El
feminismo abolicionista como reacción al postfeminismo:
la
reinvención neoliberal del patriarcado en una cronología de cincuenta años
Abolitionist Feminism as a reaction
to Postfeminism:
The neoliberal reinvention of patriarchy
in a fifty-year chronology
|
Irene Otero Pérez |
|
Universidad Rey Juan Carlos -
España |
Recibido: 13-03-2025
Aceptado: 12-05-2025
Resumen
Este artículo aborda el proceso de
suplantación de los planteamientos históricos feministas por un postfeminismo
neoliberal en sociedades formalmente igualitarias, junto con la respuesta del
feminismo abolicionista a este fenómeno. El objetivo de esta investigación es
contextualizar el postfeminismo como una sofisticada reinvención del
patriarcado que actúa como una tecnología de gubernamentabilidad del eje
patriarcado-capital. Como metodología, se ha utilizado la hermenéutica
filosófica crítica y la perspectiva de género con una mirada interdisciplinar a
las ciencias sociales y los estudios culturales. Los resultados del análisis
muestran que el postfeminismo legitima las industrias de explotación sexual
mediante conceptos como “transgresión” y “libre elección”, concluyendo que el
auge del abolicionismo representa una respuesta repolitizada
a esta nueva realidad.
Palabras clave: postfeminismo,
feminismo abolicionista, guerras del sexo, feminismo radical, placer y peligro.
Abstract
The fourth wave of feminism
faces a strong blacklash in
the digital space, where communities like wives or ‘traditional
wives’ have emerged, advocating for the return to old
gender roles. This article analyses the phenomenon through media coverage of
influencer RoRo Bueno, the first Spanish personality
linked to this movement. Using the Critical Discourse
Analysis method, two opposing perspectives
are identified: those who criticize her
as a setback for gender equality and those who defend
her, arguing for women’s freedom
of choice. The polarization of media discourse highlights the social clash between feminist
advancements and the conservative response.
Keywords: postfeminism, abolitionist feminism, sex wars, radical feminism, pleasure and danger.
1. Introducción
En las
últimas décadas, la aceptación y consolidación de importantes valores
feministas convive con una “vuelta acrítica” a los valores de la feminidad y la
masculinidad que parecían ya superadas (De Miguel, 2015: 265). Desde hace
algunos años, además, el movimiento feminista ha experimentado un tremendo auge
de popularidad en las sociedades formalmente igualitarias, detonado por
diferentes acontecimientos sociopolíticos globales como el movimiento #MeToo o
las manifestaciones por los derechos reproductivos de las mujeres en
Latinoamérica y España.
En este
marco, el feminismo ha transitado del desconocimiento y la descalificación en
el que había sido sumido históricamente (Ibídem: 307) hasta su omnipresencia en
agendas políticas, medios de comunicación e industrias culturales a una
velocidad vertiginosa. En la sociedad actual del “empoderamiento femenino”, sin
embargo, se produce un fenómeno confuso en el que la sexualidad de las mujeres,
la belleza y la exaltación de la feminidad ostentan un papel clave en todo tipo
de informaciones, discursos e incluso teoría académica que las señalan como la
fuente de identidad y poder femeninos.
En esta
dirección y bajo la creencia de que “igualdad formal” es sinónimo de que “ya
hay igualdad” (Ibídem: 119), las industrias de la mercantilización de los
cuerpos de las mujeres han experimentado un proceso de glamourización
como algo “transgresor” y “disidente”, enmarcadas ya no como violencias
estructurales contra las categorías de opresión sexo, raza y clase (Cobo,
2018), sino como una acción emancipadora y libremente elegida por las mujeres
en su camino a la igualdad. De esta forma, es habitual encontrar titulares de
figuras postfeministas reivindicando el “derecho” de las mujeres a
prostituirse, leer entrevistas a “estrellas del porno” elevadas mediáticamente
a epítome de la “mujer liberada”, o escuchar a influenciadoras
de redes exaltando lo “feminista” que es “crear contenido” en Only Fans.
En esta
misma retórica, las teorías de identidad de género o teorías queer han cobrado una gran fuerza
institucional, sustituyendo a los antiguos “estudios feministas” en las
universidades (Valcárcel, 2023: 249) y promoviendo una serie de leyes y
políticas basadas en la subjetividad personal y en la “libre elección” como
derechos fundamentales del sujeto neoliberal. Como explica la filósofa Alicia Miyares (2021: 18) “la igualdad como categoría política,
jurídica y moral, es suplantada por la diversidad, la identidad o la
vulnerabilidad como si no hubiera matices que diferencien su significado”. En
este nuevo marco, la categoría “sexo” se desdeña como causante de desigualdad
alguna y el género deja de considerarse una herramienta de socialización de la
“política sexual” radical (Millett, 1995: 69) para
celebrarse como una performance contra el sistema.
En paralelo
a estas informaciones, con una presencia mediática y cultural mucho menor, el
feminismo abolicionista ha experimentado un resurgir en los últimos años como contra-reacción
a este otro “feminismo” sistémico, gracias en gran parte, a las redes sociales
de plataformas de activismo y teóricas feministas. Este nuevo abolicionismo,
como corriente feminista fuertemente arraigada a los postulados de la segunda
ola y a la teoría crítica freudomarxista,
aboga por la recuperación del análisis estructural de la política sexual y el
sujeto político “nosotras las mujeres” (MacKinnon,
1990: 9).
El
feminismo abolicionista, además, ha contado con un profundo calado en
territorio español gracias a la tradición ilustrada que han mantenido escuelas
de pensamiento como la de Celia Amorós y sus herederas teóricas,
conceptualizando, para poder politizar (Amorós, 2008), el “espacio de las
idénticas” al que conduce la esencialización sexual:
“Es como si los varones hubieran intelectualizado su sexo, para incorporarlo
orgánicamente a su ser uno, a la vez
que han sexualizado hasta el cerebro de las mujeres para instituirlas en un
orden continuo indiferenciado” (Ibídem: 208).
En el
centro de la agenda del feminismo abolicionista se sitúan, por un lado, las
teorías abolicionistas de las industrias de explotación sexual de las mujeres:
prostitución, pornografía y vientres de alquiler, como opresiones propias de la
categoría sexo que perpetúan la subordinación de las mujeres. Por el otro, en
la misma dirección, las teorías identitarias de género que reniegan de la
categoría estructural “sexo” reivindicando esencias y energías femeninas
individuales y “libremente elegidas”, promoviendo el borrado jurídico de las
mujeres y las conquistas de igualdad conseguidas por el movimiento feminista en
nombre de la diversidad.
2. Objetivos
El objetivo
general de este artículo es arrojar luz sobre el proceso de resignificación del
“feminismo” en el marco neoliberal, tomando las guerras del sexo en el
movimiento feminista y las posturas antiponografía
y proponografía como punto de inflexión.
Igualmente, como objetivos concretos se pretende realizar una aproximación a la
constitución y vindicaciones del feminismo abolicionista como como contra-reacción
feminista a la reacción patriarcal y recoger las principales trampas retóricas
que el postfeminismo utiliza subjetivando a las mujeres en su
sexualidad.
