento estudiantil
contra el modelo educativo de mercado. A partir de las movilizaciones de 2011,
aparecieron por primera vez comités o áreas de género en las organizaciones
estudiantiles y surgieron nuevas agrupaciones, específicamente feministas y
estudiantiles. Por otro lado, responde a que, tras el Mayo Feminista de 2018,
el movimiento feminista estudiantil tuvo un impacto inmediato en la agenda
pública y en la institucionalidad universitaria, lo que dio lugar a que entre
2018 y 2020 se consolidaran los principales análisis sobre las movilizaciones,
reflejando el alcance y consecuencias inmediatas. Además, a finales de 2019 e
inicios de 2020 emergen dos crisis de especial relevancia para el país: el
estallido social de 2019 y la pandemia generada por el COVID-19. Sobre la
primera, Chile vivió una crisis social que reconfiguró las dinámicas de
protesta y el debate público. Así, la centralidad del feminismo estudiantil se
diluyó en un contexto de movilización más amplia. Sobre la segunda, la crisis
sanitaria alteró la actividad universitaria. La mayoría de las universidades
chilenas tardaron dos años -hasta marzo de 2022- en retomar la actividad
presencial desde la suspensión inicial en marzo de 2020. Esto, indudablemente, limitó
las movilizaciones presenciales, afectando al desarrollo del movimiento
estudiantil y reduciendo la producción de nueva investigación en el corto
plazo.
Los resultados de la búsqueda electrónica fueron
registrados en una base de datos, eliminando los duplicados. Las tres autoras
revisaron los títulos y resúmenes de las publicaciones haciendo una primera
criba y, en caso de duda, se consultó a otra experta. Posteriormente, se
almacenaron y examinaron con mayor detenimiento los textos aplicando los criterios
señalados. Hecha la selección, se realizó una revisión completa de la
literatura citada por si se encontraba algún documento adicional,
complementando de esta forma el proceso anterior, en su caso. De esta manera,
la amplia base de datos se redujo a 37 publicaciones: 24 artículos, 9 capítulos
de libro, un informe, un trabajo final de grado, una tesis de magíster y una
editorial.
Posteriormente, se realizó un análisis de todas las
publicaciones seleccionadas. La organización, codificación y categorización de
la información fue realizada mediante un análisis de contenido (Gibbs, 2012; Mejía 2011). Las categorías que emergieron
incluían, entre otras, los hitos precursores del movimiento; sus demandas; los
repertorios de acción colectiva y la respuesta institucional y/o alcance social
de las protestas. Como se ha señalado, este texto se centra en identificar,
particularmente, los elementos de continuidad y de novedad del movimiento
feminista estudiantil chileno reciente.
4. Resultados
Un primer análisis descriptivo de las publicaciones revela
que, pese a considerar el período 2011-2020, solo un texto es anterior a 2018.
Esto puede indicar que, aunque las demandas feministas ya estaban presentes en
las movilizaciones por la educación de los años previos, el feminismo
estudiantil como tal aún tenía poca fuerza. Posteriormente, se publicaron 14
documentos en 2018; 16 en 2019 y la cifra descendió a seis en 2020;
coincidiendo con el ciclo de acciones colectivas.
El ámbito educativo de análisis predominante fue la
universidad (31), ya que apenas tres publicaciones contemplaban exclusivamente
el movimiento feminista estudiantil en los centros de educación secundaria y
otras tres en ambos espacios. Además, los textos se elaboraron fundamentalmente
a partir de fuentes secundarias (23). Estos analizaban la información
disponible en redes sociales, foros o páginas web; noticias de prensa;
documentos de organizaciones feministas; petitorios y manifiestos de las
movilizaciones; textos jurídicos; políticas y/o proyectos educativos, o
analizaban los acontecimientos de mayo de 2018 - especialmente en torno a las
demandas-, con fundamento en la literatura feminista y de movimientos sociales.
