El feminismo abolicionista como reacción al postfeminismo:

la reinvención neoliberal del patriarcado en una cronología de cincuenta años

 

Abolitionist Feminism as a reaction to Postfeminism:

The neoliberal reinvention of patriarchy in a fifty-year chronology

 

 

Irene Otero Pérez

i.oterop.2019@alumnos.urjc.es  

Universidad Rey Juan Carlos - España

ORCID: https://orcid.org/0009-0003-2988-4639

 

 

Recibido:   13-03-2025

Aceptado:  12-05-2025

 

 

Resumen

Este artículo aborda el proceso de suplantación de los planteamientos históricos feministas por un postfeminismo neoliberal en sociedades formalmente igualitarias, junto con la respuesta del feminismo abolicionista a este fenómeno. El objetivo de esta investigación es contextualizar el postfeminismo como una sofisticada reinvención del patriarcado que actúa como una tecnología de gubernamentabilidad del eje patriarcado-capital. Como metodología, se ha utilizado la hermenéutica filosófica crítica y la perspectiva de género con una mirada interdisciplinar a las ciencias sociales y los estudios culturales. Los resultados del análisis muestran que el postfeminismo legitima las industrias de explotación sexual mediante conceptos como “transgresión” y “libre elección”, concluyendo que el auge del abolicionismo representa una respuesta repolitizada a esta nueva realidad.

Palabras clave: postfeminismo, feminismo abolicionista, guerras del sexo, feminismo radical, placer y peligro.

 

Abstract

The fourth wave of feminism faces a strong blacklash in the digital space, where communities like  wives ortraditional wiveshave emerged, advocating for the return to old gender roles. This article analyses the phenomenon through media coverage of influencer RoRo Bueno, the first Spanish personality linked to this movement. Using the Critical Discourse Analysis method, two opposing perspectives are identified: those who criticize her as a setback for gender equality and those who defend her, arguing for women’s freedom of choice. The polarization of media discourse highlights the social clash between feminist advancements and the conservative response.

Keywords: postfeminism, abolitionist feminism, sex wars, radical feminism, pleasure and danger.

1. Introducción

 

 

En las últimas décadas, la aceptación y consolidación de importantes valores feministas convive con una “vuelta acrítica” a los valores de la feminidad y la masculinidad que parecían ya superadas (De Miguel, 2015: 265). Desde hace algunos años, además, el movimiento feminista ha experimentado un tremendo auge de popularidad en las sociedades formalmente igualitarias, detonado por diferentes acontecimientos sociopolíticos globales como el movimiento #MeToo o las manifestaciones por los derechos reproductivos de las mujeres en Latinoamérica y España.

En este marco, el feminismo ha transitado del desconocimiento y la descalificación en el que había sido sumido históricamente (Ibídem: 307) hasta su omnipresencia en agendas políticas, medios de comunicación e industrias culturales a una velocidad vertiginosa. En la sociedad actual del “empoderamiento femenino”, sin embargo, se produce un fenómeno confuso en el que la sexualidad de las mujeres, la belleza y la exaltación de la feminidad ostentan un papel clave en todo tipo de informaciones, discursos e incluso teoría académica que las señalan como la fuente de identidad y poder femeninos.

En esta dirección y bajo la creencia de que “igualdad formal” es sinónimo de que “ya hay igualdad” (Ibídem: 119), las industrias de la mercantilización de los cuerpos de las mujeres han experimentado un proceso de glamourización como algo “transgresor” y “disidente”, enmarcadas ya no como violencias estructurales contra las categorías de opresión sexo, raza y clase (Cobo, 2018), sino como una acción emancipadora y libremente elegida por las mujeres en su camino a la igualdad. De esta forma, es habitual encontrar titulares de figuras postfeministas reivindicando el “derecho” de las mujeres a prostituirse, leer entrevistas a “estrellas del porno” elevadas mediáticamente a epítome de la “mujer liberada”, o escuchar a influenciadoras de redes exaltando lo “feminista” que es “crear contenido” en Only Fans.

En esta misma retórica, las teorías de identidad de género o teorías queer han cobrado una gran fuerza institucional, sustituyendo a los antiguos “estudios feministas” en las universidades (Valcárcel, 2023: 249) y promoviendo una serie de leyes y políticas basadas en la subjetividad personal y en la “libre elección” como derechos fundamentales del sujeto neoliberal. Como explica la filósofa Alicia Miyares (2021: 18) “la igualdad como categoría política, jurídica y moral, es suplantada por la diversidad, la identidad o la vulnerabilidad como si no hubiera matices que diferencien su significado”. En este nuevo marco, la categoría “sexo” se desdeña como causante de desigualdad alguna y el género deja de considerarse una herramienta de socialización de la “política sexual” radical (Millett, 1995: 69) para celebrarse como una performance contra el sistema.

En paralelo a estas informaciones, con una presencia mediática y cultural mucho menor, el feminismo abolicionista ha experimentado un resurgir en los últimos años como contra-reacción a este otro “feminismo” sistémico, gracias en gran parte, a las redes sociales de plataformas de activismo y teóricas feministas. Este nuevo abolicionismo, como corriente feminista fuertemente arraigada a los postulados de la segunda ola y a la teoría crítica freudomarxista, aboga por la recuperación del análisis estructural de la política sexual y el sujeto político “nosotras las mujeres” (MacKinnon, 1990: 9).

El feminismo abolicionista, además, ha contado con un profundo calado en territorio español gracias a la tradición ilustrada que han mantenido escuelas de pensamiento como la de Celia Amorós y sus herederas teóricas, conceptualizando, para poder politizar (Amorós, 2008), el “espacio de las idénticas” al que conduce la esencialización sexual: “Es como si los varones hubieran intelectualizado su sexo, para incorporarlo orgánicamente a su ser uno, a la vez que han sexualizado hasta el cerebro de las mujeres para instituirlas en un orden continuo indiferenciado” (Ibídem: 208).

En el centro de la agenda del feminismo abolicionista se sitúan, por un lado, las teorías abolicionistas de las industrias de explotación sexual de las mujeres: prostitución, pornografía y vientres de alquiler, como opresiones propias de la categoría sexo que perpetúan la subordinación de las mujeres. Por el otro, en la misma dirección, las teorías identitarias de género que reniegan de la categoría estructural “sexo” reivindicando esencias y energías femeninas individuales y “libremente elegidas”, promoviendo el borrado jurídico de las mujeres y las conquistas de igualdad conseguidas por el movimiento feminista en nombre de la diversidad.

 

 

2. Objetivos

 

 

El objetivo general de este artículo es arrojar luz sobre el proceso de resignificación del “feminismo” en el marco neoliberal, tomando las guerras del sexo en el movimiento feminista y las posturas antiponografía y proponografía como punto de inflexión. Igualmente, como objetivos concretos se pretende realizar una aproximación a la constitución y vindicaciones del feminismo abolicionista como como contra-reacción feminista a la reacción patriarcal y recoger las principales trampas retóricas que el postfeminismo utiliza subjetivando a las mujeres en su sexualidad.

