El movimiento
de hombres por la igualdad en España. Un análisis de su estatus, discursos y
propuestas de transformación democrática
The men's movement for equality in
Spain: An analysis of its status,
discourses, and proposals for democratic
transformation
|
Iván Sambade Baquerín |
|
Universidad de Valladolid – España |
Resumen
En
este artículo, se analizan el estatus, los discursos y las propuestas de los
grupos de hombres por la igualdad en España, en su coalición con el movimiento
feminista durante los últimos cuarenta años. Asimismo, se proponen unos
criterios para estructurar tanto su activismo profeminista como sus propuestas
políticas de igualdad. Finalmente, se realiza el esbozo de una propuesta
política de transformación social y democrática para los hombres que integra
simultáneamente las perspectivas éticas de la justicia, el cuidado y el
desarrollo humano.
Palabras
clave: hombres profeministas, políticas de igualdad, justicia
social, ética del cuidado, desarrollo humano.
Abstract
This article analyzes the status, discourses and
proposals of men's equality groups in Spain in their coalition with the
feminist movement over the last forty years. It also proposes criteria for
structuring both their profeminist activism and their proposals for equality policies.
Finally, we outline a political proposal of social and democratic
transformation for men that simultaneously integrates the ethical perspectives
of justice, care and human development.
Keywords: pro-feminist men, equality policies, social
justice, ethics of care, human development.
1.
Introducción
El movimiento de
hombres por la igualdad ha acompañado al movimiento feminista español en cuatro
de las cinco últimas décadas. En esta coalición, los grupos de hombres por la
igualdad han mostrado un apoyo constante a las reclamaciones de dicho
movimiento. Y, sin duda alguna, esta alianza ha incrementado la presión sobre
las instancias gubernamentales, favoreciendo la aprobación de leyes como la Ley
Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre y el Real Decreto-ley 6/2019, de 1 de
marzo. Además, el
movimiento de hombres por la igualdad ha dado lugar a políticas de Educación en
Igualdad y programas de resocialización dirigidos específicamente para hombres.
Estos programas son valiosos no solo por la función social que cumplen, sino
también porque nos ofrecen información de primera mano para la programación y
el desarrollo de políticas que dispongan la transformación social de los
hombres hacia la igualdad.
Por otra parte, toda
coalición tiene sus desencuentros y los conflictos que han surgido en el seno
de la presente ponen de relieve algunas cuestiones sobre el estatus del
movimiento de hombres por la igualdad en relación con el feminismo. Estas
cuestiones se centran en su definición como feminista/profeminista, en sus
estructuras de relación con los colectivos feministas y en su posición relativa
a la propuesta de políticas de igualdad, principalmente; de aquellas que
abordan la transformación social de los hombres.
A continuación,
realizaremos una narración somera de la historia los grupos de hombres en el
Estado español y valoraremos las lógicas que vertebran sus discursos en
relación con las reivindicaciones feministas de las últimas cinco décadas.
Asimismo, analizaremos su definición y su relación con el movimiento feminista,
proponiendo una estructura de relación entre ambos colectivos. Para este
objetivo, emplearemos una clasificación de las políticas de igualdad,
distinguiendo aquellas que se basan en la justicia social, de las que se
centran en el desarrollo personal y humano.
Finalmente, este
artículo contiene una fundamentación para las políticas de transformación
social de los hombres. En esta, se sostiene que toda política de transformación
de la masculinidad patriarcal hacia una pluralidad de masculinidades
igualitarias requiere simultáneamente de tres ejes éticos: la justicia, el
cuidado y el desarrollo humano.
2.
Metodología
La investigación que
estructura este artículo se ha desarrollado fundamentalmente por medio de la
revisión teórica. Ahora bien, podemos distinguir dos estrategias de revisión
teórica presentes en el mismo. En la primera parte de este artículo (epígrafe
3), destinada a la construcción de un relato historiográfico sobre el origen y
la trayectoria del movimiento de hombres en España, así como al análisis de la
evolución de sus discursos en relación con la agenda feminista durante estas
últimas cinco décadas, la metodología empleada es de revisión bibliográfica y
documental, habiendo consultado tanto fuentes formales como informales. Entre
las primeras, se han consultado principalmente artículos científicos y algunos
diarios públicos. Entre las segundas, destacan los blogs y las páginas web de
los propios colectivos de hombres por la igualdad y de algunos de ellos a
título personal.
La segunda y más
extensa parte de este artículo (epígrafe 4) es un análisis crítico de las
líneas de acción del movimiento de hombres por la igualdad, realizado desde la
Filosofía moral y política. Este análisis tiene el objetivo de proponer una
estructura para las relaciones del movimiento de hombres por la igualdad y el
movimiento feminista sobre la base de una distinción conceptual clásica de la
Filosofía moral: la distinción entre éticas de la justicia y éticas del bien.
Las fuentes de información son básicamente académicas y el análisis se rige por
los métodos propios de la Filosofía: la crítica racional con pretensiones de
veracidad y la argumentación lógicamente estructurada. Al final de esta segunda
parte, así como en las consecuencias, expongo mi propia fundamentación
ético-política para una transformación social y democrática de los hombres
hacia masculinidades igualitarias.
Huelga señalar que el
desarrollo teórico del artículo se ha visto ineludiblemente filtrado en su
completitud por mi propia experiencia de participación en el movimiento de
hombres por la igualdad. Espero que esta experiencia no haya constituido un
sesgo de parcialidad, sino más bien una fuente primaria de información a partir
de la que profundizar con objetividad en el estudio de la cuestión.
3.
Los grupos de hombres profeministas: breve análisis de su historia y sus
discursos
A finales del recién
pasado siglo XX, aparecieron grupos de hombres que, en coalición con el
movimiento feminista, reivindicaron la injusticia de la discriminación social
de las mujeres y la necesidad de avanzar hacia sociedades más justas e
igualitarias. Este movimiento surgió originariamente en los EE. UU durante los
años 70 y, desde sus orígenes, ha estado integrado por hombres que procedían, o
bien de otras formas de activismo, o bien del ámbito de las Ciencias Sociales
(Whelehan, 1995; Kimmel, 2008).