3. Metodología
Para
realizar esta investigación se ha utilizado una metodología basada en la hermenéutica
de la filosofía con perspectiva de género. Para ello, se ha utilizado
literatura académica que aborda el componente político de la sexualidad, desde
la teoría feminista, pero también desde disciplinas más generales, como la
filosofía o la sociología. Esta cronología esquematizada presenta los defectos
propios de toda simplificación, pero conceptualiza en lo esencial la realidad
de los complejos movimientos retóricos que pretende reflejar en momentos
históricos específicos. Igualmente, como movimiento político reciente, recoge
de forma genérica los hitos fundacionales y agendas del feminismo abolicionista
actual, centrando esta contra-reacción en el caso español, con un calado
profundo gracias a sus escuelas feministas ilustradas.
4. Conceptualizar es politizar: el
postfeminismo como reacción patriarcal a las conquistas de la segunda ola
Numerosas
autoras feministas han analizado el proceso de sustitución del feminismo de la
segunda ola por su resignificación postfeminista en el imaginario colectivo. La
filósofa Nancy Fraser (2009: 96) contextualiza este
fenómeno en el momento del cambio del “capitalismo organizado por el Estado” al
neoliberalismo en los años ochenta, “invirtiendo la fórmula anterior, que
pretendía usar la política para domesticar los mercados, los partidarios de
esta nueva forma de capitalismo proponían usar los mercados para domesticar la
política”. El ascenso del neoliberalismo
transformó drásticamente el terreno en el que operaba el feminismo de la
segunda ola y aspiraciones que tenían un claro impulso emancipador en el
contexto del capitalismo organizado de Estado asumieron un significado mucho
más ambiguo desde ámbitos tan relevantes como el economicista o el del
androcentrismo. La consecuencia, argumentará la autora, “fue la de resignificar
los ideales feministas”.
Para la
investigadora Catherine Rottenberg (2014), el
feminismo liberal está siendo desplazado por un “feminismo neoliberal” que
dirige su atención a un tipo muy específico de desigualdad y genera un “sujeto
feminista” particular. De acuerdo con el análisis de la autora, el sujeto
feminista neoliberal es claramente consciente de las desigualdades actuales
entre hombres y mujeres, pero profundamente neoliberal en su retórica en dos
premisas clave. Por un lado, esta reniega de los aspectos sociales, culturales
y económicos estructurales que producen esta desigualdad y, por otro, acepta la
plena responsabilidad del sujeto en su propio bienestar y autocuidado dirigido,
cada vez más, a crear un equilibrio entre el trabajo y la familia basado en un
cálculo de costo-beneficio. Rottenberg (2014: 420)
defiende que el feminismo liberal está siendo desarticulado y transmutado en un
“modo de gubernamentabilidad del
neoliberalismo”, en el sentido foucaultiano
del término.
Angela
McRobbie (2004: 255), investigadora referente en
estudios culturales feministas, conceptualiza el “feminismo neoliberal” como
“postfeminismo”. Apoyándose en las ideas sobre mecanismos de reproducción del
poder de Laclau, Zizek y Butler, la autora enmarca el postfeminismo como un
fenómeno fuertemente arraigado en el mercado en el que los medios de comunicación,
los productos culturales y las industrias publicitarias juegan un papel
determinante como lugar donde “el poder se rehace en diversas coyunturas dentro
de la vida cotidiana constituyendo nuestro sentido, poco sólido, del sentido
común” (McRobbie, 2017: 324). En línea con la idea de
la gubernamentabilidad
neoliberal de Rottenberg, McRobbie
(2017: 323) conceptualiza el postfeminismo como “un proceso mediante el cual
los logros feministas de los años setenta y ochenta se han ido socavando de
forma activa e incesante”.
De acuerdo
con la autora, el posfeminismo reivindica el feminismo solo para asegurar que
la igualdad de género ya se ha establecido y que, por ello, este pertenece al
pasado y debe ser renovado con una multiplicidad de significados afines al
paradigma actual (McRobbie, 2004: 255). Esta idea
establece un “doble entrecruzamiento” en el que los valores neoconservadores
relacionados con el género, la sexualidad y la vida familiar coexisten en el
imaginario colectivo de las mujeres con los procesos de liberalización en lo
que respecta a la elección y a la diversidad en las relaciones domésticas,
sexuales y de parentesco (McRobbie, 2017). Este
“nuevo feminismo” asegura además incorporar un tipo de feminismo “no
ideológico” o de “sentido común” a la vida social y política, ofreciendo un
argumentario superficial basado en datos que se consideran socialmente obvios o
incluso naturales de la condición femenina.
Para la
periodista americana Imelda Whelehan (2000: 17), la
sociedad ha entrado en un estado de “retro-sexismo” en el que las
representaciones de las mujeres, “desde las banales hasta las francamente
ofensivas”, se están reinventando de manera defensiva contra los cambios
culturales en la vida de las mujeres. Cabe destacar, en lo que respecta a estas
representaciones femeninas en el discurso mediático y cultural, que teorías
como la de Teun A. Van-Dijk,
referente en análisis crítico de discurso, apuntan que “la persuasión, en un
sentido amplio, se define en términos de control de las representaciones
sociales” (De Andrés y Maestro, 2014: 195).
Para la
escritora Susan Faludi
(1991), este proceso de despolitización forma parte de una respuesta
conservadora y concertada entre distintas entidades sociales, que cuestionan
los logros del feminismo, es decir, las interferencias antifeministas se
producen de forma más o menos coincidente con los avances del feminismo. Como explica la investigadora María Ávila (2018:
54), mientras que para Faludi el postfeminismo es
solo una reacción negativa, para McRobbie este se
inspira positivamente en el feminismo y lo invoca como algo que puede tenerse
en cuenta, para luego incorporar todo un repertorio de nuevos significados que
enfatizan que ya no se necesita, que es una fuerza gastada.
De acuerdo
con McRobbie (2017: 325), el año 1990 constituye el
punto de inflexión en el que este doble entrecruzamiento que se manifiesta en
la cultura política y popular impacta también en el feminismo académico hacia
su desarticulación. Si bien la autora señala este momento como punto álgido de
la autocrítica feminista, este artículo quiere incidir en que este proceso
comienza a gestarse con las guerras del sexo en el seno del movimiento
feminista (De Miguel, 2015). Para comprender el proceso de despolitización del
feminismo y el papel de la sexualidad de las mujeres en este giro retórico,
este artículo propone volver la mirada a ese momento, como punto de inflexión
entre el feminismo radical más político y el postfeminismo hegemónico vigente.
5. Antes de la guerra: teoría
radical contra la pornografía como discurso patriarcal
El periodo
entre 1960 y 1980 se ha denominado popularmente como “La Edad de Oro del Porno”
o “Porno Chic” (Blumenthal,
1973). Como recoge la investigadora feminista Mónica Alario,
en estos años se lanzan al mercado las revistas pornográficas, a la venta —y
visibles— en supermercados y kioscos y se estrenan en las salas de cine
numerosas películas porno de alto presupuesto. Para la autora, esto produce un
fuerte impacto social, ya que “la cosificación de las mujeres por medio de la
pornografía se introdujo en las calles, en el espacio público” (Alario, 2021: 131-132). De acuerdo con las teorías de Carolyn Bronstein (2011: 64),
investigadora referente en Feminist Media Studies, a finales de los años setenta, solo en San
Francisco podían encontrarse cuarenta salas de cine X, docenas de peep shows y stripclubs y unos catorce Encounter Studios, un
tipo de burdel donde los clientes pueden obtener “espectáculos” privados de
mujeres desnudas. La revolución sexual se convertía en “la revolución sexual
comercial” (O. Self, 2008: 289) y tomaba
las calles con la premisa de revitalizar o modernizar las ciudades y liberar a
la ciudadanía de todas sus inhibiciones.