 

 

3. Metodología

 

 

Para realizar esta investigación se ha utilizado una metodología basada en la hermenéutica de la filosofía con perspectiva de género. Para ello, se ha utilizado literatura académica que aborda el componente político de la sexualidad, desde la teoría feminista, pero también desde disciplinas más generales, como la filosofía o la sociología. Esta cronología esquematizada presenta los defectos propios de toda simplificación, pero conceptualiza en lo esencial la realidad de los complejos movimientos retóricos que pretende reflejar en momentos históricos específicos. Igualmente, como movimiento político reciente, recoge de forma genérica los hitos fundacionales y agendas del feminismo abolicionista actual, centrando esta contra-reacción en el caso español, con un calado profundo gracias a sus escuelas feministas ilustradas.

 

 

4. Conceptualizar es politizar: el postfeminismo como reacción patriarcal a las conquistas de la segunda ola

 

 

Numerosas autoras feministas han analizado el proceso de sustitución del feminismo de la segunda ola por su resignificación postfeminista en el imaginario colectivo. La filósofa Nancy Fraser (2009: 96) contextualiza este fenómeno en el momento del cambio del “capitalismo organizado por el Estado” al neoliberalismo en los años ochenta, “invirtiendo la fórmula anterior, que pretendía usar la política para domesticar los mercados, los partidarios de esta nueva forma de capitalismo proponían usar los mercados para domesticar la política”. El ascenso del neoliberalismo transformó drásticamente el terreno en el que operaba el feminismo de la segunda ola y aspiraciones que tenían un claro impulso emancipador en el contexto del capitalismo organizado de Estado asumieron un significado mucho más ambiguo desde ámbitos tan relevantes como el economicista o el del androcentrismo. La consecuencia, argumentará la autora, “fue la de resignificar los ideales feministas”.

Para la investigadora Catherine Rottenberg (2014), el feminismo liberal está siendo desplazado por un “feminismo neoliberal” que dirige su atención a un tipo muy específico de desigualdad y genera un “sujeto feminista” particular. De acuerdo con el análisis de la autora, el sujeto feminista neoliberal es claramente consciente de las desigualdades actuales entre hombres y mujeres, pero profundamente neoliberal en su retórica en dos premisas clave. Por un lado, esta reniega de los aspectos sociales, culturales y económicos estructurales que producen esta desigualdad y, por otro, acepta la plena responsabilidad del sujeto en su propio bienestar y autocuidado dirigido, cada vez más, a crear un equilibrio entre el trabajo y la familia basado en un cálculo de costo-beneficio. Rottenberg (2014: 420) defiende que el feminismo liberal está siendo desarticulado y transmutado en un “modo de gubernamentabilidad del neoliberalismo”, en el sentido foucaultiano del término.

Angela McRobbie (2004: 255), investigadora referente en estudios culturales feministas, conceptualiza el “feminismo neoliberal” como “postfeminismo”. Apoyándose en las ideas sobre mecanismos de reproducción del poder de Laclau, Zizek y Butler, la autora enmarca el postfeminismo como un fenómeno fuertemente arraigado en el mercado en el que los medios de comunicación, los productos culturales y las industrias publicitarias juegan un papel determinante como lugar donde “el poder se rehace en diversas coyunturas dentro de la vida cotidiana constituyendo nuestro sentido, poco sólido, del sentido común” (McRobbie, 2017: 324). En línea con la idea de la gubernamentabilidad neoliberal de Rottenberg, McRobbie (2017: 323) conceptualiza el postfeminismo como “un proceso mediante el cual los logros feministas de los años setenta y ochenta se han ido socavando de forma activa e incesante”.

De acuerdo con la autora, el posfeminismo reivindica el feminismo solo para asegurar que la igualdad de género ya se ha establecido y que, por ello, este pertenece al pasado y debe ser renovado con una multiplicidad de significados afines al paradigma actual (McRobbie, 2004: 255). Esta idea establece un “doble entrecruzamiento” en el que los valores neoconservadores relacionados con el género, la sexualidad y la vida familiar coexisten en el imaginario colectivo de las mujeres con los procesos de liberalización en lo que respecta a la elección y a la diversidad en las relaciones domésticas, sexuales y de parentesco (McRobbie, 2017). Este “nuevo feminismo” asegura además incorporar un tipo de feminismo “no ideológico” o de “sentido común” a la vida social y política, ofreciendo un argumentario superficial basado en datos que se consideran socialmente obvios o incluso naturales de la condición femenina.

Para la periodista americana Imelda Whelehan (2000: 17), la sociedad ha entrado en un estado de “retro-sexismo” en el que las representaciones de las mujeres, “desde las banales hasta las francamente ofensivas”, se están reinventando de manera defensiva contra los cambios culturales en la vida de las mujeres. Cabe destacar, en lo que respecta a estas representaciones femeninas en el discurso mediático y cultural, que teorías como la de Teun A. Van-Dijk, referente en análisis crítico de discurso, apuntan que “la persuasión, en un sentido amplio, se define en términos de control de las representaciones sociales” (De Andrés y Maestro, 2014: 195).

Para la escritora Susan Faludi (1991), este proceso de despolitización forma parte de una respuesta conservadora y concertada entre distintas entidades sociales, que cuestionan los logros del feminismo, es decir, las interferencias antifeministas se producen de forma más o menos coincidente con los avances del feminismo. Como explica la investigadora María Ávila (2018: 54), mientras que para Faludi el postfeminismo es solo una reacción negativa, para McRobbie este se inspira positivamente en el feminismo y lo invoca como algo que puede tenerse en cuenta, para luego incorporar todo un repertorio de nuevos significados que enfatizan que ya no se necesita, que es una fuerza gastada.

De acuerdo con McRobbie (2017: 325), el año 1990 constituye el punto de inflexión en el que este doble entrecruzamiento que se manifiesta en la cultura política y popular impacta también en el feminismo académico hacia su desarticulación. Si bien la autora señala este momento como punto álgido de la autocrítica feminista, este artículo quiere incidir en que este proceso comienza a gestarse con las guerras del sexo en el seno del movimiento feminista (De Miguel, 2015). Para comprender el proceso de despolitización del feminismo y el papel de la sexualidad de las mujeres en este giro retórico, este artículo propone volver la mirada a ese momento, como punto de inflexión entre el feminismo radical más político y el postfeminismo hegemónico vigente.