En cuanto a su
activismo, sus campañas más reconocidas se han centrado en la denuncia pública
de las violencias machistas que sufren las mujeres. Así, por ejemplo, en 1991,
Michael Kauffman y Jack Layton iniciaron la White Ribbon Campaing (WRC)
en protesta y repulsa de la denominada masacre de Montreal. Esta campaña ha
vinculado en todo el mundo a hombres que denuncian públicamente la violencia
machista contra las mujeres, bajo el objetivo de que ningún maltratador pueda
percibir la complicidad masculina propia de la fratría o grupo de iguales
(Bonino, 2008). Bajo esta misma lógica, en España, “El silencio nos hace
cómplices” se convirtió en el lema de los grupos de hombres profeministas desde
2006, año en la que se organizó la primera manifestación nacional de hombres
contra las violencias machistas en Sevilla (Villar, 2016).
Los grupos de hombres
profeministas aparecen en España a mediados de los años ochenta. Son hombres
que reciben positivamente la interpelación social del movimiento feminista
español, el cual, desde finales de los años setenta, había contribuido tanto a
la aprobación de las leyes que regulaban el aborto y el divorcio, como a la derogación
de leyes franquistas que marginaban a las mujeres (Pinilla, Boira y Tomás,
2014). Estos grupos estaban constituidos por hombres que habían tenido contacto
con el feminismo, principalmente a través de dos vías, bien en el contexto
universitario, bien en el activismo: en sindicatos, grupos a favor de los
derechos humanos, en el movimiento insumiso, etc[1].
Originariamente,
aparecieron dos grupos de hombres profeministas en dos localidades distintas,
Valencia y Sevilla (Lozoya, Bonino, Leal y Szil, 2003). El grupo de Valencia
fue creado por Vicent Marqués, sociólogo, académico y unos de los primeros
expertos en Estudios Críticos de las Masculinidades en España (Pinilla, Boira y
Tomás, 2014). El grupo de Sevilla fue creado por José Ángel Lozoya, activista
español que más tarde fundaría la Red de Hombres por la Igualdad en España. En
1999, Lozoya fue nombrado director del Programa Hombres por la
Igualdad de la Delegación de Salud y Género del Ayuntamiento de Jerez de
la Frontera. Este fue el primer programa público de políticas de género
dirigidas hacia los hombres (Ibídem). Posteriormente, este programa ha sido
dirigido por el psicólogo y antropólogo Daniel Leal González durante más de
veinte años. En la actualidad, en España hay otro programa institucional que
trabaja con los hombres para el fomento de las masculinidades diversas e
igualitarias. Es el programa Gizonduz, gestionado por Emakunde - Instituto
Vasco de la Mujer, desde el año 2007 (EMAKUNDE, n.d.).
Previamente, en el
año 2001, Antonio García fundó AHIGE, la primera asociación de hombres por la
igualdad legalizada (Lozoya, Bonino, Leal y Szil, 2003). Actualmente, AHIGE
cuenta con una red institucional en 11 de las 17 comunidades autónomas que
constituyen el Estado español (AHIGE, n.d.). En otro orden de cosas, cabe
destacar la creación del Centro de Estudios sobre la Condición Masculina en
1993. Esta iniciativa privada del psicoterapeuta Luis Bonino centra su atención
en la transformación de los hombres hacia la igualdad, poniendo el foco en la
toxicidad que la masculinidad normativa tiene no solo para las mujeres, sino
también para ellos mismos, constituyendo un problema social y de salud pública
(Bonino, 2000).
Es importante señalar
que tanto las iniciativas privadas, como los programas institucionales de
trabajo con hombres han estado en contacto e interrelación constante con las
redes y grupos de hombres por la igualdad. De este modo, en líneas generales,
se puede sostener que el movimiento de hombres profeministas cuenta con una
presencia sólida y estable en nuestro país. Actualmente, el Observatorio de las
Masculinidades de la Universidad Miguel Hernández constata la presencia de unas
36 organizaciones, incluyendo asociaciones, grupos y redes (Observatorio de las
Masculinidades. UNIVERSITAS Miguel Hernández, 2022). Asimismo, contamos con la
presencia de redes internacionales como MenEngage Iberia.
En cuanto a sus
discursos, desde un principio los colectivos de hombres profeministas
suscribieron la demanda de igualdad social y política del movimiento feminista.
En esta línea de actuación, a partir de finales de la década de los noventa,
comenzaron a denunciar públicamente la violencia machista en coalición con el movimiento
feminista. Un hecho decisivo a este respecto, fue el asesinato de Ana Orantes a
manos de su excónyuge (Pinilla, Boira y Tomás, 2014). En consecuencia, en enero
de 1998, el grupo de hombres de Sevilla publicó el primer manifiesto del Estado
de “hombres contra la violencia ejercida por hombres contra las mujeres” y puso
en circulación el lazo blanco (Lozoya, Bonino, Leal y Szil, 2003). Asimismo, en
el año 2004, un grupo de hombres, que más tarde se constituyó como Stop
Machismo en Madrid, promovió una carta de apoyo a la Ley Orgánica
1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la
Violencia de Género, que fue firmada por más de 3.000 hombres (Pinilla,
Boira y Tomás, 2014). Esta línea de actuación ha hecho que, desde sus orígenes,
el movimiento de hombres por la igualdad en España se haya sentido parte del
feminismo (Ibídem).