La
revolución sexual, que se había originado bajo los postulados freudomarxistas de la sexualidad libre e
igualitaria, como “un lugar de cobijo y rechazo de la lógica instrumental y del
beneficio del capitalismo” (De Miguel, 2015b: 22), se había sumido en una
deriva patriarco-neoliberal imparable. En este
segundo momento filosófico, las ideas de George Bataille
mantuvieron la metafísica de la sexualidad, recuperando la idea sadeana de que dominación y destrucción están
intrínsecamente ligadas al deseo sexual (Puleo, 2015:
17). Con ellas, cobró vigencia un nuevo ideal femenino, el de la mujer
prostituta, por representar esta, según el pensador, “el estigma y la
vergüenza” como transgresora de las normas (Bataille,
1976: 122). Las ideas del erotismo batailleano
imbuyeron la contracultura del momento exaltando una heterosexualidad en la que
la dominación masculina y la violencia son la esencia de la naturaleza del
varón y el sometimiento el rasgo distintivo de la “mujer liberada”.
El
feminismo radical, ya socialmente establecido, encaró este momento incluyendo
la lucha contra la mercantilización de los cuerpos de las mujeres entre sus
reivindicaciones, con todo tipo de acciones protesta respaldadas por un fuerte
aparato crítico (De Miguel, 2015: 22). El abolicionismo de la prostitución no
constituía ninguna novedad como reivindicación feminista: el feminismo
ilustrado, el feminismo socialista o el sufragismo ya habían sido férreos
defensores de esta postura antes del análisis de la política sexual de la
segunda ola (Palomo, 2013: 217). La colonización de la sexualidad por la
pornografía y su papel como herramienta de la política sexual para mantener la
jerarquía de clase sexual dinamitarán una escisión del movimiento feminista
conocida en la historia de la teoría feminista como las “Guerras del Sexo”.
La palabra
“pornografía” se construye con la raíz griega “porno”, que significa
“prostitución” o “mujeres cautivas” más “graphos”,
“escribir sobre" o “descripción de”. La confrontación de ambos términos en
este vocablo ya deja patente la relación de dominación y violencia que implica,
reemplazando el anhelo espontáneo de deseo y cercanía con la cosificación y el voyeurismo (Steinem, 1980:
37). Desde un punto de vista legal, el término “pornografía” se ha asociado
históricamente con “materiales sexualmente explícitos” y con el concepto de
“obscenidad” (Bronstein, 2011: 3). De acuerdo con la
Corte Suprema de los Estados Unidos, en 1962 se consideraban “materiales
obscenos” aquellos que apelen a un mero “interés lascivo por el sexo” sin valor
“literario, artístico, político o social” y que constituyan una ofensa patente
para la comunidad.
La
aproximación legal dista profundamente del análisis radical, que prescinde de
conceptos “morales” como la “obscenidad” para poner el foco en la
deshumanización de las mujeres y la violencia sexual que la pornografía
normaliza socialmente. Para la escritora y activista Andrea Dworkin
(1989: 33), la pornografía se define como “la subordinación gráfica y
sexualmente explícita de las mujeres en imágenes y/o palabras”. Para la escritora
Susan Brownmiller (2013:
6966), “la pornografía, como la violación, es un invento de los hombres,
diseñada para deshumanizar a las mujeres y para reducirlas a un objeto sexual
accesible, no para la liberar la sensualidad de las inhibiciones morales o paternalistas”.
La activista Diana E. H. Rusell (1993: 4), por su
parte, prescinde de la condición de “material sexualmente explícito” para
definir la pornografía como “cualquier tipo de material que relaciones el sexo
con el abuso y la degradación de las mujeres”.
Para las
feministas antiponografía,
esta constituía una contrarreacción patriarcal frente
a las conquistas del feminismo y, como discurso de odio contra las mujeres, una
reafirmación de las ideas del sistema de división sexo-género. En ese sentido,
la idea de que pornografía es sinónimo de “sexo” es peligrosa en tanto que la
pornografía muestra un modelo de sexualidad patriarcal “basado en el esquema
sujeto-objeto, que normaliza y erotiza la ausencia de deseo y consentimiento de
las mujeres, es decir, la violencia sexual contra ellas” (Alario,
2021: 40). Para las radicales, esta idea no solo se transmite con la
pornografía violenta o hardcore,
sino también en su llamada versión soft core y en la pornificación cultural como parte
de un continuo. Para Dworkin y MacKinnon
(1993: 79), en su crítica al soft core de Playboy:
“Las mujeres en Playboy son deshumanizadas, usadas como objetos
sexuales y mercancías, sus cuerpos son fetichizados y vendidos. […] Se
presentan en posturas de sumisión y servilismo sexual. Acceder a su garganta,
ano y vagina es el objetivo de las poses en las que son retratadas. […] La idea
básica de toda la pornografía subyace a las imágenes de Playboy: las mujeres
son putas por naturaleza”.
Brownmiller
(1975: 394) no dudaba en afirmar que “la pornografía es la esencia no diluida
de la propaganda antimujeres”. Empaquetada
como elemento revolucionario y liberador, la sexualidad patriarcal se había
consolidado como la forma “correcta” de sexualidad, lo que conllevaba una grave
distorsión socialmente compartida. El modelo de la nueva “mujer liberada” que
transmitían películas pornográficas mainstream, como Garganta Profunda (Damiano,
1972) colonizaba la sexualidad de las mujeres y su propia subjetificación,
pero, sobre todo, les daba alas a los hombres para exigir determinados
comportamientos y rechazar o castigar a las mujeres que no se adaptaran al
nuevo ideal femenino. En palabras de Russell (1993: 4), esto puede conllevar
abuso verbal o físico, incluyendo la violación por parte de hombres que
consideran legítimo el acceso a su mercancía sexual.
Como
explica Rosa Cobo (2018: 18), el relato pornográfico crea deseos en los
espectadores y construye significados relacionados con la extrema sexualización
con la que las mujeres son representadas. En la jerarquía patriarcal, los
hombres ostentan el poder de nombrar las realidades, de significarlas y
resignificarlas en función a la conveniencia de su clase sexual. Para Dworkin (1989:17), este poder permite a los hombres definir
la experiencia, articular valores, designar las cualidades y el ámbito de las
cosas y, con ello, controlar la percepción misma. La pornografía encarna en
fondo y forma el poder masculino, aniquilando la humanidad de las mujeres
categorizadas como “perras”, “zorras”, “coños”, “putas” o cualquiera de las
decenas de acepciones con las que se las denigra a animales o partes del cuerpo
despersonalizadas. Para Adrienne Rich
(1996: 27):
“El mensaje más pernicioso comunicado por la pornografía es que las mujeres
son las presas sexuales del hombre y que les encanta; que la sexualidad y la
violencia son congruentes y que para las mujeres el sexo es esencialmente
masoquista; la humillación, placentera, y el abuso físico, erótico”.