 

 

5. Antes de la guerra: teoría radical contra la pornografía como discurso patriarcal

 

 

El periodo entre 1960 y 1980 se ha denominado popularmente como “La Edad de Oro del Porno” o “Porno Chic” (Blumenthal, 1973). Como recoge la investigadora feminista Mónica Alario, en estos años se lanzan al mercado las revistas pornográficas, a la venta —y visibles— en supermercados y kioscos y se estrenan en las salas de cine numerosas películas porno de alto presupuesto. Para la autora, esto produce un fuerte impacto social, ya que “la cosificación de las mujeres por medio de la pornografía se introdujo en las calles, en el espacio público” (Alario, 2021: 131-132). De acuerdo con las teorías de Carolyn Bronstein (2011: 64), investigadora referente en Feminist Media Studies, a finales de los años setenta, solo en San Francisco podían encontrarse cuarenta salas de cine X, docenas de peep shows y stripclubs y unos catorce Encounter Studios, un tipo de burdel donde los clientes pueden obtener “espectáculos” privados de mujeres desnudas. La revolución sexual se convertía en “la revolución sexual comercial” (O. Self, 2008: 289) y tomaba las calles con la premisa de revitalizar o modernizar las ciudades y liberar a la ciudadanía de todas sus inhibiciones.

La revolución sexual, que se había originado bajo los postulados freudomarxistas de la sexualidad libre e igualitaria, como “un lugar de cobijo y rechazo de la lógica instrumental y del beneficio del capitalismo” (De Miguel, 2015b: 22), se había sumido en una deriva patriarco-neoliberal imparable. En este segundo momento filosófico, las ideas de George Bataille mantuvieron la metafísica de la sexualidad, recuperando la idea sadeana de que dominación y destrucción están intrínsecamente ligadas al deseo sexual (Puleo, 2015: 17). Con ellas, cobró vigencia un nuevo ideal femenino, el de la mujer prostituta, por representar esta, según el pensador, “el estigma y la vergüenza” como transgresora de las normas (Bataille, 1976: 122). Las ideas del erotismo batailleano imbuyeron la contracultura del momento exaltando una heterosexualidad en la que la dominación masculina y la violencia son la esencia de la naturaleza del varón y el sometimiento el rasgo distintivo de la “mujer liberada”.

El feminismo radical, ya socialmente establecido, encaró este momento incluyendo la lucha contra la mercantilización de los cuerpos de las mujeres entre sus reivindicaciones, con todo tipo de acciones protesta respaldadas por un fuerte aparato crítico (De Miguel, 2015: 22). El abolicionismo de la prostitución no constituía ninguna novedad como reivindicación feminista: el feminismo ilustrado, el feminismo socialista o el sufragismo ya habían sido férreos defensores de esta postura antes del análisis de la política sexual de la segunda ola (Palomo, 2013: 217). La colonización de la sexualidad por la pornografía y su papel como herramienta de la política sexual para mantener la jerarquía de clase sexual dinamitarán una escisión del movimiento feminista conocida en la historia de la teoría feminista como las “Guerras del Sexo”.

La palabra “pornografía” se construye con la raíz griega “porno”, que significa “prostitución” o “mujeres cautivas” más “graphos”, “escribir sobre" o “descripción de”. La confrontación de ambos términos en este vocablo ya deja patente la relación de dominación y violencia que implica, reemplazando el anhelo espontáneo de deseo y cercanía con la cosificación y el voyeurismo (Steinem, 1980: 37). Desde un punto de vista legal, el término “pornografía” se ha asociado históricamente con “materiales sexualmente explícitos” y con el concepto de “obscenidad” (Bronstein, 2011: 3). De acuerdo con la Corte Suprema de los Estados Unidos, en 1962 se consideraban “materiales obscenos” aquellos que apelen a un mero “interés lascivo por el sexo” sin valor “literario, artístico, político o social” y que constituyan una ofensa patente para la comunidad.

La aproximación legal dista profundamente del análisis radical, que prescinde de conceptos “morales” como la “obscenidad” para poner el foco en la deshumanización de las mujeres y la violencia sexual que la pornografía normaliza socialmente. Para la escritora y activista Andrea Dworkin (1989: 33), la pornografía se define como “la subordinación gráfica y sexualmente explícita de las mujeres en imágenes y/o palabras”. Para la escritora Susan Brownmiller (2013: 6966), “la pornografía, como la violación, es un invento de los hombres, diseñada para deshumanizar a las mujeres y para reducirlas a un objeto sexual accesible, no para la liberar la sensualidad de las inhibiciones morales o paternalistas”. La activista Diana E. H. Rusell (1993: 4), por su parte, prescinde de la condición de “material sexualmente explícito” para definir la pornografía como “cualquier tipo de material que relaciones el sexo con el abuso y la degradación de las mujeres”.

Para las feministas antiponografía, esta constituía una contrarreacción patriarcal frente a las conquistas del feminismo y, como discurso de odio contra las mujeres, una reafirmación de las ideas del sistema de división sexo-género. En ese sentido, la idea de que pornografía es sinónimo de “sexo” es peligrosa en tanto que la pornografía muestra un modelo de sexualidad patriarcal “basado en el esquema sujeto-objeto, que normaliza y erotiza la ausencia de deseo y consentimiento de las mujeres, es decir, la violencia sexual contra ellas” (Alario, 2021: 40). Para las radicales, esta idea no solo se transmite con la pornografía violenta o hardcore, sino también en su llamada versión soft core y en la pornificación cultural como parte de un continuo. Para Dworkin y MacKinnon (1993: 79), en su crítica al soft core de Playboy:

 

“Las mujeres en Playboy son deshumanizadas, usadas como objetos sexuales y mercancías, sus cuerpos son fetichizados y vendidos. […] Se presentan en posturas de sumisión y servilismo sexual. Acceder a su garganta, ano y vagina es el objetivo de las poses en las que son retratadas. […] La idea básica de toda la pornografía subyace a las imágenes de Playboy: las mujeres son putas por naturaleza”.

 

Brownmiller (1975: 394) no dudaba en afirmar que “la pornografía es la esencia no diluida de la propaganda antimujeres”. Empaquetada como elemento revolucionario y liberador, la sexualidad patriarcal se había consolidado como la forma “correcta” de sexualidad, lo que conllevaba una grave distorsión socialmente compartida. El modelo de la nueva “mujer liberada” que transmitían películas pornográficas mainstream, como Garganta Profunda (Damiano, 1972) colonizaba la sexualidad de las mujeres y su propia subjetificación, pero, sobre todo, les daba alas a los hombres para exigir determinados comportamientos y rechazar o castigar a las mujeres que no se adaptaran al nuevo ideal femenino. En palabras de Russell (1993: 4), esto puede conllevar abuso verbal o físico, incluyendo la violación por parte de hombres que consideran legítimo el acceso a su mercancía sexual.

Como explica Rosa Cobo (2018: 18), el relato pornográfico crea deseos en los espectadores y construye significados relacionados con la extrema sexualización con la que las mujeres son representadas. En la jerarquía patriarcal, los hombres ostentan el poder de nombrar las realidades, de significarlas y resignificarlas en función a la conveniencia de su clase sexual. Para Dworkin (1989:17), este poder permite a los hombres definir la experiencia, articular valores, designar las cualidades y el ámbito de las cosas y, con ello, controlar la percepción misma. La pornografía encarna en fondo y forma el poder masculino, aniquilando la humanidad de las mujeres categorizadas como “perras”, “zorras”, “coños”, “putas” o cualquiera de las decenas de acepciones con las que se las denigra a animales o partes del cuerpo despersonalizadas. Para Adrienne Rich (1996: 27):

 

“El mensaje más pernicioso comunicado por la pornografía es que las mujeres son las presas sexuales del hombre y que les encanta; que la sexualidad y la violencia son congruentes y que para las mujeres el sexo es esencialmente masoquista; la humillación, placentera, y el abuso físico, erótico”.