El resto de las publicaciones, 14 en total, analizaron datos
primarios, ya fuera de manera exclusiva (8) o combinándolos con fuentes
secundarias o literatura sobre la temática (6). Todas emplearon técnicas de
investigación cualitativa: entrevistas (8), observación participante (4),
etnografía (2), historias de vida (1), metodología de acción-participación (1),
estudio de casos (1) y técnicas grupales (1). Además, algunas combinaron
distintas estrategias de investigación, en particular entrevistas con técnicas
de observación o metodología participativa.
4.1. Elementos de
continuidad respecto a otros movimientos sociales
Las movilizaciones feministas que tuvieron lugar en
2018 en las instituciones educativas chilenas lograron articular las demandas
de las protestas estudiantiles, la herencia del feminismo chileno y latinoamericano
y las reivindicaciones de movimientos globales más recientes contra la
violencia y la vulneración de derechos de las mujeres. En este sentido, es
posible identificar en los textos algunos elementos que indican una lógica de
continuidad y algunos hitos generadores de condiciones propicias para el
resurgimiento feminista en la educación.
4.1.1. El feminismo heredado
Uno de esos elementos de continuidad es la herencia de
las reivindicaciones del movimiento feminista previo. Muchas de las demandas
del Movimiento pro Emancipación de la Mujer Chilena -igualdad salarial entre
hombres y mujeres, acceso a jardines infantiles, aborto libre y gratuito, etc.-
siguen vigentes después de 80 años de activismo, incorporándose como parte de
las peticiones realizadas en el ‘Mayo feminista’ (Follegati,
2018a).
De los años 70 se heredaron y actualizaron las
reivindicaciones de mayor libertad sexual y de liberación del cuerpo de las
mujeres (Hueneluf y Vargas, 2020). Los petitorios
revelaron la lucha contra las múltiples violencias que los cuerpos jóvenes
seguían experimentando y la precarización de sus vidas (Ponce, 2020). Así, se
produjo una lectura de las intelectuales de esa época, retomando la consigna de
que “lo personal es político” (Miranda y Roque, 2019). Además, recobró fuerza
el concepto de patriarcado, como categoría que permite explicar la opresión y
la violencia hacia las mujeres y caracterizar a los compañeros y académicos que
las ejercen (Palma, 2018).
El feminismo estudiantil también explicitó una
continuación con las historias de lucha de las mujeres en dictadura de los años
80 (Ponce, 2020). Al igual que entonces, se cuestionó la lógica patriarcal de
la política ejercida por las organizaciones estudiantiles tradicionales
(Miranda y Roque, 2019). Además, las protagonistas de aquella época fueron
invitadas a participar en muchas actividades, recuperando el vínculo
intergeneracional, perdido en los años 90 (Fernández y Moreno, 2019).
Un anclaje global y más reciente del movimiento
estudiantil feminista corresponde a la respuesta que se ha dado desde diversos
países a situaciones locales de agresiones hacia las mujeres o vulneraciones de
sus derechos. Algunos ejemplos son el Pañuelazo verde a
favor del aborto en Argentina; el caso de violación grupal de La Manada en España, o las campañas Ni una menos y Me too que se extendieron por todo el
mundo (Paredes, Araya y Ortiz, 2019; Ponce, Nina-Estrella y Ortiz, 2019; Ponce,
2020). En ese tiempo, en Chile una mujer fue agredida sexualmente por cinco hombres
a la salida del metro (Dinamarca, 2019) y en Brasil asesinaron a Marielle Franco, activista de los derechos de las mujeres
afro, indígenas y pobres (Saavedra y Toro, 2018). En las movilizaciones de 2018
se reflejó con fuerza la necesidad de reconocimiento y lucha contra las
violencias hacia las mujeres estudiantes dentro de sus centros de estudio, una
manifestación más del impulso por generar un cambio estructural local y global.
4.1.2. La continuidad de los debates y de las diferenciaciones internas
Uno de los puntos de debate en la historia del
feminismo ha girado en torno a la militancia política y la pertenencia al
movimiento, aspectos que estuvieron presentes en las organizaciones feministas
que lucharon por la democracia. En el caso del movimiento feminista estudiantil
reciente, esta discusión se reabrió porque algunas de las activistas militaban
en partidos políticos y tendieron a reproducir en el interior del movimiento la
lógica partidaria -feminismo militante-. Además, defendían la protesta, el
separatismo -excluir a los hombres-, la negociación y la incidencia
institucional, y tomaban decisiones de forma estructurada (Miranda y Roque,
2019).