La alineación
discursiva con el movimiento profeminista siguió presente tras el 2004, cuando
la demanda de corresponsabilidad entre mujeres y hombres comienza a ocupar el
centro del discurso feminista. En 2005, se constituyó la Plataforma por el
Permiso de Paternidad Intransferible, asociación mixta que más tarde pasó a
denominarse Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento
y Adopción (PPiiNA, n.d.). Esta plataforma reivindicó la plena equiparación
a 16 semanas de los permisos para hombres y mujeres, intransferibles y pagados
al 100%, bajo el objetivo de erradicar la discriminación laboral de las mujeres
y su causa constitutiva: la división sexual del trabajo. A pesar de que esta
plataforma es mixta, sus reivindicaciones se hicieron un eco notable en el
discurso de los hombres por la igualdad. Como consecuencia de esta alianza, se
estableció el Real
Decreto-ley 6/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes para garantía de la
igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres en el empleo y la
ocupación, equiparando los permisos de maternidad y de paternidad.
Es importante señalar que, al
margen de este alineamiento discursivo con el feminismo, los colectivos de
hombres por la igualdad han incorporado mensajes específicamente dirigidos
hacia los hombres, no solo en tanto que condenas de la complicidad machista,
sino también como estrategias de motivación para una transformación hacia masculinidades
igualitarias. Como ejemplo, AHIGE (n.d.) ha desarrollado diversos programas
educativos abanderados por el eslogan “los hombres ganamos con la igualdad”. Estos programas buscan concienciar a los hombres
para su cambio personal, mostrando que la masculinidad patriarcal no solo
genera injusticia social en sus relaciones con las mujeres, sino que también
tiene elevados costes sociales y personales para ellos mismos: mayor índice de
enfermedades y accidentes como consecuencia de la cultura del riesgo; mayor
índice de suicidio, de conductas antisociales y drogodependencias, etc.
(Bonino, 2000; Clare, 2002; Sambade, 2023).
Los programas centrados en la
motivación hacia el cambio personal están causados por dos circunstancias. La
primera es la vinculación que los grupos de hombres profeministas han tenido
con los Estudios críticos de las Masculinidades. La segunda, pero no menos
importante, es el hecho de que, desde sus comienzos, el movimiento de hombres
profeministas tuvo una doble orientación, distinguiéndose los grupos de
activismo profeminista de aquellos que estaban enfocados hacia el desarrollo
personal desde una perspectiva terapéutica (Bonino, Leal y Szil, 2003). La
relación constante entre estos dos tipos de grupos, habitando en numerosas
ocasiones un mismo espacio, habría enriquecido la perspectiva profeminista
incluyendo los costes que la masculinidad patriarcal causa sobre los hombres.
Por último, el
movimiento de hombres por la igualdad ha incorporado la perspectiva de la
diversidad en sus discursos, lo que se hace patente en el uso del sustantivo
plural “masculinidades”, bajo el objetivo de proyectar un marco identitario
plural. Esta perspectiva ha sido incluida en el discurso profeminista, en gran
medida, como consecuencia de la influencia del movimiento gay. De una parte,
este movimiento ha reivindicado la posibilidad del libre desarrollo personal
sin discriminación por motivos de orientación o identidad sexual. Por otra, los
Gay Studies fueron pioneros en los estudios críticos de la masculinidad,
centrándose principalmente en la deconstrucción de la heteronormatividad
constitutiva del modelo hegemónico de masculinidad (Connell, 1995). En España,
numerosos hombres gais pertenecientes al movimiento LGTB se definieron asimismo
como profeministas, ampliando la alianza con el movimiento feminista e
incluyendo la perspectiva de la diversidad en el movimiento de hombres por la
igualdad.
Finalmente, es
necesario señalar que el hecho de que el movimiento de hombres se haya definido
como profeminista no implica que no hayan podido surgir ciertos conflictos y
desavenencias con el movimiento feminista. A continuación, abordaremos algunos
de estos conflictos desde la teoría política para, simultáneamente, tratar de
sistematizar una serie de principios que estructuren ética y políticamente el
activismo de los grupos de hombres por la igualdad en su alianza con el
feminismo.
4.
El activismo profeminista: conflictos y principios ético-políticos de acción
social
4.1.
El sujeto del feminismo
Uno de los debates
provocados por la incorporación del movimiento de hombres por la igualdad al
activismo feminista es si los hombres pueden ser realmente feministas. Los
grupos de hombres por la igualdad han reconocido la justicia de las
reivindicaciones feministas y, teniendo conciencia de que estas les interpelan
éticamente, han decidido posicionarse públicamente a favor la igualdad social
entre mujeres y hombres. En este sentido, se han definido como aliados del
movimiento feminista, reconociendo explícitamente que las mujeres son el sujeto
social y político de dicho movimiento (Salazar y Sambade, 2020). Por lo tanto,
el posicionamiento social de los hombres por la igualdad es profeminista.
Existen causas tanto
históricas como sociológicas que justifican la posición profeminista de los
grupos de hombres por la igualdad. Es un hecho que el feminismo se articuló
históricamente a partir de grupos de mujeres que reclamaban públicamente
igualdad social y política, vindicando la injusticia de su subordinación social
y su desigualdad de poder y recursos. Por lo tanto, el sujeto de emancipación
no puede ser otro que aquel que, estando discriminado, reivindica dicha
injusticia social. En este sentido, las políticas de igualdad deben estar
dirigidas en primer lugar a corregir esa discriminación, generando equidad
social para las mujeres. Los hombres profeministas reconocieron la justicia de
esta reivindicación y, en principio, se adscribieron ideológicamente a la
misma, entendiendo que, en el espacio social, las mujeres son el sujeto
político del feminismo y ellos sus aliados.
De este modo, la
topología social puede servir para aclarar el debate. Un hombre puede ser
ideológicamente feminista, pero, en el espacio del activismo social, debe ser
un aliado, porque su posición colectiva no es de subordinación, sino de
privilegio[2].
Esto no quiere decir que el movimiento de hombres profeministas no tenga cierta
autonomía en sus propuestas de transformación de la masculinidad hacia la
igualdad, pero esta se dirimirá en relación con los modelos de desarrollo
humano que pretendan proyectar. Estos serán inevitablemente plurales, tal y
como lo es la condición humana, siempre que se garantice la libertad de
elección propia de toda sociedad democrática (Nussbaum, 2000). Ahora bien,
tampoco estarán exentos de revisión social, puesto que deberán cumplir los
mínimos de justicia que, asimismo, debe garantizar una sociedad democrática por
definición (Cortina, 2007).