 

 

6. Las Guerras del sexo: la sustitución del sexo por las prácticas sexuales como categoría de opresión

 

 

La lucha contra la mercantilización de los cuerpos de las mujeres desde el feminismo radical implicó diferentes acciones de grupos de activismo como Women Against Violence and Pornography in the Media (WAVPM) o Women Against Pornography (WAP) señalando la cultura como vehículo de reproducción del discurso patriarcal. Entre ellas, destacaron el boicot a la campaña de Black and Blue de los Rolling Stone exaltando el “deseo” de las mujeres de ser sexualmente sometidas, los porn tours o visitas a los locales de explotación sexual en San Francisco o las protestas contra el popular filme sadomasoquista “Historia de O” (Jaeckin,1975; Bronstein, 2011).

En estas últimas, que contaron con una gran cobertura mediática, las activistas de WAVPM realizaron declaraciones rechazando la frecuente explotación del sadomasoquismo en la pornografía, pero también en las relaciones consensuadas fuera de ella. Para las feministas, las prácticas sadomasoquistas implicaban un juego de poder basado en el abuso mental y físico que reproducía las dinámicas del sistema patriarcal. Las protestas contra el sadomasoquismo o S/M causaron malestar entre los grupos de lesbianas sadomasoquistas, lo que originó la fundación del colectivo Samois de la mano de la escritora Pat Califia (actualmente Patrick Califia) y la antropóloga feminista Gayle Rubin (Bronstein, 2011: 140).

Como explica Rubin, Samois nació en 1978, de la confluencia del feminismo, el activismo por la libertad homosexual y los movimientos S/M de la época. La organización nace para articular la defensa del S/M frente a los grupos feministas con el manifiesto What Colour is your Handkerchief? en el que declaraban “minoría sexual oprimida” a las personas que llevaban a cabo este tipo de prácticas, introduciendo el concepto que detonaría una profunda escisión en el movimiento feminista, la jerarquía social basada en la preferencia sexual (Samois, 1979: 2) independiente a la jerarquía sexo-género.

En las reflexiones que Califia (2000: 7) publicó en la conocida revista gay The Advocate tras las protestas radicales, la fundadora de Samois se declara una “sádica”, mucho más identificada con el sadomaoquismo que con el lesbianismo. La autora explica que rol sádico la convierte en una lesbiana atípica, ya que la mayoría de ellas prefieren el rol sumiso, como algo individual y ajeno a la socialización femenina. A lo largo de un artículo en el que resuenan los ecos de la filosofía de la transgresión batailleana, la escritora describe las prácticas que implica este sadismo, junto con las motivaciones y las expectativas que conlleva:

 

“En cuanto la puerta se cierra le ordeno que se desnude. En mi habitación no existe la desnudez casual. Cuando le quito la ropa a una mujer, estoy negando temporalmente su humanidad, sus privilegios y sus responsabilidades […]. Mi esclava tiene el coño rasurado. Eso le recuerda que yo poseo sus genitales y refuerza su rol como mi niña, mi propiedad (Califia, 2000: 221)”.

 

Junto con Califia, Rubin es una de las autoras más activas en la justificación teórica del sadomasoquismo. En su artículo The Leather Menace (1987), la antropóloga enmarca el S/M como una práctica sexual identitaria, históricamente ligada a las comunidades homosexuales, describiendo las distintas formas de opresión que estas han experimentado en torno a esta práctica, incluyendo la opresión (sic) del feminismo antiponografía. Frente a la diversión y el placer que, para la autora, entraña el S/M, el discurso feminista antiponografía es equiparado con la retórica de las purgas homosexuales de la Unión Revolucionaria.

En medio de acusaciones y publicaciones cruzadas entre feministas antiponografía y el nuevo movimiento proponografía, el 24 de abril de 1982, unas ochocientas académicas, estudiantes y activistas acudieron a la Universidad de Barnard a la conferencia The Scholars and the Feminist: IX: Toward a Politics of Sexuality. De acuerdo con Carole Vance (en Bracewell, 2011: 6), la coordinadora del encuentro, la conferencia tenía como objetivo “reenfocar la agenda feminista en torno a la sexualidad, atendiendo al placer sexual de las mujeres, la elección y la autonomía, reconociendo que la sexualidad es, simultáneamente, un área de restricción, represión y peligro y un área de exploración, placer y agencia”. Las feministas antiponografía quedaron excluidas del comité del encuentro y de las sesiones del mismo (Bronstein, 2011).

La influencia de la conferencia de Barnard en el feminismo actual no puede comprenderse sin la publicación de “Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina” coordinado por Carole Vance. Este libro, que vería la luz por primera vez en 1983, recoge las ponencias de Vance, Alice Echols, Ellen Carol DuBois, Linda Gordon, Amber Hollibaugh y Gayle Rubin, siendo esta última la más influyente en el postfeminismo actual, cimentado sobre el discurso de la disidencia sexual (De Miguel, 2015: 2114).

En su ensayo “Thinking Sex: Notes for a Radical Theory of the Politics of Sexuality”, Rubin (1989) consolida las ideas de la jerarquía de la sexualidad y sus prácticas situando en la parte alta de la jerarquía a las relaciones sexuales heterosexuales no promiscuas y/o “vainilla”, es decir, “suaves” en contraposición al sadomasoquismo. En la escala baja de esta estratificación, por su parte, la antropóloga sitúa las “sexualidades disidentes”, en las que engloba prácticas basadas en el deseo mutuo, como la homosexualidad, con otras como la prostitución o el “sexo intergeneracional” que considera libremente elegidas (Favaro y De Miguel, 2016: 6).

Thinking Sex” es considerado un texto fundacional de los estudios queer y, junto con “Traffic in Women”, una larga reflexión sobre la economía política de la heterosexualidad y la jerarquía sexual que separa la heterosexualidad “natural” de otras sexualidades “antinaturales” (Vance, 2010: 135). Para la autora, “el reino de la sexualidad posee también su propia política interna, sus propias desigualdades y sus formas de opresión específica” (Rubin, 1989: 114). En la línea de las propuestas foucaultianas, igual que sucede con otros aspectos de la conducta humana, “las formas institucionales de la sexualidad en cualquier momento y lugar dados son producto de la actividad humana”.

A lo largo de todo el artículo, Rubin detalla como la sexualidad funciona como un vector de opresión, donde las minorías sexuales pagan un alto precio social. Para la autora, es importante poder indicar agrupaciones de comportamiento erótico y tendencias generales dentro del discurso erótico. La autora reflexiona sobre otras cinco formaciones ideológicas además del esencialismo sexual, cuyo control del pensamiento sexual es tan fuerte que no discutirlas es permanecer atrapado en ellas: “la negatividad sexual, la falacia de la escala extraviada, la valoración jerárquica de los actos sexuales, la teoría del dominó del peligro sexual y la falta de un concepto de variación sexual benigna” (Ibídem: 135).