En contraposición, otras mujeres demandaron una nueva
lógica: horizontal, sin jerarquías y, además, antipatriarcal.
Se diferenciaron dos corrientes entre quienes rechazaban las lógicas
partidarias dentro del movimiento: por un lado, las feministas independientes,
también separatistas, partidarias de la protesta, de la incidencia institucional
y de la toma de decisiones semiestructuradas; por el otro, las performativas, de composición mixta no binaria, que
defendían las performances como forma de acción y de reflexión política y que
se caracterizaban por la toma de decisiones de forma desestructurada (Ibídem).
Cabe destacar que se presentaron diferentes posturas
frente a la institucionalidad, un elemento constitutivo de la historia del
movimiento feminista. Algunas asumieron la lógica de la política representativa
convencional y las formas de protesta tradicionales para conseguir
transformaciones institucionales y promover la educación pública no sexista.
Otras querían generar nuevas prácticas políticas, siguiendo una corriente de
pensamiento autónoma y decolonizadora, poniendo en el
centro los afectos, la horizontalidad y la feminización de la resistencia
(Motta, Bermúdez, Valenzuela y Simone, 2020).
En este sentido, se ha planteado la necesidad de que
las nuevas generaciones reconozcan la memoria histórica del feminismo del sur,
así como las contradicciones que lo han constituido dialécticamente (Alfaro y
de Armas, 2019), manifestadas en estas diferencias frente a la relación con las
instituciones, la organización interna y las preferencias de acción colectiva.
4.1.3. La
herencia de las movilizaciones estudiantiles
Los acontecimientos de 2018 han sido interpretados
también dentro del devenir del propio movimiento estudiantil chileno, que tuvo
dos grandes hitos en 2006 y 2011. Bastantes textos revisados han señalado que
fueron centrales para comprender lo sucedido unos años más tarde en las
ocupaciones feministas. Algunas autoras afirman que la reflexión acerca del
machismo, tanto de las autoridades como de los propios compañeros, ya estaba
presente de manera explícita en las movilizaciones estudiantiles iniciadas en
2011, proyectándose hasta el 2018 (Lillo, 2020).
En aquella instancia de protestas por la educación se
generaron comisiones, vocalías y secretarías de género dentro de las
federaciones estudiantiles y surgieron colectivos de mujeres, feministas y
LGTBQI+ en establecimientos secundarios (Lillo, 2020; Paredes, Araya y Ortiz,
2019). También se elaboraron los primeros protocolos frente al acoso sexual y
algunas mujeres se incorporaron a las dirigencias (Alfaro y de Armas, 2019;
Ponce, 2020). Lo hicieron incluso explicitando en sus programas de postulación
el abordaje de la discriminación hacia las mujeres (Lillo, 2020). Además,
existen antecedentes de ocupaciones de edificios, marchas y manifiestos
feministas contra la misoginia y el machismo en los centros de enseñanza
secundaria (Errázuriz, 2019; Lillo, 2020; Paredes, Araya y Ortiz, 2019).
Posteriormente, en 2014, se celebró el primer congreso
de educación no sexista y dos años después se crearon la Coordinadora Feminista
Universitaria y la Comisión de Género de la Confederación de Estudiantes de
Chile (Lillo, 2020), aunque tuvieron poca repercusión social (Follegati, 2018b).
Por tanto, las movilizaciones estudiantiles fueron un
espacio de aprendizaje y de experiencia donde empezar a cuestionar la supuesta
igualdad de la educación (Schuster et al., 2019). Pese al alcance limitado
de las demandas y a una baja adhesión inicial (Follegati,
2016, 2018b), se puede considerar que hubo continuidad del feminismo en el ámbito
de la educación y antecedentes que favorecieron su desarrollo en los eventos de
2018.