6. Las Guerras del sexo: la
sustitución del sexo por las prácticas sexuales como categoría de opresión
La lucha
contra la mercantilización de los cuerpos de las mujeres desde el feminismo
radical implicó diferentes acciones de grupos de activismo como Women Against Violence
and Pornography in the
Media (WAVPM) o Women Against
Pornography (WAP) señalando la cultura como vehículo
de reproducción del discurso patriarcal. Entre ellas, destacaron el boicot a la
campaña de Black and Blue de los Rolling Stone exaltando el “deseo” de
las mujeres de ser sexualmente sometidas, los porn tours o visitas a los locales de explotación sexual en San
Francisco o las protestas contra el popular filme sadomasoquista “Historia de
O” (Jaeckin,1975; Bronstein, 2011).
En estas
últimas, que contaron con una gran cobertura mediática, las activistas de WAVPM
realizaron declaraciones rechazando la frecuente explotación del sadomasoquismo
en la pornografía, pero también en las relaciones consensuadas fuera de ella.
Para las feministas, las prácticas sadomasoquistas implicaban un juego de poder
basado en el abuso mental y físico que reproducía las dinámicas del sistema
patriarcal. Las protestas contra el sadomasoquismo o S/M causaron
malestar entre los grupos de lesbianas sadomasoquistas, lo que originó la
fundación del colectivo Samois de la mano de la escritora Pat Califia (actualmente Patrick Califia)
y la antropóloga feminista Gayle Rubin
(Bronstein, 2011: 140).
Como
explica Rubin, Samois nació en 1978, de la
confluencia del feminismo, el activismo por la libertad homosexual y los
movimientos S/M de la época. La organización nace para articular la
defensa del S/M frente a los grupos
feministas con el manifiesto What Colour is your
Handkerchief? en el que declaraban “minoría sexual oprimida” a las personas que
llevaban a cabo este tipo de prácticas, introduciendo el concepto que detonaría
una profunda escisión en el movimiento feminista, la jerarquía social basada en
la preferencia sexual (Samois, 1979: 2) independiente
a la jerarquía sexo-género.
En las
reflexiones que Califia (2000: 7) publicó en la
conocida revista gay The Advocate tras
las protestas radicales, la fundadora de Samois se
declara una “sádica”, mucho más identificada con el sadomaoquismo
que con el lesbianismo. La autora explica que rol sádico la convierte en una
lesbiana atípica, ya que la mayoría de ellas prefieren el rol sumiso, como algo individual y ajeno a la
socialización femenina. A lo largo de un artículo en el que resuenan los ecos
de la filosofía de la transgresión batailleana,
la escritora describe las prácticas que implica este sadismo, junto con las
motivaciones y las expectativas que conlleva:
“En cuanto la puerta se cierra le ordeno que se desnude. En mi
habitación no existe la desnudez casual. Cuando le quito la ropa a una mujer,
estoy negando temporalmente su humanidad, sus privilegios y sus
responsabilidades […]. Mi esclava tiene el coño rasurado. Eso le recuerda que
yo poseo sus genitales y refuerza su rol como mi niña, mi propiedad (Califia, 2000: 221)”.
Junto con Califia, Rubin es una de las
autoras más activas en la justificación teórica del sadomasoquismo. En su
artículo The Leather Menace (1987), la antropóloga enmarca el S/M como una práctica sexual
identitaria, históricamente ligada a las comunidades homosexuales, describiendo
las distintas formas de opresión que estas han experimentado en torno a esta
práctica, incluyendo la opresión (sic) del feminismo antiponografía. Frente a la
diversión y el placer que, para la autora, entraña el S/M, el discurso feminista antiponografía es equiparado con la retórica de las purgas
homosexuales de la Unión Revolucionaria.
En medio de
acusaciones y publicaciones cruzadas entre feministas antiponografía y el nuevo
movimiento proponografía,
el 24 de abril de 1982, unas ochocientas académicas, estudiantes y activistas
acudieron a la Universidad de Barnard a la
conferencia The Scholars and the Feminist: IX: Toward a Politics of Sexuality. De acuerdo con Carole
Vance (en Bracewell, 2011:
6), la coordinadora del encuentro, la conferencia tenía como objetivo
“reenfocar la agenda feminista en torno a la sexualidad, atendiendo al placer
sexual de las mujeres, la elección y la autonomía, reconociendo que la
sexualidad es, simultáneamente, un área de restricción, represión y peligro y
un área de exploración, placer y agencia”. Las feministas antiponografía quedaron excluidas
del comité del encuentro y de las sesiones del mismo (Bronstein,
2011).
La
influencia de la conferencia de Barnard en el
feminismo actual no puede comprenderse sin la publicación de “Placer y peligro.
Explorando la sexualidad femenina” coordinado
por Carole Vance. Este
libro, que vería la luz por primera vez en 1983, recoge las ponencias de Vance, Alice Echols, Ellen Carol DuBois, Linda Gordon, Amber Hollibaugh y Gayle Rubin, siendo esta última la más influyente en el
postfeminismo actual, cimentado sobre el discurso de la disidencia sexual (De
Miguel, 2015: 2114).
En su
ensayo “Thinking Sex: Notes for
a Radical Theory of the Politics of Sexuality”, Rubin (1989) consolida las ideas de la jerarquía de la
sexualidad y sus prácticas situando en la parte alta de la jerarquía a las
relaciones sexuales heterosexuales no promiscuas y/o “vainilla”, es decir,
“suaves” en contraposición al sadomasoquismo. En la escala baja de esta
estratificación, por su parte, la antropóloga sitúa las “sexualidades
disidentes”, en las que engloba prácticas basadas en el deseo mutuo, como la
homosexualidad, con otras como la prostitución o el “sexo intergeneracional”
que considera libremente elegidas (Favaro y De
Miguel, 2016: 6).
“Thinking Sex” es considerado un texto fundacional de los
estudios queer y, junto con “Traffic
in Women”, una larga reflexión sobre la economía
política de la heterosexualidad y la jerarquía sexual que separa la
heterosexualidad “natural” de otras sexualidades “antinaturales” (Vance, 2010: 135). Para la autora, “el reino de la
sexualidad posee también su propia política interna, sus propias desigualdades
y sus formas de opresión específica” (Rubin, 1989:
114). En la línea de las propuestas foucaultianas,
igual que sucede con otros aspectos de la conducta humana, “las formas
institucionales de la sexualidad en cualquier momento y lugar dados son
producto de la actividad humana”.
A lo largo
de todo el artículo, Rubin detalla como la sexualidad
funciona como un vector de opresión, donde las minorías sexuales pagan un alto
precio social. Para la autora, es importante poder indicar agrupaciones de
comportamiento erótico y tendencias generales dentro del discurso erótico. La
autora reflexiona sobre otras cinco formaciones ideológicas además del
esencialismo sexual, cuyo control del pensamiento sexual es tan fuerte que no
discutirlas es permanecer atrapado en ellas: “la negatividad sexual, la falacia
de la escala extraviada, la valoración jerárquica de los actos sexuales, la
teoría del dominó del peligro sexual y la falta de un concepto de variación
sexual benigna” (Ibídem: 135).