A pesar de que tanto
la genealogía de la lucha por la igualdad, como la topología social descrita
delimitan el campo de acción del movimiento de hombres profeministas, sigue
habiendo una cierta sensación entre algunos hombres profeministas de que no son
bien recibidos por el feminismo. En un estudio sociológico en el que participan
algunos hombres pertenecientes a grupos de hombres por la igualdad, estos
declararon que las relaciones con el movimiento feminista han oscilado entre la
desconfianza, la exigencia y la culpabilización (Pinilla, Boira y Tomás, 2014:
410). En general, perciben la sensación de ser excluidos por el movimiento
feminista y “algunos de los entrevistados, expresan la casi permanente
necesidad de tener que rendir cuentas ante algunas compañeras” (Pinilla, Boira
y Tomás, 2014: 411).
A mi entender,
resulta paradójico que exista cierta incomprensión de este hecho, cuando,
previamente, alguno de los entrevistados ha señalado las posibles causas por
las que podría haberse producido esa desconfianza:
esta desconfianza
tiene su origen histórico en los años de la transición española. El debate
planteado al interior del propio movimiento feminista denunciaba que la
militancia junto a los hombres en organizaciones mixtas como los sindicatos y
los partidos políticos implicaba asumir implícitamente que el liderazgo iba a
ser asumido por los hombres (Ibídem: 410)
Si tenemos en cuenta
que, como señaló Vicent Marqués (1991), el mensaje fundamental de la
socialización patriarcal masculina es “eres hombre, luego, eres importante” y
que esto nos incita a demostrar nuestra masculinidad mediante la búsqueda de la
ocupación de espacios públicos, deberíamos entender que tiene sentido que
exista una cierta desconfianza hacia los hombres profeministas dentro de los
espacios feministas. Esta desconfianza tiene aún más sentido cuando parte del
activismo profeminista ha reclamado su presencia insistentemente, bien en
espacios públicos de subvención institucional, bien en espacios políticos,
puesto que, en estos espacios, no solo se dispone la organización de la
polis, sino que también se detentan posiciones de poder. Esto podría
suponer la ocupación de posiciones de poder en un espacio como el feminista
que, históricamente, ha sido conquistado por las mujeres y, por ende, a costa
de las mismas. Es decir, la coalición con el movimiento de hombres
profeministas podría deparar en una alianza ruinosa, en términos de Celia
Amorós (1997).
En el estudio de
Pinilla, Boira y Tomás (2014: 413), un informante observa que las relaciones
con el feminismo institucional son las que más tensiones han generado, en
concreto, con “mujeres feministas que han ocupado puestos de poder
estableciendo con ellos relaciones claramente verticales”. Pero,
contrariamente, hemos visto que hombres como Miguel Lorente han recibido un
importante reconocimiento por parte del feminismo institucional, detentando
incluso cargos de responsabilidad sobre la base de su aportación a las
políticas de igualdad.
El objetivo del
presente estudio no es debatir opiniones personales, pero, dado que el estudio
de Pinilla, Boira y Tomás (2014) se basa en una metodología de grupo de
discusión, comentaré aquí algunas quejas que he percibido entre compañeros como
miembro participante de los grupos de hombres por la igualdad. Intentaré
asimismo mostrar lo errático de algunas de estas quejas, delimitando al mismo
tiempo los parámetros políticos que, a mi entender, deben estructurar al
movimiento de hombres por la igualdad.
En primer lugar,
algún compañero se ha quejado de que la academia universitaria no contaba con
él para participar en eventos universitarios sobre teoría feminista, cuando él
no pertenece a la institución universitaria. Sin duda, el compañero en cuestión
ha realizado intervenciones significativas de pedagogía social y su
participación podría ser interesante, pero esto será algo a valorar por las y
los profesionales que forman parte del contexto académico en función de los
criterios que rijan la actividad en cuestión. Ni podemos, ni debemos estar en
todas las actividades. Además, colaborar con determinadas instituciones no es
lo mismo que pertenecer a estas. De hecho, puede tener sentido que un hombre
profeminista imparta un taller sobre educación en igualdad dentro de un centro
de integración social, pero esto no debe ser exclusivamente como consecuencia
de su activismo profeminista, sino también, como consecuencia de ser un
educador social formado en políticas de igualdad.
Un ejemplo similar,
pero de índole contraria, es la constante afirmación pública de que los hombres
tenemos que dar un paso atrás en determinadas instituciones públicas para que
hablen las mujeres. Curiosamente, esta afirmación era repetida una y otra vez
por un hombre profeminista en el escenario público de las instituciones que le
contrataban para impartir conferencias. Entiendo que, al igual que la queja anterior,
sencillamente, es erróneo. Un hombre profeminista puede decidir personalmente
renunciar a participar en la esfera pública, pero, obviamente, esta no es la
demanda de justicia que se le debe solicitar. De hecho, su participación con un
discurso en el que se reivindica la justicia social de la igualdad entre los
sexos es importante tanto porque interpela al resto de los hombres, como porque
aporta un modelo positivo de conducta. Ahora bien, lo que sí se le debe exigir
es que sea coherente con su discurso y concilie su vida pública con la privada,
practicando la corresponsabilidad en la segunda. Análogamente, la demanda de
justicia que debemos realizar los hombres profeministas a las instituciones es
que procedan con equidad entre hombres y mujeres, por ejemplo, programando el
conjunto de sus eventos, no solo de los relacionados con políticas de igualdad,
a través de una política de paridad y cuotas. En resumidas cuentas, las
políticas de igualdad no pueden apelar al voluntarismo de los hombres (aunque,
sí a su motivación). Tal apelación supondría prácticamente su inanidad. Lo que
deben de hacer las políticas de igualdad es generar las condiciones de equidad
social que posibiliten el desarrollo de una vida libre y en igualdad, tanto
para las mujeres como para los hombres.