Otro aspecto relevante a destacar es que la
reivindicación por una educación de calidad y sin lucro no retomó un nuevo
impulso hasta las movilizaciones de 2018; incorporando además la de la
educación no sexista (Ponce, Nina-Estrella y Ortiz, 2019; Richard, 2018; Schuster et al.,
2019). Tras el último ciclo de movilizaciones de 2011, muchas de las
reivindicaciones emergentes se fueron convirtiendo en reformas educativas y sus
líderes pasaron a formar parte del aparato estatal -como parlamentarios o
funcionarios del Ministerio de Educación-. La defensa de una reforma
estructural en contra del lucro se vio debilitada, entrando en fase de
‘latencia’ (Ponce, Nina-Estrella y Ortiz, 2019).
Las movilizaciones de 2018 integraron las demandas
tradicionales estudiantiles con la lucha feminista contra la desigualdad, el
sexismo y las violencias hacia las mujeres en la esfera educativa y en todos
los ámbitos de la vida (Ponce, 2020). El cuestionamiento al modelo neoliberal
que mercantiliza la educación y reproduce las desigualdades sociales se
acrecentó al reconocer al patriarcado como un eje bajo el cual estas se
articulan (Fernández y Moreno, 2019; Motta,
Bermúdez, Valenzuela y Simone, 2020). Se criticaron las lógicas de la
producción y la trasmisión del conocimiento, que generan desigualdades de
género en las prácticas pedagógicas, el currículum académico -explícito e
implícito-, la cultura institucional, la distribución de cargos, etc. (Richard,
2018)[4]. Además, la violencia sexual
fue utilizada por las fuerzas de seguridad como mecanismo de represión contra
las mujeres movilizadas (Lillo, 2020).
Además, como parte de la herencia de las
movilizaciones estudiantiles, se retomaron algunas acciones como la ocupación
de edificios, las asambleas horizontales, la elaboración de petitorios, las
marchas en las calles y el uso político performativo
del cuerpo (De Fina y Figueroa, 2019; Fernández y Moreno, 2019; Motta,
Bermúdez, Valenzuela y Simone, 2020; Obreque, 2019;
Ponce, Nina-Estrella y Ortiz, 2019).
4.2. Elementos de novedad o ruptura
Varios de los documentos analizados aluden al
“silencio” del feminismo chileno desde la década de los 90. Esto se habría
producido con la llegada de la democracia y a medida que las demandas
feministas se fueron institucionalizando y la perspectiva de género se fue transversalizando en algunas organizaciones de la sociedad,
tanto públicas como privadas.
Algunas autoras apuntan al debate, incluso ruptura,
entre las feministas institucionales, partidarias de trabajar por la igualdad
de género desde el Estado, y las autónomas, que defendían un cambio estructural
de la sociedad, incluidas las propias instituciones (Huenulef
y Vargas, 2020; Follegati, 2018b; Schuster
et al., 2019). Sin embargo, las
feministas estudiantiles parecieron desmarcarse de estos debates, manifestando
una intención de no permitir que la institucionalización de las
reivindicaciones apagara el horizonte subversivo del movimiento (Follegati, 2018a). Así, aunque en los petitorios hubo
demandas específicas hacia sus universidades, se mantuvo un objetivo más
estructural que apuntaba a la lucha contra el patriarcado y las instituciones
que lo reproducen. Además, se recuperó en la esfera pública la noción de
“feminismo”, en contraposición a la de “género” (Palma, 2018), que consideraron
desideologizada y carente de contenido (Godoy, 2018).
Según otras autoras, el “silencio” feminista también
se manifestó en el escaso apoyo que tuvieron sus demandas y movilizaciones en
los primeros años del siglo XXI. Algunas de las protagonistas del ‘Mayo
feminista’ reconocen que, antes de ese momento, apenas se habían adherido a
esas causas. Más bien se habían centrado -las más activas- en la educación de
calidad y la desmercantilización en un contexto de
capitalismo neoliberal heredado de la dictadura; quedando en un segundo plano
las desigualdades de género que se vivían en las instituciones y en el propio
movimiento (Huenulef y Vargas, 2020). Aunque existía
cierta conciencia de las demandas por una mayor igualdad entre hombres y
mujeres y un cuestionamiento al sexismo; estas eran consideradas sectoriales y
permanecían invisibilizadas frente a las reivindicaciones más generales de
índole educativo (Ponce, 2020; Ponce, Nina-Estrella y Ortiz, 2019; Schick et al.,
2019).