En el marco
de Barnard se consolidarían las nomenclaturas con las
que se conocería a cada una de estas posiciones en la opinión pública desde
aquel momento. El término “prosexo” se utilizaría
para denominar al grupo de escritoras feministas, académicas, activistas y
artistas que consideraban que las premisas del feminismo antiponografía podían privar a
las mujeres de su derecho a explorar una sexualidad placentera y diversa (Bronstein, 2011: 16). Esta línea de pensamiento también
sería autodenominada como “sex positive”, “sexual radicals”,
“feministas anticensura” o “sexual libertarians”. Por oposición, en una astuta maniobra
retórica, las feministas antiponografía
serían etiquetadas como “feministas antisexo”,
también llamadas “sex negative”, “feministas procensura” o “feministas culturales”.
Para la
teórica política feminista Lorna Bracewell,
las guerras del sexo, y Barnard como su punto álgido,
han sido tratadas con una narrativa dicotómica y patriarcal de “pelea de gatas”
entre facciones feministas rivales. Según esta autora, la simplificación de
estos sucesos conlleva no solo la invisibilización de ciertos fenómenos clave
en la genealogía feminista, “sino la capacidad de reconocer las potentes
corrientes en el feminismo actual que estos eventos, al menos en cierta parte,
han producido” (Bracewell , 2021: 12). Es importante
subrayar que el movimiento proponografía se conformaba de distintos grupos y
reivindicaciones entre las que solo algunas contaban con una trayectoria
feminista previa (Ibídem: 15), incluyendo grupos con intereses varios en
establecer esta “transgresión deliberada”[1]
que es definida en los márgenes del mercado.
7. Patriarcado y neoliberalismo: la
alianza postfeminista en torno a la sexualidad de las mujeres
Pocos años
después de Barnard, en un marco ya de neoliberalismo
imperante, las premisas feministas de la segunda ola fueron cuestionadas
íntegramente desde distintos frentes enraizados en el pensamiento posmoderno,
como las feministas postcoloniales Spivak, Trinh o Mohanty o teóricas
feministas como Butler y Haraway. Para McRobbie (2017: 325):
“[Estas teóricas]Inauguraron la desnaturalización radical del cuerpo
postfeminista. Bajo la imperante influencia de Foucault, el interés analítico
feminista se desplaza desde los bloques de poder centralizados, por ejemplo, el
Estado, el patriarcado o la Ley hacia lugares más dispersos, como eventos e
instancias de poder definidos como fluidos, y también hacia convergencias más
específicas, como son los actos del habla, los discursos y sus recepciones”.
En la línea
teórica de Judith Butler, para McRobbie (Ibídem) el
cuerpo y el sujeto se convirtieron en los puntos nucleares del feminismo: “su
concepto de subjetividad y la idea de que los modelos e interpelaciones
culturales crean a las mujeres y las produce como sujetos mientras que, de
manera evidente, simplemente las está individualizando”. Como apuntaban autoras
como McKinnon o Pateman (en
Bracewell, 2021: 22), esta “política del cuerpo” y la
individualización que conlleva “oscurece la sujeción de las mujeres a los
hombres en un orden aparentemente universal, igualitario e individualista”.
En su
“reconstrucción de las políticas feministas del cuerpo” la filósofa americana Susan Bordo (2003) argumenta que el cuerpo —lo que comemos,
cómo nos vestimos, las rutinas diarias de cuidado corporal— está profundamente
mediado por la cultura. Tal y como afirma la antropóloga británica Mary Douglas
(1989: 93), “El cuerpo es una poderosa forma simbólica, una superficie en la
que las reglas principales, las jerarquías e incluso los compromisos
metafísicos de una cultura quedan inscritos e incluso reforzados en su propio
lenguaje”.
Para
Michael Foucault (en Bordo, 2003: 165), en su crítica de las sociedades
modernas, el cuerpo no es solo un “texto
de la cultura, sino un locus práctico de control social”. La producción de
“cuerpos dóciles” para el sistema requiere, según el pensador francés, “una
coerción ininterrumpida dirigida a los procesos mismos de la actividad
corporal”. Bordo se apoya en las ideas de Foucault (1979: 28) en obras como Historia de la sexualidad o Disciplina y castigo para recordar la
primacía de la práctica sobre las creencias. No es mediante la ideología sino
mediante la organización y la regulación del tiempo, el espacio y los
movimientos de nuestra vida diaria como nuestros cuerpos son entrenados,
modelados y marcados con el sello de las formas predominantes de
individualidad, deseo, masculinidad y feminidad.
En esta
línea teórica, la autora argumenta la estandarización de un nuevo ideal
femenino con el que las mujeres se construyen como “cuerpos dóciles” para la
alianza patriarcado-neoliberalismo, cuerpos acostumbrados a una constante
regulación externa, a la sujeción, a la obligatoriedad de la “mejora”. En este
nuevo modelo de feminidad, el cuerpo requiere una constante atención,
normalizando dietas, maquillajes y vestuario como el eje central de la vida de
las mujeres. Paradójicamente, estas actitudes son consideradas como
“feministas” y empoderantes en el marco postfeminista actual.
Para Rottenberg aquí es donde se enmarca el giro ideológico
entre el feminismo liberal clásico y el postfeminismo. Si la razón de ser del
primero era plantear una crítica inmanente al liberalismo que revelara las
exclusiones de género frente a las proclamas de igualdad universal de la
democracia liberal — respecto a la ley, el acceso institucional y la plena
incorporación de la mujer a la esfera pública—, este nuevo feminismo parece
perfectamente sintonizado con la evolución del orden neoliberal. Es decir, el
postfeminismo no presenta una crítica al neoliberalismo, sino que promueve una
idea de “nuevo feminismo” fuertemente arraigada en la racionalidad de su propio
sistema que actúa además como un proceso de desarticulación del movimiento
feminista (Rottenberg, 2014: 420).
En esta
dirección, la filósofa Alicia Puleo (2018) establece
un esquema que diferencia entre patriarcados de coerción y patriarcados de
consentimiento. Como Michael Foucault (2021) señaló con respecto al dispositivo
de sexualidad y poder, la coerción de los patriarcados tradicionales —todavía
vigentes fuera de las sociedades occidentales— es sustituida por la incitación
en las sociedades posmodernas. En los patriarcados del consentimiento, las
mujeres no serán encarceladas o asesinadas por no cumplir las exigencias del
rol sexual que les corresponda.
En lugar de
ello, en un proceso mediado por la cultura, será el propio sujeto quien busque
cumplir el mandato, en este caso a través de las imágenes de la feminidad
normativa contemporánea, por ejemplo, juventud y belleza obligatorias,
estrictos cánones de belleza, subjetificación en el
atractivo sexual, dobles jornadas laborales, etc. (Puleo,
2005). Para Puleo (2005: 39), “La asunción como
propio del deseo circulante en los media tiene un papel fundamental en esta
nueva configuración histórica del sistema de género-sexo”.