En el marco de Barnard se consolidarían las nomenclaturas con las que se conocería a cada una de estas posiciones en la opinión pública desde aquel momento. El término “prosexo” se utilizaría para denominar al grupo de escritoras feministas, académicas, activistas y artistas que consideraban que las premisas del feminismo antiponografía podían privar a las mujeres de su derecho a explorar una sexualidad placentera y diversa (Bronstein, 2011: 16). Esta línea de pensamiento también sería autodenominada como “sex positive”, “sexual radicals”, “feministas anticensura” o “sexual libertarians”. Por oposición, en una astuta maniobra retórica, las feministas antiponografía serían etiquetadas como “feministas antisexo”, también llamadas “sex negative”, “feministas procensura” o “feministas culturales”.

Para la teórica política feminista Lorna Bracewell, las guerras del sexo, y Barnard como su punto álgido, han sido tratadas con una narrativa dicotómica y patriarcal de “pelea de gatas” entre facciones feministas rivales. Según esta autora, la simplificación de estos sucesos conlleva no solo la invisibilización de ciertos fenómenos clave en la genealogía feminista, “sino la capacidad de reconocer las potentes corrientes en el feminismo actual que estos eventos, al menos en cierta parte, han producido” (Bracewell , 2021: 12). Es importante subrayar que el movimiento proponografía se conformaba de distintos grupos y reivindicaciones entre las que solo algunas contaban con una trayectoria feminista previa (Ibídem: 15), incluyendo grupos con intereses varios en establecer esta “transgresión deliberada”[1] que es definida en los márgenes del mercado.

7. Patriarcado y neoliberalismo: la alianza postfeminista en torno a la sexualidad de las mujeres

 

 

Pocos años después de Barnard, en un marco ya de neoliberalismo imperante, las premisas feministas de la segunda ola fueron cuestionadas íntegramente desde distintos frentes enraizados en el pensamiento posmoderno, como las feministas postcoloniales Spivak, Trinh o Mohanty o teóricas feministas como Butler y Haraway. Para McRobbie (2017: 325):

 

“[Estas teóricas]Inauguraron la desnaturalización radical del cuerpo postfeminista. Bajo la imperante influencia de Foucault, el interés analítico feminista se desplaza desde los bloques de poder centralizados, por ejemplo, el Estado, el patriarcado o la Ley hacia lugares más dispersos, como eventos e instancias de poder definidos como fluidos, y también hacia convergencias más específicas, como son los actos del habla, los discursos y sus recepciones”.

 

En la línea teórica de Judith Butler, para McRobbie (Ibídem) el cuerpo y el sujeto se convirtieron en los puntos nucleares del feminismo: “su concepto de subjetividad y la idea de que los modelos e interpelaciones culturales crean a las mujeres y las produce como sujetos mientras que, de manera evidente, simplemente las está individualizando”. Como apuntaban autoras como McKinnon o Pateman (en Bracewell, 2021: 22), esta “política del cuerpo” y la individualización que conlleva “oscurece la sujeción de las mujeres a los hombres en un orden aparentemente universal, igualitario e individualista”.

En su “reconstrucción de las políticas feministas del cuerpo” la filósofa americana Susan Bordo (2003) argumenta que el cuerpo —lo que comemos, cómo nos vestimos, las rutinas diarias de cuidado corporal— está profundamente mediado por la cultura. Tal y como afirma la antropóloga británica Mary Douglas (1989: 93), “El cuerpo es una poderosa forma simbólica, una superficie en la que las reglas principales, las jerarquías e incluso los compromisos metafísicos de una cultura quedan inscritos e incluso reforzados en su propio lenguaje”.

Para Michael Foucault (en Bordo, 2003: 165), en su crítica de las sociedades modernas, el cuerpo no es solo un “texto de la cultura, sino un locus práctico de control social”. La producción de “cuerpos dóciles” para el sistema requiere, según el pensador francés, “una coerción ininterrumpida dirigida a los procesos mismos de la actividad corporal”. Bordo se apoya en las ideas de Foucault (1979: 28) en obras como Historia de la sexualidad o Disciplina y castigo para recordar la primacía de la práctica sobre las creencias. No es mediante la ideología sino mediante la organización y la regulación del tiempo, el espacio y los movimientos de nuestra vida diaria como nuestros cuerpos son entrenados, modelados y marcados con el sello de las formas predominantes de individualidad, deseo, masculinidad y feminidad.

En esta línea teórica, la autora argumenta la estandarización de un nuevo ideal femenino con el que las mujeres se construyen como “cuerpos dóciles” para la alianza patriarcado-neoliberalismo, cuerpos acostumbrados a una constante regulación externa, a la sujeción, a la obligatoriedad de la “mejora”. En este nuevo modelo de feminidad, el cuerpo requiere una constante atención, normalizando dietas, maquillajes y vestuario como el eje central de la vida de las mujeres. Paradójicamente, estas actitudes son consideradas como “feministas” y empoderantes en el marco postfeminista actual.

Para Rottenberg aquí es donde se enmarca el giro ideológico entre el feminismo liberal clásico y el postfeminismo. Si la razón de ser del primero era plantear una crítica inmanente al liberalismo que revelara las exclusiones de género frente a las proclamas de igualdad universal de la democracia liberal — respecto a la ley, el acceso institucional y la plena incorporación de la mujer a la esfera pública—, este nuevo feminismo parece perfectamente sintonizado con la evolución del orden neoliberal. Es decir, el postfeminismo no presenta una crítica al neoliberalismo, sino que promueve una idea de “nuevo feminismo” fuertemente arraigada en la racionalidad de su propio sistema que actúa además como un proceso de desarticulación del movimiento feminista (Rottenberg, 2014: 420).

En esta dirección, la filósofa Alicia Puleo (2018) establece un esquema que diferencia entre patriarcados de coerción y patriarcados de consentimiento. Como Michael Foucault (2021) señaló con respecto al dispositivo de sexualidad y poder, la coerción de los patriarcados tradicionales —todavía vigentes fuera de las sociedades occidentales— es sustituida por la incitación en las sociedades posmodernas. En los patriarcados del consentimiento, las mujeres no serán encarceladas o asesinadas por no cumplir las exigencias del rol sexual que les corresponda.

En lugar de ello, en un proceso mediado por la cultura, será el propio sujeto quien busque cumplir el mandato, en este caso a través de las imágenes de la feminidad normativa contemporánea, por ejemplo, juventud y belleza obligatorias, estrictos cánones de belleza, subjetificación en el atractivo sexual, dobles jornadas laborales, etc. (Puleo, 2005). Para Puleo (2005: 39), “La asunción como propio del deseo circulante en los media tiene un papel fundamental en esta nueva configuración histórica del sistema de género-sexo”.