Por tanto, las movilizaciones de 2018 constituyen un
hito en la historia del feminismo chileno, dado su masivo apoyo social y el
alcance de sus acciones, reactivando las antiguas demandas del movimiento desde
el ámbito educativo (Barrientos 2021; Dinamarca, 2019).
4.2.1. Diferentes experiencias generacionales
El fenómeno del movimiento feminista estudiantil no es
novedoso en la historia chilena. Particularmente, durante la etapa de la
dictadura militar muchas estudiantes se sumaron a la lucha por la democracia y
los derechos de las mujeres. Sin embargo, las experiencias vividas en el
movimiento reciente son diferentes a las de las universitarias de los años 80 (Follegati, 2018b; Godoy, 2018), partiendo por el contexto
social que vivieron.
No tenían la imposición de escoger entre el ámbito familiar
(formación y cuidado de la familia) y su participación en el espacio público
(trabajo y militancia). No obstante, en sus discursos aparecían nudos y
tensiones entre los roles que desempeñaban en ambas esferas (ser mujer,
estudiante, dirigente y, en algunos casos, madre) y la dedicación de tiempo y
esfuerzo que requerían (mantener buenas calificaciones, largas reuniones,
tareas en las organizaciones y compromisos o necesidades familiares, entre
otras). Además se reconocía que ser buena estudiante jugaba a favor en las
negociaciones y diálogos con las autoridades académicas, dando mayor peso a los
argumentos y valorando su esfuerzo. Sin embargo, en ningún caso hubo apoyo
regulado de la institución hacia la conciliación de los estudios con la maternidad.
Esta dependía de la comprensión del profesorado y de la ayuda de la red
familiar (Godoy, 2018).
Otra diferencia entre las generaciones es que, en esta
ocasión, el movimiento integró múltiples formas de violencia contra las mujeres
(“todas las mujeres contra todas las violencias”). En el caso de las
estudiantes, se visibilizaron los relatos en torno a la violencia sexual en la
educación. La cotidianeidad y normalización de estas situaciones actuaron como
elementos clave en la participación (Ibídem).
Además, en el caso de las
movilizaciones feministas de los años 80, los repertorios de acción se
alineaban con los de la izquierda tradicional. En cambio, en las de 2018, se
produjo una permanente adaptación de las formas de funcionamiento para responder
al contexto y hacerse oír (Follegati, 2018b). Se
integraron prácticas como los grupos de autoconciencia, los talleres de
autodefensa, la ginecología natural, la serigrafía o los espacios seguros para
mujeres, entre otros (De Fina y Figueroa, 2019).
Finalmente, un aspecto novedoso y característico de
esta nueva ola de movilizaciones feministas estudiantiles fue la incorporación
de nuevos sujetos: colectivos lesbofeministas y
disidencias sexuales. Esto tensiona la trayectoria del movimiento feminista histórico
(Follegati, 2018b), generando un recambio
generacional, diverso y reflexivo (Schuster et al., 2019). Este enfoque cuestiona la
perspectiva tradicional del feminismo, con sus prácticas identitarias uniformes
y reproductoras del sujeto femenino, e introduce reflexiones deconstructivas
que ponen en debate las nociones de lo femenino y lo masculino y la heteronormatividad, posicionando el cuerpo como espacio de
intersección del feminismo con la clase, la raza, la etnia y la sexualidad (Follegati, 2018b). Además, esto amplía el alcance de su
acción colectiva (Reyes-Housholder y Roque, 2018) y
da visibilidad a nuevas temáticas de debate en el feminismo actual (De Fina y
Figueroa, 2019).