De esta
forma, el postfeminismo llega para ocupar el lugar del feminismo colectivo y
político, dejando claro el antagonismo para con el movimiento con el prefijo
“post-”, resignificándolo y señalándolo como inadecuado para su propia
definición (Whelehan, 2000: 77). Lo más problemático
de este proceso de resignificación frente a otras reacciones patriarcales
previas es que, por más prefijos que se añadan, el concepto central se mantiene
y la “propiedad histórica” del movimiento parece concedérsele a quienes lo
cargan de nuevos significados. Para Whelehan (Ibídem:
78), “El feminismo, cómo término, se ha convertido en algo tan pesado que
amenaza con implosionar bajo sus propias
contradicciones”.
8. La sexualidad de las mujeres
como fuente de poder e identidad postfeminista
Uno de los
aspectos más claros del postfeminismo mediático es la preocupante obsesión por
el cuerpo de las mujeres. A diferencia del enfoque constructivista del
feminismo radical, el postfeminismo considera la feminidad como una propiedad
corporal innata (Gill, 2007: 148). La posesión de un “cuerpo sexy” se
representa en los medios de comunicación y productos culturales como la
principal fuente de identidad de las mujeres en sustitución de la maternidad y
el cuidado, aunque no de manera excluyente.
En la “modernización”
de la feminidad patriarcal, los nuevos atributos de “transgresión” y
“empoderamiento” conviven con los de la feminidad tradicional —cuidados,
dulzura, priorización del amor romántico, maternidad, etc.— en lo que la
antropóloga feminista Marcela Lagarde (2005: 803)
definió como “sincretismo de género”, un fenómeno con el que las opresiones de
género modernas y tradicionales coexisten en la construcción de la identidad
femenina.
De acuerdo
con el análisis de Gill (2007), el cuerpo de las mujeres se presenta
simultáneamente como una fuente de poder y como el cuerpo “indisciplinado” de
la feminidad tradicional que exige una constante vigilancia, trabajo y
remodelación —con sus consiguientes gastos— para ajustarse a los juicios cada
vez más estrictos sobre el atractivo femenino. La vigilancia de los cuerpos de
las mujeres constituye quizás el contenido multimedia más extendido en todos
los medios, con una relevancia capital en las redes sociales y plataformas de
contenidos digitales.
En esta
dirección, podría considerarse el concepto de “capital erótico” de Catherine Hakim (2011), socialmente muy popular hace algunos años.
Con el término “capital erótico”, la autora se refiere al atractivo como un
activo personal al mismo nivel que los capitales “económico”, “cultural” y
“social” de Pierre Bourdieu. Para la autora, el “capital” o “poder erótico”
interpela a ambos sexos y engloba atributos como la belleza, el atractivo
sexual, el don de gentes y la competencia sexual.
La
hipersexualización de la cultura occidental contemporánea ha sido posible por
una acusada retórica neoliberal de agencia, libre elección y autodeterminación,
que dentro de los discursos sobre sexualidad han producido una feminidad siempre lista para tener sexo,
una mujer sexualmente inteligente y activa dispuesta a participar en las
prácticas de consumo en la producción de su propia biografía (Gill, 2007b).
Así, en medios de comunicación, productos culturales y publicidad es fácil
encontrar narrativas pre-empaquetadas de conocimiento sexual para una
mujer joven, que se expresa con la moda y “decide” quién es con cada compra. Para las investigadoras Evans, Riley y Shankar (2010: 115):
“Un ejemplo podrían ser las clases de burlesque
y pole dance; la propiedad casi obligatoria de juguetes sexuales; estilos de
moda porno-chic o porn star; imágenes de modelos de lencería sexualmente
asertivas y “empoderadas” en vallas publicitarias y en las páginas de revistas
femeninas; la publicación de manuales de sexo/pornografía o el interés de los
medios por libros y blogs eróticos; el aumento de directoras de porno y
propietarias de sex-shops”.
Para
contextualizar el contradictorio sujeto postfeminista, las investigadoras Rosalind Gill y Laura Harvey (2011) acuñan el término
“emprendedora sexual” un concepto construido sobre la idea de la subjetificación sexual y las “tecnologías del
sexynes” como “tecnologías del yo”, dirigidas
específicamente a las mujeres, en las líneas que propone Hillary Radner. La noción de “emprendimiento sexual constituye una
herramienta de gubernamentabilidad
que incita a las mujeres a alcanzar un tipo específico de sujeto dotado de
agencia, a condición de que esta se utilice para construirse como un sujeto muy
parecido a la fantasía masculina heterosexual de la pornografía.
En el
contexto de la pornificación cultural, pornografía y sexo se han
convertido en sinónimos en el imaginario colectivo. El secuestro del sexo por
la pornografía supone que las desigualdades que esta promulga, la política
sexual que normaliza, la violencia que erotiza y su imaginario estético se
comprendan socialmente como “el sexo” (Alario, 2021).
Esta narrativa en torno a las virtudes de la pornografía en la vida de las
mujeres se propone como un discurso emancipador que utiliza la retórica
postfeminista para resignificar ideas antifeministas y a veces profundamente
misóginas que se difunden en medios de comunicación, cultura popular y redes
sociales.
En último término, el ideal de la
“emprendedora sexual” (Harvey y Gill, 2011) como mujer moderna y empoderada
entronca con la narrativa de las industrias de explotación sexual que han
experimentado un conveniente proceso de idealización en los últimos años. En un
contexto social marcado por la noción de la libre elección, el individualismo y
el consumo, estas instituciones patriarcales se representan ahora como
empoderantes e incluso “disidentes” de una “sexualidad vainilla” fruto de la
represión del poder, avaladas por teóricas de este “nuevo feminismo”, como Rubin o Despentes.
Bajo esta
premisa, los medios de “tendencias” o “estilo de vida” exaltan las virtudes de
la mercantilización explícita de las mujeres con titulares como: “Los mejores
consejos de los creadores de contenido de OnlyFans
para hacer videos caseros” (Barret, 2021), “Por qué el trabajo sexual
es un trabajo de verdad” (Mofokeng, 2019) o “Steisy cuenta todo sobre su OnlyFans
[…]” (BiHappy, 2022) en Vice Magazine, Teen Vogue y Mtmad
respectivamente, por citar solo unos ejemplos.
9. El “Feminismo Abolicionista”:
una repolitización de la sexualidad heredera del feminismo radical
Al grito de consignas que reivindican que “El feminismo es
abolicionista”, el “abolicionismo” o “feminismo abolicionista” actual surge en
paralelo a una serie de sucesos y fenómenos sociales de alcance global, como el
nombramiento de Donald Trump como presidente tras
repetidas declaraciones misóginas, el movimiento Me too denunciando la violencia sexual o
las movilizaciones de El Tren de la
Libertad contra las tentativas de restricción de los derechos reproductivos
de las mujeres en España y América Latina. Si bien es cierto que el “estallido
feminista” inicial pronto se disolvió en la retórica postfeminista para la
opinión pública, también lo es que, en menor medida, impulsó el resurgir de las
consignas de la segunda ola en la academia y en el activismo feminista
interpelando las contradicciones postfeministas (Cobo, 2019: 135).