El estudio Nacimiento
y Desarrollo de los Grupos de Hombres por la Igualdad en España (Pinilla,
Boira y Tomás, 2014) distingue otro nivel de relación entre el feminismo y los
hombres profeministas en el que, habiendo existido algunos conflictos, la
coalición ha sido mucho más armoniosa: el activismo social dentro de
coordinadoras y plataformas feministas. Lo cierto es que, una vez más, la
topología social nos pone tras la pista de cuáles son los parámetros que deben
estructurar la acción profeminista. Así, en principio, me inclino a sostener
que el espacio de los hombres profeministas es propiamente el del activismo
social, mientras que su participación en las instituciones dependerá de la
lógica y la estructuración de las mismas. Aquí, de nuevo, lo que la coalición
feminismo-profeminismo debe exigir es que las instituciones se estructuren
garantizando la participación de la ciudadanía en condiciones de equidad y
justicia. De hecho, uno de los problemas de las instituciones de nuestras democracias
es que no cuentan con cauces regulados para la participación ciudadana en las
deliberaciones políticas (Baños, 2006). En consecuencia, a menudo, la
ciudadanía entiende la posibilidad de participar en las mismas como una
posibilidad de entrar en la institución, es decir, como una posibilidad
laboral. Este hecho puede pervertir lo que en principio son propuestas
orientadas hacia el bien común, cuando de facto se traducen en la búsqueda de
un interés personal.
4.2.
En busca de una estructura de las políticas de igualdad dirigidas a los hombres
Junto a la topología
social que delimita el espacio del activismo social respecto al de la
participación con las instituciones, la clásica distinción entre éticas de
justicia y éticas del desarrollo humano puede ser valiosa para delimitar y
estructurar los campos de la acción social profeminista.
En primer lugar,
debemos partir del hecho de que el reconocimiento de la legitimidad de las
reclamaciones feministas por parte de los colectivos de hombres profeministas
ha generado un consenso intersubjetivo sobre los criterios sociales de justicia
que, como señaló Adela Cortina (2007), deben delimitar las condiciones de
posibilidad para la elección de un modelo de vida buena o desarrollo humano en
toda sociedad democrática. Estos criterios de justicia son mínimos éticos cuyo
cumplimiento es exigible a toda la ciudadanía[3]
y, por lo tanto, deben vertebrar las políticas de igualdad.
En segundo lugar,
será pertinente para nuestro estudio distinguir entre políticas de igualdad basadas
en la justicia social y políticas de igualdad basadas desarrollo humano,
admitiendo que, en sentido estricto, esta es una distinción analítica, por lo
que una política de igualdad puede integrar simultáneamente ambos elementos[4].
Dado que la desigualdad
de género y la discriminación afectan principalmente a las mujeres, las
políticas de igualdad basadas en la justicia social deben guiarse
principalmente por la agenda feminista. Ahora bien, una vez propuestas, las
políticas de igualdad deben implementarse y sus efectos podrían diferir
respecto a los esperados, de modo que necesitan ser revisados, una vez más, en
torno a los criterios de justicia aceptados intersubjetivamente. En este punto,
los grupos de hombres profeministas son interlocutores válidos del movimiento
feminista siempre que cumplan unas condiciones éticas exigibles para toda
participación democrática. A saber, que las y los agentes sociales reconozcan
recíprocamente su competencia y su autonomía, y se comprometan a formular sus
propuestas con pretensiones de validez universal (Habermas, 2023).
Partiendo de que
consecución de la igualdad social efectiva requiere de una transformación de
los modelos hegemónicos de masculinidad, el movimiento de hombres profeministas
encuentra un espacio de mayor autonomía en la propuesta de políticas de
igualdad basadas en el desarrollo humano o, dicho de otro modo, políticas de
transformación hacia modelos positivos e igualitarios de masculinidad. En la
medida en que estas políticas se dirigen hacia el fin político de la igualdad,
su propuesta es totalmente legítima y, de hecho, tienen que estructurarse
entorno a los criterios mínimos de justicia intersubjetivamente pactados. A su
vez, esta transformación social e identitaria debe ser realizada por los hombres,
sujetos libres e iguales, de modo que su desarrollo sustantivo requiere de la
garantía de la libertad de elección inherente a las democracias liberales
(Rawls, 1978).
¿Deben “rendir
cuentas” las políticas de transformación hacia modelos positivos de masculinidad
ante el movimiento feminista? Evidentemente, sí. No solo ante el feminismo,
sino ante la sociedad en su conjunto, puesto que una sociedad democrática se
basa justamente en la posibilidad de la ciudadanía de valorar la justicia de
las políticas a implementar. La rendición de cuentas es una condición necesaria
del principio de responsabilidad democrática. En este caso, habrá de valorarse
si los modelos (políticas) de transformación propuestos cumplen efectivamente
los criterios intersubjetivos de justicia, tanto en su proyección, como después
de su implementación. Y lo lógico es que quienes han reclamado la
transformación, reivindicado la injusticia padecida en primera persona, tengan
un turno preferente en dicha valoración. De hecho, no tendría sentido
disponerse hacia el cambio como consecuencia de las reclamaciones feministas y,
posteriormente, no admitir su revisión crítica de los cambios desarrollados,
más aún, considerando que los propios hombres profeministas admitimos la
experimentación de contradicciones internas durante los procesos de cambio
(Bonino, 2008)
Una vez tenemos
propuestas profeministas de transformación de las masculinidades, surge la
cuestión acerca de su orden y prioridad en el conjunto de las políticas de
igualdad. De hecho, los grupos de hombres profeministas ya han reivindicado la
necesidad de programas institucionales de resocialización y educación en
igualdad para los hombres. Este hecho, frente a la escasez de las dotaciones
presupuestarias destinadas a las políticas e igualdad, ha sido interpretado
como una amenaza de reducción de las cantidades reservadas a los tan necesarios
programas de asistencia a las mujeres, incluidas, entre otras, las víctimas de
violencia machista.