4.2.2. Rupturas y
aportes del feminismo estudiantil
El movimiento del 2018 añadió una dimensión al
conflicto estudiantil previo, el sexismo (Saavedra y Toro, 2018), generando una
ruptura con los “pactos de silencio” vinculados a conductas de acoso en el
espacio académico y que son expresión de un conflicto, latente hasta ese
momento, en torno a la formación de relaciones de género en el sistema de
educación superior. Pactos quebrados en dos esferas relevantes: en la cultura
institucional, mediante una ola de denuncias de estudiantes hacia profesores
por sus conductas inapropiadas (violentas) y la nula respuesta de las
autoridades (Ponce, 2020); y, segundo, en el funcionamiento organizativo del
propio movimiento estudiantil, con un reconocimiento de sesgos y conductas
machistas en la orgánica interna. Llegaron incluso a denunciar situaciones
abusivas ocurridas en las movilizaciones del año 2011, no identificándolas
previamente debido a que la “conciencia feminista” se habría elaborado durante
la vida universitaria (Huenulef y Vargas, 2020). De
esta forma, a las demandas de educación pública, gratuita y de calidad se suma
la demanda por una educación no sexista (Lillo, 2020; Paredes, Araya y Ortiz,
2019). Se registró un aumento de las denuncias públicas en torno al sexismo en
el contexto universitario (Alfaro y de Armas, 2019), especialmente hacia
docentes en situaciones de poder (Schick et al., 2019) y hacia la cultura
patriarcal que reproduce los roles diferenciados para hombres y mujeres,
perpetuando la división sexual del trabajo (Motta, Bermúdez, Valenzuela y Simone,
2020; Saavedra y Toro, 2018).
La organización interna en este caso también presentó
elementos de ruptura importante en relación con otros movimientos
estudiantiles. Ya se habían ocupado edificios académicos durante las
movilizaciones de 2011 (Motta, Bermúdez, Valenzuela y Simone, 2020) pero, en el
contexto del ‘Mayo feminista’, se justificaron por la necesidad de ámbitos
donde las mujeres pudieran discutir las situaciones que les afectaban y
reunirse entre pares dentro del propio espacio opresor, como forma de protesta
(Dinamarca, 2019). Además, se defendió un argumento vinculado a la seguridad,
dados los casos de violencia que motivaron las movilizaciones.
De este modo surgió la necesidad de gestar lugares de
participación separatistas que garantizaran instancias libres y horizontales
donde compartir vivencias de violencia y discriminación. Sin embargo, la
ausencia de hombres en ellos también fue un acto político (Molina, 2018). El
hecho de que la mayoría estuvieran formados exclusivamente por mujeres se
configuraba como una práctica contrahegemónica que
contribuía a fortalecer “una identidad común en torno a la subordinación” (Huenulef y Vargas, 2020: 2794).
Es así como, alejadas de las organizaciones estudiantiles
tradicionales, con vocerías rotativas, sin lideresas fijas, y con un permanente
rechazo a las formas autoritarias y jerárquicas de organización estudiantil,
emerge una propuesta de organización política más disruptiva, desestructurada y
creativa desde un feminismo más performativo (Miranda
y Roque, 2019). Esta permitió a las jóvenes
desestabilizar roles asignados por su condición de género en los centros
educativos y movimientos precedentes (Molina, 2018). Además, generó que las
mujeres convergieran de manera colectiva y sorora, perfilándose como un acto político de resistencia a los
valores patriarcales (Ramírez y Trujillo, 2019).
En cuanto al marco de acción colectiva, este se caracterizó
por ser on line y off line (Ponce, 2020). Se desplegaron nuevas estrategias mediante
las redes sociales digitales: se popularizaron las demandas, se difundieron las
convocatorias a movilización y se realizaron discusiones en línea. Así, el
activismo en los medios digitales se adhirió a las heredadas formas de acción
política y estrategias colectivas usando las redes sociales como vía de
amplificación de los métodos tradicionales de protesta (Errázuriz, 2019).
Asimismo, las formas de protesta interpelaron el lenguaje normativo y
excluyente, denunciando el patriarcado y el machismo con una estética disidente,
atrevida y disruptiva de las narrativas tradicionales de los movimientos
sociales, en especial el de las mujeres y feministas (Valdés, 2018).