De esta forma, el postfeminismo llega para ocupar el lugar del feminismo colectivo y político, dejando claro el antagonismo para con el movimiento con el prefijo “post-”, resignificándolo y señalándolo como inadecuado para su propia definición (Whelehan, 2000: 77). Lo más problemático de este proceso de resignificación frente a otras reacciones patriarcales previas es que, por más prefijos que se añadan, el concepto central se mantiene y la “propiedad histórica” del movimiento parece concedérsele a quienes lo cargan de nuevos significados. Para Whelehan (Ibídem: 78), “El feminismo, cómo término, se ha convertido en algo tan pesado que amenaza con implosionar bajo sus propias contradicciones”.

 

 

8. La sexualidad de las mujeres como fuente de poder e identidad postfeminista

 

 

Uno de los aspectos más claros del postfeminismo mediático es la preocupante obsesión por el cuerpo de las mujeres. A diferencia del enfoque constructivista del feminismo radical, el postfeminismo considera la feminidad como una propiedad corporal innata (Gill, 2007: 148). La posesión de un “cuerpo sexy” se representa en los medios de comunicación y productos culturales como la principal fuente de identidad de las mujeres en sustitución de la maternidad y el cuidado, aunque no de manera excluyente.

En la “modernización” de la feminidad patriarcal, los nuevos atributos de “transgresión” y “empoderamiento” conviven con los de la feminidad tradicional —cuidados, dulzura, priorización del amor romántico, maternidad, etc.— en lo que la antropóloga feminista Marcela Lagarde (2005: 803) definió como “sincretismo de género”, un fenómeno con el que las opresiones de género modernas y tradicionales coexisten en la construcción de la identidad femenina.

De acuerdo con el análisis de Gill (2007), el cuerpo de las mujeres se presenta simultáneamente como una fuente de poder y como el cuerpo “indisciplinado” de la feminidad tradicional que exige una constante vigilancia, trabajo y remodelación —con sus consiguientes gastos— para ajustarse a los juicios cada vez más estrictos sobre el atractivo femenino. La vigilancia de los cuerpos de las mujeres constituye quizás el contenido multimedia más extendido en todos los medios, con una relevancia capital en las redes sociales y plataformas de contenidos digitales.

En esta dirección, podría considerarse el concepto de “capital erótico” de Catherine Hakim (2011), socialmente muy popular hace algunos años. Con el término “capital erótico”, la autora se refiere al atractivo como un activo personal al mismo nivel que los capitales “económico”, “cultural” y “social” de Pierre Bourdieu. Para la autora, el “capital” o “poder erótico” interpela a ambos sexos y engloba atributos como la belleza, el atractivo sexual, el don de gentes y la competencia sexual.

La hipersexualización de la cultura occidental contemporánea ha sido posible por una acusada retórica neoliberal de agencia, libre elección y autodeterminación, que dentro de los discursos sobre sexualidad han producido una feminidad siempre lista para tener sexo, una mujer sexualmente inteligente y activa dispuesta a participar en las prácticas de consumo en la producción de su propia biografía (Gill, 2007b). Así, en medios de comunicación, productos culturales y publicidad es fácil encontrar narrativas pre-empaquetadas de conocimiento sexual para una mujer joven, que se expresa con la moda y “decide” quién es con cada compra. Para las investigadoras Evans, Riley y Shankar (2010: 115):

 

“Un ejemplo podrían ser las clases de burlesque y pole dance; la propiedad casi obligatoria de juguetes sexuales; estilos de moda porno-chic o porn star; imágenes de modelos de lencería sexualmente asertivas y “empoderadas” en vallas publicitarias y en las páginas de revistas femeninas; la publicación de manuales de sexo/pornografía o el interés de los medios por libros y blogs eróticos; el aumento de directoras de porno y propietarias de sex-shops”.

 

Para contextualizar el contradictorio sujeto postfeminista, las investigadoras Rosalind Gill y Laura Harvey (2011) acuñan el término “emprendedora sexual” un concepto construido sobre la idea de la subjetificación sexual y las “tecnologías del sexynes” como “tecnologías del yo”, dirigidas específicamente a las mujeres, en las líneas que propone Hillary Radner. La noción de “emprendimiento sexual constituye una herramienta de gubernamentabilidad que incita a las mujeres a alcanzar un tipo específico de sujeto dotado de agencia, a condición de que esta se utilice para construirse como un sujeto muy parecido a la fantasía masculina heterosexual de la pornografía.

En el contexto de la pornificación cultural, pornografía y sexo se han convertido en sinónimos en el imaginario colectivo. El secuestro del sexo por la pornografía supone que las desigualdades que esta promulga, la política sexual que normaliza, la violencia que erotiza y su imaginario estético se comprendan socialmente como “el sexo” (Alario, 2021). Esta narrativa en torno a las virtudes de la pornografía en la vida de las mujeres se propone como un discurso emancipador que utiliza la retórica postfeminista para resignificar ideas antifeministas y a veces profundamente misóginas que se difunden en medios de comunicación, cultura popular y redes sociales.

  En último término, el ideal de la “emprendedora sexual” (Harvey y Gill, 2011) como mujer moderna y empoderada entronca con la narrativa de las industrias de explotación sexual que han experimentado un conveniente proceso de idealización en los últimos años. En un contexto social marcado por la noción de la libre elección, el individualismo y el consumo, estas instituciones patriarcales se representan ahora como empoderantes e incluso “disidentes” de una “sexualidad vainilla” fruto de la represión del poder, avaladas por teóricas de este “nuevo feminismo”, como Rubin o Despentes.

Bajo esta premisa, los medios de “tendencias” o “estilo de vida” exaltan las virtudes de la mercantilización explícita de las mujeres con titulares como: “Los mejores consejos de los creadores de contenido de OnlyFans para hacer videos caseros” (Barret, 2021), “Por qué el trabajo sexual es un trabajo de verdad” (Mofokeng, 2019) o “Steisy cuenta todo sobre su OnlyFans […]” (BiHappy, 2022) en Vice Magazine, Teen Vogue y Mtmad respectivamente, por citar solo unos ejemplos.

 

 

9. El “Feminismo Abolicionista”: una repolitización de la sexualidad heredera del feminismo radical

 

 

Al grito de consignas que reivindican que “El feminismo es abolicionista”, el “abolicionismo” o “feminismo abolicionista” actual surge en paralelo a una serie de sucesos y fenómenos sociales de alcance global, como el nombramiento de Donald Trump como presidente tras repetidas declaraciones misóginas, el movimiento Me too denunciando la violencia sexual o las movilizaciones de El Tren de la Libertad contra las tentativas de restricción de los derechos reproductivos de las mujeres en España y América Latina. Si bien es cierto que el “estallido feminista” inicial pronto se disolvió en la retórica postfeminista para la opinión pública, también lo es que, en menor medida, impulsó el resurgir de las consignas de la segunda ola en la academia y en el activismo feminista interpelando las contradicciones postfeministas (Cobo, 2019: 135).