Evidentemente, la
implementación de políticas de transformación de las masculinidades, en ningún
caso, debería diezmar los presupuestos que las instituciones públicas destinan
a la asistencia social de las mujeres. En principio, la transformación social de
los hombres debería estar incluida en políticas o planes estructurales de
igualdad. Un ejemplo a este respecto es el Real Decreto-ley 6/2019, de 1 de
marzo, por el que se estableció la equiparación de los permisos de
maternidad y de paternidad. Este Real Decreto afecta al derecho al trabajo de
modo estructural y está dispuesto bajo el objetivo de generar
corresponsabilidad entre mujeres y hombres en la esfera privada. Por lo tanto,
sustenta la idea de que no puede haber igualdad de oportunidades en la esfera
pública, mientras que no haya un reparto equitativo de responsabilidades en la
esfera privada. De hecho, la ausencia de corresponsabilidad deja una huella
profunda en fenómenos sociales como la brecha salarial, la feminización de las
profesiones de cuidado y trabajo doméstico, la doble jornada y el techo de
cristal, entre otras estructuras sociales de desigualdad. Además, este Real
Decreto reconoce que el cuidado también es un derecho y un deber del padre, de
modo que si no tiene la oportunidad de ejércelo, no puede asumir plenamente su
responsabilidad.
Entre las políticas
estructurales de igualdad, se muestra clave el desarrollo de una política de
educación que integre el principio de la igualdad entre los sexos en todos los
niveles educativos, desde la coeducación en Educación Infantil hasta la
formación en igualdad en todos los títulos de habilitación profesional. Esto
requiere de la integración de la teoría feminista y, por ende, de los estudios
críticos de las masculinidades en todas las formaciones académicas cuya
práctica repercute en el cuerpo social, no de manera transversal, sino a través
de asignaturas con enfoques teórico-prácticos en relación con los campos
académicos y laborales que correspondan. Son numerosas las problemáticas
sociales que han mostrado que las y los agentes profesionales deben tener
formación en perspectiva feminista. Sin ir más lejos, la problemática de la
violencia de género, incluyendo a la violencia sexual, ha mostrado la necesidad
de que la judicatura de cualquier especialidad esté formada en perspectiva de
género, siendo esta formación actualmente obligatoria (Poder Judicial España,
2019).
Desde hace años,
profesionales de la educación siguen reivindicando que la Educación Infantil y
la Educación Primaria no han desarrollado un modelo plenamente coeducativo,
sino que se mantiene en el modelo mixto (Subirats y Tomé, 2007). Un ejemplo
evidente de la influencia de estás políticas coeducativas sería la formación en
perspectiva de género en profesiones como la Psicología, el Trabajo Social y la
Educación Social, puesto que muchas problemáticas como el suicidio masculino,
las adicciones al alcohol y las drogas, y la abyección social por conductas de
riesgo y antisociales no solo tienen un marcado perfil estadístico masculino (Clare,
2002), sino también su causa estructural en la socialización patriarcal
masculina (Sambade, 2020).
En segundo lugar,
están las propuestas formativas de reeducación y educación en igualdad
específicas para hombres. Los grupos de hombres profeministas han desarrollado
este tipo de programas con mayor o menor éxito a lo largo de estos últimos
veinte años. Caben ser destacados el Programa Municipal Hombres por la Igualdad
del Ayto. de Jerez de la Frontera y el programa Gizonduz del Instituto Vasco de
la Mujer como ejemplos de programas institucionales. Estos programas son
necesarios y tampoco están fuera de lugar en las instancias institucionales
locales, autonómicas y nacionales, siempre que no supongan un menoscabo de los
presupuestos de las políticas de igualdad destinadas a la atención de las
víctimas. De hecho, no tendrían por qué generar una disminución de dichas
partidas siempre que se incrementasen las dotaciones presupuestarias de las
políticas de igualdad, lo cual es, sencillamente, una cuestión de voluntad
política. Evidentemente, si no se produce un aumento de los presupuestos
destinados a igualdad, en ningún caso se deberían disminuir las dotaciones
presupuestarias de los programas de atención a las víctimas. Todo
reconocimiento institucional de una injusticia implica, en primer lugar, el
intento de compensación del agravio sufrido.
Por último, en
determinados contextos feministas, se ha señalado que son numerosos los
espacios sociales que están masculinizados, por lo que una de las principales funciones
del activismo profeminista debería ser transformar estos espacios, interpelando
a los iguales-varones para deslegitimar el machismo. Esta interpelación puede
tener lugar tanto en los espacios personales, como el propio grupo de iguales o
fratría, donde cabe impugnar el machismo de los pares, como en el entorno
laboral, donde cabe reclamar condiciones equitativas entre mujeres y hombres.
Suscribiendo esta idea, sin embargo, es necesario apuntar que esto no excluye
la necesidad de implementar tanto políticas estructurales como programas
específicos que impliquen una transformación de las masculinidades hacia la
igualdad.
En conjunto, estos
tres tipos de acciones profeministas podrían hacer que el lema el silencio
nos hace cómplices trascienda la reivindicación pública, extendiéndose por
todo el cuerpo social y disponiendo a todos y cada uno de los hombres hacia una
transformación social en aras de la igualdad entre los sexos.
4.3.
El desarrollo humano y la ética del cuidado como políticas de igualdad para los
hombres
Hace más de treinta
años, Josep Vicent Marqués (1991: 127) sostuvo que la transformación de los
hombres hacia la igualdad debería evitar un modelo positivo de masculinidad, ya
que este podría ocasionar la “neura corporativa de los hombres –puesto que
nuestro modelo sería apetecible”. A este argumento, habría que sumarle el hecho
de que, en una sociedad democrática, los modelos de vida buena corresponden al
ámbito de la decisión personal (Cortina, 2007).