En suma, los recientes movimientos estudiantiles se
han caracterizado por una feminización de la resistencia, donde las mujeres y
sujetos feminizados han tomado el protagonismo, fomentando la decolonización de la vida cotidiana. No solo hicieron uso
de las estrategias utilizadas en movilizaciones estudiantiles previas
(Fernández y Moreno, 2019), sino que desarrollaron nuevas formas de
participación, de organización y de protesta.
5.
Conclusiones
Mediante la revisión bibliográfica sistematizada del
tema, este artículo ha identificado y explicado los elementos de continuidad y
novedad del movimiento feminista estudiantil chileno reciente. Respecto a los
primeros, se destaca la recuperación de las demandas históricas, como la lucha
contra la violencia de género y la igualdad salarial; su articulación con
movimientos feministas globales, evidenciando su conexión transnacional; y la
herencia de las estrategias de protesta empleadas por las movilizaciones
estudiantiles previas. Por su parte, en relación con los elementos de novedad,
muestra la ruptura con la institucionalización del feminismo de los años 90,
evitando su cooptación por el Estado; la incorporación de colectivos lesbofeministas y disidencias sexuales, ampliando el sujeto
político del feminismo estudiantil; la reivindicación de la educación no
sexista como un eje central, diferenciándose de las luchas estudiantiles
previas, y el empleo de redes sociales como herramientas clave de movilización y
visibilización.
Los resultados del estudio también muestran que la
tradición organizativa en las agrupaciones feministas estuvo presente en las
ocupaciones institucionales de 2018. Características como la horizontalidad y
el estilo de las relaciones -afectivas y de apoyo mutuo-, así como la forma de
negociar y tomar decisiones, responden a una forma de comprender la acción
social que cuenta con antecedentes en la lucha feminista. El asambleísmo
característico de las movilizaciones de 2018 guarda similitudes con la
estructura y la orgánica de las organizaciones de autoconciencia del feminismo
radical de los años 70 en EE.UU. Estos grupos realizaban análisis sociales a
partir de las experiencias de las mujeres y se caracterizaban por la autoorganización, la ausencia de jerarquías y la rotación
de responsabilidades (Beltrán, Maquieira, Álvarez y
Sánchez, 2008; De Miguel, 2016; Varela 2008; 2019). De manera similar, las
asambleas y los espacios separatistas fueron formas de politizar la vida
personal, central en muchas de las prácticas del feminismo -como por ejemplo,
los grupos de autoayuda (Garrido, 2022)-. A través de ellas, se facilitaron los
procesos de subjetivación, reconociendo en otra persona la propia experiencia
vivida (Miranda y Henríquez, 2021). Además, son espacios donde se genera
conciencia estructural de las problemáticas feministas, se construye la
identidad colectiva y se generan redes de apoyo con potencial subversivo frente
al riesgo de cooptación institucional o neoliberal (Garrido, 2022).
Respecto a sus reivindicaciones, la movilización
feminista del 2018 permitió generar estrategias para prevenir, denunciar,
sancionar y reparar situaciones de violencia sexista en el contexto
universitario (Hiner y López, 2021; Ramírez y
Trujillo, 2019), forjando un cambio progresivo en las políticas educativas al
incorporar valores de igualdad, inclusión y diversidad (Hiner
y López, 2021; Martini y Bornand, 2018;). Uno de sus
logros más relevantes relacionado con esto ha sido la Ley 21.369/2021 que
penaliza el acoso sexual, la violencia y la discriminación de género en el
entorno de la educación superior. Sin embargo, no solo se persiguió erradicar
la violencia, también se cuestionaron los fundamentos de la producción y
transmisión del conocimiento, que reproducen las desigualdades de género. De
esta forma, diversificaron los frentes de antagonismo, algunos inabarcables
para la política administrativa (Richard, 2018).
Las protagonistas del movimiento fueron críticas,
considerando que los compromisos establecidos eran insuficientes y precarios
(Dinamarca, 2019). Así lo evidenció un estudio cuatro años posterior a las
movilizaciones. Pese a la incorporación de una institucionalidad de género en
la mayoría de las universidades, era escasa la evidencia de una transformación
de las relaciones de género, además de la débil inclusión del enfoque
interseccional (Riquelme, 2022).