En el caso español, esta vuelta a las reivindicaciones feministas originales caló de manera profunda con injusticias flagrantes para las mujeres como la primera sentencia del juicio por la violación grupal de San Fermín en 2016, pero también gracias a la tradición filosófica de pensadoras como Celia Amorós, que habían mantenido vivas las vindicaciones feministas con grandes teóricas como Amelia Valcárcel, Ana de Miguel, Rosa Cobo, Alicia Puleo o Alicia Miyares. Con la violencia sexual en el centro de sus reivindicaciones, muchas mujeres de todas las edades, también las jóvenes, se identificaron en estas consignas para luego incorporarse a las organizaciones feministas o crear asambleas u organizaciones abolicionistas propias (Cobo, 2019: 134). Actualmente, es posible encontrar plataformas abolicionistas en prácticamente la totalidad de las provincias españolas, así como incontables grupos en webs y redes sociales.

El abolicionismo se estructura en torno a cuatro ejes principales: el abolicionismo de la prostitución, de la pornografía, de los vientres de alquiler y del “género”, que pueden constatarse como núcleo fundacional de colectivos como la extinta Asamblea Abolicionista de Madrid, la Alianza Contra el Borrado de las Mujeres (CB), el Movimiento Feminista de Madrid, Catalunya Abolicionista (CATAB) o la Asociación Feministas Radicales Andalucía.

Primeramente, igual que sus predecesoras de la segunda ola, el feminismo radical aborda la violencia sexual apuntando a las industrias de explotación sexual de las mujeres, prostitución y pornografía, como herramientas de la política sexual para mantener la subordinación femenina que, además, le otorgan al mercado la legitimidad de mercantilizar a las mujeres como meros objetos, denunciando las opresiones de sexo, clase y raza subyacentes a esta realidad (Cobo, 2018: 12). Como describe Miyares (2021: 115):

 

“La alianza de subjetivismo y economicismo se percibe en la tolerancia a la regulación del consumo pornográfico o el comercio sexual y reproductivo. El patriarcado se asienta felizmente en este caldo de cultivo gracias a la anuencia del feminismo emocional o transfeminismo que idealiza la oferta como libre determinación de la voluntad sin cuestionar en absoluto la demanda.

 

El Feminismo Abolicionista desplaza el debate postfeminista del “derecho” de las mujeres a prostituirse en la retórica del “trabajo sexual” al “derecho” patriarcal de los hombres a comprar mujeres. En esta dirección, el abolicionismo recoge la herencia de las grandes teóricas antiponografía vinculando el imaginario de la pornografía y la violencia sexual que institucionaliza como la “sexualidad natural” -en ausencia de represiones-, para reclamar su abolición como discurso de odio contra las mujeres.

En la época de las redes sociales y las plataformas de streaming, los estudios feministas también miran a la pornografía a la hora de abordar el dramático incremento de delitos sexuales cometidos por chicos menores contra chicas “siendo estos casos habitualmente violaciones colectivas (“en manada”), que tienden a ser filmados y difundidos por los propios violadores, en edades inimputables” (Abalo y Alario, 2024: 13). Por ejemplo, el Manifiesto para el 25 de Noviembre de la Alianza Contra el Borrado de las Mujeres (2022) afirmaba que:

 

“Según la Fiscalía General del Estado, las agresiones sexuales entre menores (14-17 años) se ha triplicado en los últimos diez años; el 92% de los agresores son varones. El machismo mata, viola, explota y borra a las mujeres. ¿Motivos? Hipersexualización, utilizar la pornografía, especialmente por redes, como patrón de comportamiento y la carencia de una educación afectivo sexual”.

 

Como queda patente en este y otros manifiestos, las abolicionistas, igual que sus predecesoras radicales, no solo señalan la pornografía en sí sino también la “pornificación cultural” que se ha convertido en sinónimo de disidencia malentendida en los márgenes de la “transgresión deliberada” que elude el componente constructivista de la relación poder-sexualidad y que representa en realidad un mecanismo de gubernamentabilidad y de subordinación femenina.

El tercer eje, los vientres de alquiler, cuestiona una vez más el eje sexo-clase-raza que se esconde bajo disfraces amables de “maternidad subrogada” o “madres de sustitución”. En este caso y pese a tratarse de una práctica ilegal en España, la reivindicación de la regulación de esta práctica ha estado en la palestra desde distintos partidos y colectivos que defienden su legalidad apelando a un supuesto “derecho a la paternidad”. Con esta retórica, se promueve un negocio millonario en el que intervienen agencias, bufetes legales o entidades financieras entre otros actores (Instituto de las Mujeres, 2023: 2) que realizan esta actividad en otros países como India.

Agrupaciones abolicionistas como No Somos Vasijas o RECAV (Red Estatal Contra el Alquiler de Vientres), denuncian esta práctica como una forma de explotación reproductiva de las mujeres que atenta contra el derecho fundamental de filiación (González, 2019), imposibilitando cualquier tipo de contrato. En la lógica neoliberal en la que los deseos individuales se interpretan como derechos o incluso derechos humanos, los riesgos físicos y psicológicos que implica el embarazo y la separación posterior del bebé “parecen suscribir el valor antimoral” de que el fin justifica los medios” (Miyares en González, 2019: 11). Como señala Miyares (Ibídem: 35):

 

“Entre 2010 y 2016, 979 bebés nacidos bajo contrato de maternidad subrogada fueron inscritos en España. El Comité de Bioética de España expresó que existen sólidas razones para rechazar la maternidad subrogada, ya que el deseo de tener descendencia no puede satisfacerse a costa de los derechos de otras personas”.

 

El cuarto eje del Feminismo Abolicionista es la abolición del género, la vindicación más reciente, que surge frente a las leyes de identidad de género que han ganado terreno en las sociedades occidentales. Estas regulaciones surgen como herederas de las teorías de Rubin que sustituyen el sexo por el género como categoría analítica de opresión y que sustituyen los “estudios feministas” por los “estudios de género” primero en la universidad y progresivamente, en nombre del feminismo, en instituciones y políticas públicas. Para la filósofa Amelia Valcárcel (2023: 247, 259), las teorías queer suplantan la agenda feminista desde dentro, como un “Caballo de Troya” mediante “torsiones y reemplazos asombrosos” con los que la violencia estructural, la vigilancia a la misoginia o el tráfico de mujeres derivados de la categoría analítica “sexo” desaparecen en pos de la diversidad.

Estas teorías, que enmarcan el sexo en como un “ideal regulatorio” foucaultiano (Butler, 2002: 18), contextualizan el sistema sexo/género como “el mecanismo cultural regulado para convertir a hombres y mujeres biológicos en géneros diferenciados y jerarquizados” (Butler, 2007: 164). Pese al análisis constructivista de base, el desarrollo de las teorías de Butler se separa de las teorías radicales en su enfoque individualista posmoderno con el que la iteración de género posibilita la reformulación de estas categorías mediante lo indecible, el tabú (Butler, 2007). La performatividad individual, ajena a la categoría de opresión sexo, adquiere así visos de resistencia y de ley pese a los daños que eso pueda ocasionar a los derechos de las mujeres.