En el caso español, esta vuelta a las reivindicaciones feministas
originales caló de manera profunda con injusticias flagrantes para las mujeres
como la primera sentencia del juicio por la violación grupal de San Fermín en
2016, pero también gracias a la tradición filosófica de pensadoras como Celia
Amorós, que habían mantenido vivas las vindicaciones feministas con grandes
teóricas como Amelia Valcárcel, Ana de Miguel, Rosa Cobo, Alicia Puleo o Alicia Miyares. Con la
violencia sexual en el centro de sus reivindicaciones, muchas mujeres de todas
las edades, también las jóvenes, se identificaron en estas consignas para luego
incorporarse a las organizaciones feministas o crear asambleas u organizaciones
abolicionistas propias (Cobo, 2019: 134). Actualmente, es posible encontrar
plataformas abolicionistas en prácticamente la totalidad de las provincias
españolas, así como incontables grupos en webs y redes sociales.
El abolicionismo se estructura en torno a cuatro ejes principales: el
abolicionismo de la prostitución, de la pornografía, de los vientres de
alquiler y del “género”, que pueden constatarse como núcleo fundacional de
colectivos como la extinta Asamblea Abolicionista de Madrid, la Alianza Contra
el Borrado de las Mujeres (CB), el Movimiento Feminista de Madrid, Catalunya
Abolicionista (CATAB) o la Asociación Feministas Radicales Andalucía.
Primeramente, igual que sus predecesoras de la segunda ola, el
feminismo radical aborda la violencia sexual apuntando a las industrias de
explotación sexual de las mujeres, prostitución y pornografía, como
herramientas de la política sexual para mantener la subordinación femenina que,
además, le otorgan al mercado la legitimidad de mercantilizar a las mujeres
como meros objetos, denunciando las opresiones de sexo, clase y raza
subyacentes a esta realidad (Cobo, 2018: 12). Como describe Miyares
(2021: 115):
“La alianza de subjetivismo y economicismo se percibe en la tolerancia
a la regulación del consumo pornográfico o el comercio sexual y reproductivo.
El patriarcado se asienta felizmente en este caldo de cultivo gracias a la
anuencia del feminismo emocional o transfeminismo que idealiza la oferta como libre determinación de la
voluntad sin cuestionar en absoluto la demanda”.
El Feminismo Abolicionista desplaza el debate postfeminista del
“derecho” de las mujeres a prostituirse en la retórica del “trabajo sexual” al
“derecho” patriarcal de los hombres a comprar mujeres. En esta dirección, el
abolicionismo recoge la herencia de las grandes teóricas antiponografía vinculando el
imaginario de la pornografía y la violencia sexual que institucionaliza como la
“sexualidad natural” -en ausencia de represiones-, para reclamar su abolición
como discurso de odio contra las mujeres.
En la época de las redes sociales y las plataformas de streaming, los
estudios feministas también miran a la pornografía a la hora de abordar el
dramático incremento de delitos sexuales cometidos por chicos menores contra
chicas “siendo estos casos habitualmente violaciones colectivas (“en manada”),
que tienden a ser filmados y difundidos por los propios violadores, en edades
inimputables” (Abalo y Alario, 2024: 13). Por
ejemplo, el Manifiesto para el 25 de Noviembre de la Alianza Contra el Borrado
de las Mujeres (2022) afirmaba que:
“Según la Fiscalía General del Estado, las agresiones sexuales entre
menores (14-17 años) se ha triplicado en los últimos diez años; el 92% de los
agresores son varones. El machismo mata, viola, explota y borra a las mujeres.
¿Motivos? Hipersexualización, utilizar la pornografía, especialmente por redes,
como patrón de comportamiento y la carencia de una educación afectivo sexual”.
Como queda patente en este y otros manifiestos, las abolicionistas,
igual que sus predecesoras radicales, no solo señalan la pornografía en sí sino
también la “pornificación cultural” que se ha convertido en sinónimo de
disidencia malentendida en los márgenes de la “transgresión deliberada” que
elude el componente constructivista de la relación poder-sexualidad y que
representa en realidad un mecanismo de gubernamentabilidad y de subordinación femenina.
El tercer eje, los vientres de alquiler, cuestiona una vez más el eje
sexo-clase-raza que se esconde bajo disfraces amables de “maternidad subrogada”
o “madres de sustitución”. En este caso y pese a tratarse de una práctica
ilegal en España, la reivindicación de la regulación de esta práctica ha estado
en la palestra desde distintos partidos y colectivos que defienden su legalidad
apelando a un supuesto “derecho a la paternidad”. Con esta retórica, se
promueve un negocio millonario en el que intervienen agencias, bufetes legales
o entidades financieras entre otros actores (Instituto de las Mujeres, 2023: 2)
que realizan esta actividad en otros países como India.
Agrupaciones abolicionistas como No Somos Vasijas o RECAV (Red Estatal
Contra el Alquiler de Vientres), denuncian esta práctica como una forma de explotación
reproductiva de las mujeres que atenta contra el derecho fundamental de
filiación (González, 2019), imposibilitando cualquier tipo de contrato. En la
lógica neoliberal en la que los deseos individuales se interpretan como
derechos o incluso derechos humanos, los riesgos físicos y psicológicos que
implica el embarazo y la separación posterior del bebé “parecen suscribir el
valor antimoral” de que el fin justifica los medios” (Miyares
en González, 2019: 11). Como señala Miyares (Ibídem:
35):
“Entre 2010 y 2016, 979 bebés nacidos bajo contrato de maternidad
subrogada fueron inscritos en España. El Comité de Bioética de España expresó
que existen sólidas razones para rechazar la maternidad subrogada, ya que el
deseo de tener descendencia no puede satisfacerse a costa de los derechos de
otras personas”.
El cuarto eje del Feminismo Abolicionista es la abolición del género,
la vindicación más reciente, que surge frente a las leyes de identidad de
género que han ganado terreno en las sociedades occidentales. Estas
regulaciones surgen como herederas de las teorías de Rubin
que sustituyen el sexo por el género como categoría analítica de opresión y que
sustituyen los “estudios feministas” por los “estudios de género” primero en la
universidad y progresivamente, en nombre del feminismo, en instituciones y
políticas públicas. Para la filósofa Amelia Valcárcel (2023: 247, 259), las
teorías queer
suplantan la agenda feminista desde dentro, como un “Caballo de Troya” mediante
“torsiones y reemplazos asombrosos” con los que la violencia estructural, la
vigilancia a la misoginia o el tráfico de mujeres derivados de la categoría
analítica “sexo” desaparecen en pos de la diversidad.
Estas teorías, que enmarcan el sexo en como un “ideal regulatorio” foucaultiano (Butler, 2002: 18), contextualizan el
sistema sexo/género como “el mecanismo cultural regulado para convertir a
hombres y mujeres biológicos en géneros diferenciados y jerarquizados” (Butler,
2007: 164). Pese al análisis constructivista de base, el desarrollo de las
teorías de Butler se separa de las teorías radicales en su enfoque
individualista posmoderno con el que la iteración de género posibilita la
reformulación de estas categorías mediante lo indecible, el tabú (Butler,
2007). La performatividad individual, ajena a la categoría de opresión sexo,
adquiere así visos de resistencia y de ley pese a los daños que eso pueda
ocasionar a los derechos de las mujeres.