Por otra parte, las revisiones históricas permiten
constatar también que la integración de demandas transversales en la sociedad
desde una perspectiva de género es un elemento característico del movimiento
feminista. Ya sucedió con las organizaciones feministas o de mujeres en la
dictadura, que, junto con la democracia, asumieron necesidades sociales de
diferente índole y generaron redes de solidaridad con otras agrupaciones
(Miranda y Henríquez, 2021). Lo característico de la movilización de 2018 es la
exigencia del fin de todas las violencias contra las mujeres. Más allá de sus
derechos, necesidades u opresiones; se confrontó un sistema que atenta contra
la sostenibilidad de la vida. Además, la forma en que plantearon sus discursos
y protesta generaron una “fidelidad narrativa” con las experiencias cotidianas
y las trayectorias vitales de muchas mujeres chilenas; explicando su alto nivel
de adhesión (Araya, Ortiz y Paredes, 2022).
Lo que sucedió entonces puede considerarse como un
antecedente de lucha, donde el tejido social logra fortalecerse y generar
espacios de resistencia a la violencia sexual estructural ejercida por
instituciones del Estado. De esta forma, el movimiento feminista en Chile se ha
desarrollado en los últimos años en una espiral ascendente de acumulación de
fuerzas, que cristalizaron en 2019 en la mayor manifestación feminista de la
historia del país y
Todas estas características particulares, de ruptura y
aportes, han llevado a algunas autoras a considerar que ha llegado la “cuarta
ola del movimiento feminista” a Chile (Ponce, 2020). Parte de sus desafíos
sería dar curso a la articulación de derechos sociales, al mismo tiempo que
erradica las diferencias de clase, raza y género, abordando políticas de
justicia redistributiva y de reconocimiento. De esta manera, tras el movimiento
feminista de 2018, emerge el desafío de incorporar otras formas de violencia
contra la mujer como la subordinación colonial, laboral, económica, oral
simbólica y feminicida (Oyarzún,
2018). Esto tiene sintonía con la apelación a despatriarcalizar
las instituciones para hacer frente a las fuerzas globales y locales de
violencia, explotación y dominación que se imponen en todos los territorios de
diversas formas (Curiel, 2015). Se trata de un feminismo más cercano a la interseccionalidad,
que considera el cuerpo como un espacio donde se configuran diversas
problemáticas y contradicciones,
Esta revisión ha permitido identificar las continuidades y
rupturas del movimiento feminista estudiantil chileno de 2018, destacando tanto
su anclaje en luchas previas como su capacidad de innovación organizativa,
discursiva y política. Sin embargo, persisten interrogantes que abren nuevas
líneas de indagación: el seguimiento de las trayectorias de sus protagonistas,
el análisis del rol de las tecnologías digitales en la movilización y la
evaluación del cumplimiento de los compromisos institucionales adquiridos fruto
de las movilizaciones y la negociación. Abordar estos aspectos permitirá
comprender con mayor profundidad los efectos a largo plazo del movimiento y su
capacidad para transformar estructuras educativas y sociales.
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[1] Como evidencia de ello, en 2018 y 2020, se celebró el
Encuentro Plurinacional de las que Luchan, con una importante presencia de los
feminismos afro e indígena y de las disidencias.
[2] Education Database, GenderWatch, Library & Information Science Abstracts,
Library Science Database, Periodicals Archive Online information, Periodicals
Index Online information, Political Science Database, Psychology Database,
Research Library, Social Science Database y Latin America & Iberia
database.
[3] Movimiento*,
movilizaci*, “acción colectiva”, “acciones colectivas”, protesta*, estudiant*, universi*, feminis*, chile*, Movement*, mobilization*, mobilisation*,
“collective action*”, protest*, student*, universi*, feminis*, chile*.
[4] El texto “Desafíos pendientes de la educación no sexista en las universidades chilenas: las demandas del ‘Mayo feminista’” (Barra-Lobos, Montes-López y Román-Alonso, 2023) recoge en detalle las reivindicaciones.