Las feministas abolicionistas señalan los efectos devastadores de la eliminación de la categoría sexo en las políticas de igualdad de género, las narrativas contradictorias que difunden, sus efectos a la hora de contextualizar delitos de violencia machista, su incidencia en las categorías deportivas, la educación, la lesbofobia y los espacios seguros de mujeres. Como defiende Miyares (2021: 12), la agenda y las vindicaciones no definen exclusivamente las agendas feministas de cada ola feminista, “también los recursos teóricos o argumentativos que el feminismo se ve obligado a desarrollar para desvelar las trampas conceptuales, políticas y culturales que impiden la efectiva igualdad de mujeres y varones”.

Asociaciones feministas apuntan también al negocio millonario que subyace a la medicalización del género (CB, n.d. Contexto), ahora como un derecho fundamental como parte de esa performatividad que, pese al discurso disidente, se parece sospechosamente a una vuelta al orden tradicional de esencias femeninas y masculinas y que es especialmente peligrosa para la infancia. Para la Alianza Contra el Borrado de las Mujeres (n.d., Inicio), una de las más activas en la lucha contra lo que ellas denominan el borrado jurídico de las mujeres, lo contextualiza en su página web con las siguientes palabras:

 

“Nosotras, como feministas, no podemos permitir que el género se introduzca en las leyes como una “identidad” y se proteja por encima de la categoría sexo. El género no es una identidad, el género es el conjunto de normas, estereotipos y roles, impuestos socialmente a las personas en función de su sexo. El género es un instrumento que favorece y perpetúa la situación de subordinación en la que nos encontramos las mujeres. Por eso, admitirlo como “identidad” implica esencializarlo, anulando por completo las posibilidades de luchar contra las imposiciones que conlleva”.

 

El feminismo abolicionista actual no implica de por sí el fin de la reacción patriarcal, pero sí una puerta abierta a la recuperación del feminismo de la política sexual que ha conseguido captar la atención de las mujeres jóvenes hermanadas por la realidad objetivante y de violencia sexual que promueve una sociedad pornificada. Esta vuelta a las vindicaciones feministas que reclamaba la maestra Amorós (1997) arroja luz, pese a su incesante persecución social desde el postfeminismo de la diversidad, sobre la importancia de la categoría analítica sexo como categoría de opresión estructural en pos de la recuperación del sujeto político “nosotras las mujeres” frente a la fragmentación neoliberal de los sujetos políticos.

10. Resultados

 

 

El análisis de la retórica feminista radical, la retórica de la disidencia sexual y las ideas de diversas autoras contemporáneas especializadas en postfeminismo deja constancia de la importancia de conocer la historia del feminismo para analizar bien el presente. El feminismo, como teoría política y movimiento social, lleva más de dos siglos constituyéndose como una teoría crítica de la sociedad con una retórica y unas vindicaciones que arrojan luz sobre el proceso de suplantación del feminismo por el postfeminismo actual.

Esta historia y sus vindicaciones, junto con las ideas que aportan grandes teóricas contemporáneas de los Feminist Media Studies sugieren que el discurso postfeminista constituye una sofisticada reinvención del patriarcado, profundamente enraizada en la retórica neoliberal, que actúa como un mecanismo de gubernamentabilidad de la alianza patriarcado-neoliberalismo. En la lógica postfeminista, articulada sobre las teorías de la “sexualidades disidentes” que colonizaron el feminismo en los años ochenta, la sexualidad, la feminidad y el atractivo sexual se erigen de nuevo como la piedra angular de la identidad y el poder de las mujeres.

En esta dirección, los sistemas de poder patriarcado y neoliberalismo confluyen en la sexualidad de las mujeres como la clave de su alianza. La hipersexualización de las mujeres, la noción del “emprendimiento sexual” y la “feminidad” como una propiedad corporal femenina representan mecanismos de gubernamentabilidad de la política sexual patriarcal de la subordinación femenina. El discurso postfeminista, a su vez, sustenta una ingente cantidad de industrias -moda, maquillaje, cirugía estética, dietas, belleza…- y normaliza las industrias de explotación sexual mediante conceptos como “transgresión” y “libre elección” dentro del mercado.

 

 

11. Conclusiones

 

 

Primeramente, este artículo contextualiza el postfeminismo institucionalizado en un momento histórico concreto: el paso del capitalismo organizado por el Estado al modelo neoliberal del capitalismo tardío. En línea con autoras como Fraser, Rottenberg, McRobbie o De Miguel, la resignificación de los valores y reivindicaciones feministas representa, por un lado, un proceso de desarticulación del feminismo hiperpolitizado de la segunda ola y, a la vez, un mecanismo de gubernamentalidad del eje de poder patriarcado-capital. Esta retórica promueve un nuevo “sujeto feminista” profundamente individualizado e insertado en la lógica de la “libre elección” posmoderna, que invisibiliza la noción de lo social.

Ahora que la desigualdad ya no puede justificarse en la inferioridad intelectual femenina, y con el matrimonio o la maternidad aparentemente en un segundo plano, la subjetificación sexual de las mujeres se convierte en el núcleo de un postfeminismo que identifica en ella la fuente de poder e identidad de las mujeres. Como apuntan autoras como Amorós, este fenómeno mantiene a las mujeres en una posición subordinada respecto a los hombres, reduciéndolas a otra vertiente de su sexualidad, como característica compartida con los animales, mientras que a los varones les corresponde lo universal y lo propiamente humano.

La sexualidad de las mujeres, a su vez, constituye la intersección más rentable de los sistemas de poder patriarcado y neoliberalismo. Para el primero, como ya se ha avanzado, la nueva feminidad constituye una herramienta de socialización subordinada. Para el mercado, por su parte, sustenta una enorme cantidad de industrias que van desde la moda y la belleza hasta las industrias de explotación sexual, en las que las mujeres constituyen el propio objeto de consumo, con la bendición de una parte de la academia y de un activismo postfeminista que habla de empoderamiento y “trabajo sexual”. Como contrarreacción a la reacción patriarcal, impulsado por diversos fenómenos sociales que han dejado patente la violencia sexual y la injusticia recurrente que las mujeres sufren por el mero hecho de serlo, el feminismo radical resurge en su versión del siglo XXI como “feminismo abolicionista”, repolitizando la sexualidad de las mujeres como una herramienta de la política sexual.

En el centro de su agenda, el feminismo abolicionista sitúa la abolición de la prostitución, la pornografía, los vientres de alquiler y las leyes de identidad de género, comprendidas como formas de violencia estructural contra las mujeres bajo un maquillaje de empoderamiento y libertad que borra las opresiones de sexo, clase y raza subyacentes a la mercantilización de las mujeres.

 

 

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[1] El filósofo Michael Foucault utiliza el término “transgresión deliberada” para referirse a aquella que formula las relaciones entre sexo y poder únicamente en términos represivos y no generativos: “Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él y de hablar de su represión posee como un aire de transgresión deliberada” (Foucault, 2021: 11).