Las feministas abolicionistas señalan los efectos devastadores de la
eliminación de la categoría sexo en las políticas de igualdad de género, las
narrativas contradictorias que difunden, sus efectos a la hora de
contextualizar delitos de violencia machista, su incidencia en las categorías
deportivas, la educación, la lesbofobia y los
espacios seguros de mujeres. Como defiende Miyares
(2021: 12), la agenda y las vindicaciones no definen exclusivamente las agendas
feministas de cada ola feminista, “también los recursos teóricos o
argumentativos que el feminismo se ve obligado a desarrollar para desvelar las
trampas conceptuales, políticas y culturales que impiden la efectiva igualdad
de mujeres y varones”.
Asociaciones feministas apuntan también al negocio millonario que
subyace a la medicalización del género (CB, n.d.
Contexto), ahora como un derecho fundamental como parte de esa performatividad
que, pese al discurso disidente, se parece sospechosamente a una vuelta al
orden tradicional de esencias femeninas y masculinas y que es especialmente
peligrosa para la infancia. Para la Alianza Contra el Borrado de las Mujeres (n.d., Inicio), una de las más activas en la lucha contra lo
que ellas denominan el borrado jurídico de las mujeres, lo contextualiza en su
página web con las siguientes palabras:
“Nosotras, como feministas, no podemos permitir que el género se
introduzca en las leyes como una “identidad” y se proteja por encima de la
categoría sexo. El género no es una identidad, el género es el conjunto de
normas, estereotipos y roles, impuestos socialmente a las personas en función
de su sexo. El género es un instrumento que favorece y perpetúa la situación de
subordinación en la que nos encontramos las mujeres. Por eso, admitirlo como
“identidad” implica esencializarlo, anulando por
completo las posibilidades de luchar contra las imposiciones que conlleva”.
El feminismo abolicionista actual no implica de por sí el fin de la
reacción patriarcal, pero sí una puerta abierta a la recuperación del feminismo
de la política sexual que ha conseguido captar la atención de las mujeres
jóvenes hermanadas por la realidad objetivante y de
violencia sexual que promueve una sociedad pornificada.
Esta vuelta a las vindicaciones feministas que reclamaba la maestra Amorós
(1997) arroja luz, pese a su incesante persecución social desde el
postfeminismo de la diversidad, sobre la importancia de la categoría analítica
sexo como categoría de opresión estructural en pos de la recuperación del
sujeto político “nosotras las mujeres” frente a la fragmentación neoliberal de
los sujetos políticos.
10. Resultados
El análisis de la retórica feminista radical, la retórica de la
disidencia sexual y las ideas de diversas autoras contemporáneas especializadas
en postfeminismo deja constancia de la importancia de conocer la historia del
feminismo para analizar bien el presente. El feminismo, como teoría política y
movimiento social, lleva más de dos siglos constituyéndose como una teoría
crítica de la sociedad con una retórica y unas vindicaciones que arrojan luz
sobre el proceso de suplantación del feminismo por el postfeminismo actual.
Esta historia y sus vindicaciones, junto con las ideas que aportan
grandes teóricas contemporáneas de los Feminist Media Studies sugieren que el discurso postfeminista
constituye una sofisticada reinvención del patriarcado, profundamente enraizada
en la retórica neoliberal, que actúa como un mecanismo de gubernamentabilidad de la alianza
patriarcado-neoliberalismo. En la lógica postfeminista, articulada sobre las
teorías de la “sexualidades disidentes” que colonizaron el feminismo en los
años ochenta, la sexualidad, la feminidad y el atractivo sexual se erigen de
nuevo como la piedra angular de la identidad y el poder de las mujeres.
En esta dirección, los sistemas de poder patriarcado y neoliberalismo
confluyen en la sexualidad de las mujeres como la clave de su alianza. La
hipersexualización de las mujeres, la noción del “emprendimiento sexual” y la
“feminidad” como una propiedad corporal femenina representan mecanismos de gubernamentabilidad
de la política sexual patriarcal de la subordinación femenina. El discurso
postfeminista, a su vez, sustenta una ingente cantidad de industrias -moda,
maquillaje, cirugía estética, dietas, belleza…- y normaliza las industrias de
explotación sexual mediante conceptos como “transgresión” y “libre elección”
dentro del mercado.
11. Conclusiones
Primeramente, este artículo contextualiza el postfeminismo
institucionalizado en un momento histórico concreto: el paso del capitalismo
organizado por el Estado al modelo neoliberal del capitalismo tardío. En línea
con autoras como Fraser, Rottenberg,
McRobbie o De Miguel, la resignificación de los
valores y reivindicaciones feministas representa, por un lado, un proceso de
desarticulación del feminismo hiperpolitizado de la
segunda ola y, a la vez, un mecanismo de gubernamentalidad
del eje de poder patriarcado-capital. Esta retórica promueve un nuevo “sujeto
feminista” profundamente individualizado e insertado en la lógica de la “libre
elección” posmoderna, que invisibiliza la noción de lo social.
Ahora que la desigualdad ya no puede justificarse en la inferioridad
intelectual femenina, y con el matrimonio o la maternidad aparentemente en un
segundo plano, la subjetificación sexual
de las mujeres se convierte en el núcleo de un postfeminismo que identifica en
ella la fuente de poder e identidad de las mujeres. Como apuntan autoras como
Amorós, este fenómeno mantiene a las mujeres en una posición subordinada
respecto a los hombres, reduciéndolas a otra vertiente de su sexualidad, como
característica compartida con los animales, mientras que a los varones les corresponde
lo universal y lo propiamente humano.
La sexualidad de las mujeres, a su vez, constituye la intersección más
rentable de los sistemas de poder patriarcado y neoliberalismo. Para el
primero, como ya se ha avanzado, la nueva feminidad constituye una herramienta
de socialización subordinada. Para el mercado, por su parte, sustenta una
enorme cantidad de industrias que van desde la moda y la belleza hasta las
industrias de explotación sexual, en las que las mujeres constituyen el propio
objeto de consumo, con la bendición de una parte de la academia y de un
activismo postfeminista que habla de empoderamiento y “trabajo sexual”. Como contrarreacción a la reacción patriarcal, impulsado
por diversos fenómenos sociales que han dejado patente la violencia sexual y la
injusticia recurrente que las mujeres sufren por el mero hecho de serlo, el
feminismo radical resurge en su versión del siglo XXI como “feminismo
abolicionista”, repolitizando la sexualidad de las
mujeres como una herramienta de la política sexual.
En el centro de su agenda, el feminismo abolicionista sitúa la
abolición de la prostitución, la pornografía, los vientres de alquiler y las
leyes de identidad de género, comprendidas como formas de violencia estructural
contra las mujeres bajo un maquillaje de empoderamiento y libertad que borra
las opresiones de sexo, clase y raza subyacentes a la mercantilización de las
mujeres.
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[1] El filósofo Michael Foucault utiliza el
término “transgresión deliberada” para referirse a aquella que formula las
relaciones entre sexo y poder únicamente en términos represivos y no
generativos: “Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición,
a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él y de hablar de su
represión posee como un aire de transgresión deliberada” (Foucault, 2021: 11).