Sin dejar de
considerar la validez de estos argumentos, es importante tener en cuenta que
los cambios sociales impulsados en los hombres a través del discurso feminista
han sido fundamentalmente ideológicos, resultando relativamente inanes ante la
renuncia de sus dividendos patriarcales, como la exención de responsabilidades
en la esfera privada (Bonino, 2008). Además, cuando se analizan los discursos
de los hombres profeministas, puede observarse que, junto a un cierto sentido
de la injusticia, las motivaciones que incitan a los hombres a reflexionar
sobre su masculinidad y formar parte de grupos de hombres profeministas son más
bien de índole personal y emocional. De este modo, suelen ubicar las causas de
su activismo en a) el contexto familiar; b) la relación de pareja; c) el
contexto laboral y d) las relaciones con las mujeres (Pinilla, Boira y Tomás,
2014: 406). En este sentido, el concepto de desarrollo humano ofrece una
respuesta al problema de la motivación para el cambio personal de los hombres
hacia la igualdad.
Los lenguajes de la
justicia y del deber pueden ser suscritos ideológicamente y, aun así, no
impulsar a los hombres hacia una transformación personal con la fuerza
suficiente. Hace ya tiempo que los grupos de hombres profeministas constataron
que los mensajes basados en el deber y la justicia resultaban ciertamente
ineficaces a la hora de motivar a los hombres hacia un cambio estructurado por
la igualdad. En consecuencia, algunos de sus programas de educación en igualdad
fueron promocionados con el lema “los hombres ganamos con la igualdad” (AHIGE,
n.d.)., bajo el objetivo de concienciar a los hombres de los costes
existenciales generados por su adscripción identitaria de la masculinidad
patriarcal (Clare, 2002; Sambade, 2023). Estos programas están bien diseñados
en cuanto a sus objetivos y contenidos, pero, si bien la retórica de la
ganancia puede resultar atractiva para los hombres, es ciertamente peligrosa,
porque está conectada con la lógica instrumental del racionalismo egoísta. Los
beneficios de la transformación hacia la igualdad deben ser definidos en
términos de desarrollo humano.
No obstante, la
articulación de políticas de justicia basadas en el desarrollo humano de los
hombres, efectivamente, tiene que tener en cuenta el problema de la posible reproducción
de posiciones de poder a partir de la definición de un modelo positivo
(Marqués, 1991). Asimismo, debe cumplir con el conjunto de mínimos éticos que
garantizan la justicia en una sociedad democrática, entre ellos la libertad de
elección individual y el derecho a la diversidad (cultural, de clase,
orientación sexual, etc.). Ahora bien, una política del desarrollo humano no
tiene por qué incumplir ninguna de estas condiciones siempre que no se entienda
la condición humana desde una concepción estática y, por ende, excluyente. En
este sentido, definimos la condición humana como una base biológica y cultural
compleja que, caracterizada por su libertad y creatividad constitutivas,
entraña una potencia de realización abierta e indefinida. La consecuencia de
este concepto de realización humana no puede ser otro que una
transformación social abierta indefinidamente que, por ende, no debería atentar
ni contra la libertad individual ni contra la diversidad identitaria. De este
modo, no estaríamos hablando de un único modelo de desarrollo masculino, sino
de múltiples masculinidades positivas estructuradas, indefectiblemente, por
criterios de igualdad. Y, puesto que una sociedad democrática debe garantizar
la igualdad y la libertad de la ciudadanía, de una parte, estos modelos deben
ser impugnables cuando haya razones de justicia para hacerlo; y, de la otra, no
se pueden dar por concluidos; siempre debe garantizarse la posibilidad del
cambio social.
Para articular esta
idea de condición humana como potencia de realización dentro del marco político
de las democracias liberales, Martha Nussbaum ha sostenido que, frente a los
funcionamientos reales, el fin político son las capacidades básicas, las cuales
deben estar protegidas desde principios formales de justicia (Agra, 2004).
Nussbaum (2000) realiza una lista vaga y no densa del bien, en la que incluye
capacidades básicas como una vida con afecto, cuidados, solidaridad y bienestar
material. En cuanto a los principios formales de justicia que evitan la
imposición de un modelo cultural sustantivo del bien, cita al derecho de libre
elección y a la capacidad de participación política. Por el contrario, recela
de las posiciones comunitaristas. El desarrollo humano debe justificarse
racionalmente, lo que admite la posibilidad de revisión crítica tanto de la
tradición cultural, como de las ideas de progreso ético, objetividad y
universalidad (Agra, 2004). A este respecto, Nussbaum apela a la ética del
discurso de Habermas para garantizar el reconocimiento del otro-diferente como
un igual político, lo que incluye el reconocimiento de sus derechos, apuntado,
eso sí, que, en las sociedades democráticas, los derechos son de las personas,
no de la tradición ni de la cultura[5].
Retomando la
definición del cuidado como una capacidad humana básica, sostenemos que el
desarrollo de la ética cuidado por parte de los hombres, dispuesto como una
política de igualdad, puede abordar simultáneamente una cuestión de justicia
social y una cuestión de desarrollo humano para los mismos. Alicia Puleo (2011)
ha señalado que la universalización de la ética del cuidado es una exigencia de
justicia, puesto que la responsabilización exclusiva del mismo por parte de las
mujeres ha constituido históricamente un dispositivo de discriminación y
exclusión de estas. El cuidado y el trabajo doméstico no generan ni poder ni
reconocimiento en sociedades de economía capitalista, las cuales están
articuladas en torno al comercio de la plusvalía de la producción (Saltzman,
1992). Por lo tanto, la redistribución de las prácticas del cuidado y el
trabajo doméstico a través de la corresponsabilización de los hombres
significaría una transformación hacia la igualdad y un cambio de justicia. La
crítica de Puleo (2011) va más allá: la ideología económica y tecno-científica
del progreso ilimitado ha puesto en peligro la supervivencia de la especie
humana en la tierra, extinguiendo a su vez muchas otras especies cuyos
vivientes no solo tienen valor en sí mismos, sino que, además, contribuyen a la
supervivencia de nuestra especie; de condición inter y ecodependiente. En este
punto, Puleo (2011) pone en relieve el origen del cuidado en la emoción moral
de la empatía, una emoción que nos dispone a reconocernos como iguales a partir
de la percepción de nuestra común vulnerabilidad. La universalización de la
ética del cuidado supondrá, en consecuencia, una transformación que, legitimada
como reivindicación de justicia social, a su vez, es básica para nuestra
supervivencia como especie animal. Téngase en cuenta a este respecto que las
principales estrategias de supervivencia de la especia humana son la
convivencia y la cooperación, estando ambas sustentadas por el afecto (Midgley,
1995).
Además, la ética del
cuidado no solo es fundamental para nuestra supervivencia, sino también para
nuestro bienestar y nuestra felicidad, los cuales tampoco pueden tener lugar si
no lo es dentro de la convivencia social. Esta transformación interpela
directamente a los hombres, puesto que no solo hemos sido desresponsabilizados
históricamente de la práctica del cuidado, sino que, tal y como evidencian las
estadísticas de salud pública, ejercemos el grueso de la agencia antisocial,
constituyendo una de las principales causas de la infelicidad y la violencia
sociales vigentes, incluidas las que padecemos nosotros mismos (Sambade, 2020;
2023). Por lo tanto, sostenemos que el desarrollo de la ética del cuidado, su
redistribución social equitativa a través de la corresponsabilidad de los
hombres, no es solo una exigencia de justicia social, sino que, también,
entraña una fuente de desarrollo humano para nosotros.
Las conductas
antisociales masculinas son el resultado de la socialización de los hombres en
un modelo androcéntrico y antropocéntrico de masculinidad. Este modelo entraña
una disciplina del cuerpo y de la emotividad propias, la pragmática del control
(Sambade, 2020), que niega la vulnerabilidad constitutiva de los hombres en
tanto que estrategia de perseveración en las lógicas y espacios sociales de
poder (Ibídem). Su consecuencia es la represión del sentimiento de empatía, lo
que nos induce, por una parte, hacia el ejercicio de la violencia social en
general y de la violencia contra las mujeres en particular y, por la otra,
hacia el desarrollo de una cultura del riesgo (Seidler, 2000).
La pragmática
masculina del control fue históricamente dispuesta para forjar una masculinidad
que, siguiendo a Gilmore (1994), se caracteriza por tres funciones sociales
básicas; la protección, la producción y la reproducción sexual. En las
sociedades patriarcales, estas funciones han conferido y confieren una posición
superior de poder de los hombres sobre las mujeres que atraviesa a las
distintas clases sociales. De este modo, la pragmática del control está
dispuesta para el desarrollo de unas condiciones “connaturales” de la
masculinidad que fueron definidas a partir de la negación de la femineidad. La
ternura, la sensibilidad, la emotividad, el cuidado, la empatía y la compasión
fueron desterradas de la masculinidad en tanto que cualidades propiamente
femeninas. Téngase en cuenta que una de las funciones atribuidas socialmente a
los hombres era la protección, la defensa de la familia y la patria a través de
la guerra, lo cual nos ha legitimado históricamente en el ejercicio de la
violencia. En consecuencia, debían reprimirse todas aquellas emociones que nos
disponen hacia la empatía con el Otro humano y no humano.
Evidentemente, la
represión de la emotividad y la disciplina del cuerpo son frustrantes para la
subjetividad de los hombres. Ahora bien, esta frustración no se percibe, sino
que es disociada frente al reconocimiento social androcéntrico y la vivencia de
los dividendos patriarcales que la confirmación del modelo hegemónico de
masculinidad concede. Durante la modernidad, con el desarrollo de las
sociedades capitalistas, el trabajo y la competitividad laboral se convirtieron
en los atributos fundamentales de la masculinidad hegemónica, pero las culturas
de la violencia y del riesgo han permanecido soterradamente ligadas a la
definición social de este modelo (Stearns, 1990).
La cultura
masculinista del riesgo y la violencia pudo haber tenido valor social para la
defensa de la comunidad en el pasado, pero, actualmente, se muestra claramente
disfuncional en el seno de las sociedades democráticas (Subirats y Tomé, 2007).
Vertebrada por la pragmática del control y sus consecuencias, como la pérdida
del sentimiento de empatía y la sensación de invulnerabilidad, la cultura
androcéntrica de la violencia dispone a los hombres hacia la monopolización de
la conducta antisocial, bien sea ejercida contra las mujeres, bien contra otros
hombres o bien contra sí mismos (Kaufmann, 1997).
La práctica de
cuidado hunde sus raíces en una emoción moral universal, la empatía,
disponiéndonos a reconocer la vulnerabilidad del otro (Puleo, 2011). Ahora
bien, simultáneamente, nos permite tomar conciencia de nuestra propia
vulnerabilidad, reflejándonos en la mirada del otro igualmente vulnerable;
reconociéndonos como iguales-vulnerables. Y puesto que la masculinidad
patriarcal se construye sobre la negación de la propia vulnerabilidad, el
ejercicio del cuidado en condiciones de equidad por parte de los hombres
constituye una práctica social profundamente transformadora tanto para la
sociedad, como para nosotros mismos. En este sentido, un estudio sociológico
que analizaba las consecuencias de la incorporación de los padres al ejercicio
del cuidado de sus hijas e hijos, concluía que, incluso cuando estos se habían
visto forzados por circunstancias laborales a desarrollar esta práctica, su
implicación en el cuidado redefine las relaciones de género, favoreciendo una
convivencia más igualitaria y el desarrollo de masculinidades alternativas
(Abril, 2018).
Además, el
reconocimiento de la propia vulnerabilidad favorece un autoconcepto realista y
una autoestima saludable. Nos permite tomar conciencia del valor de nuestros
vínculos afectivos; de la necesidad que tenemos del afecto y el cuidado de
otras personas y de su recíproca necesidad. Es decir, nos hace conscientes de
nuestra vulnerabilidad e interdependencia constitutivas. Esta conciencia es
importante para la fundamentación de las políticas de corresponsabilidad,
puesto que la empatía y la simpatía que nos mueven hacia el cuidado no
son el resultado de un cálculo instrumental, sino que tienen por único fin la
realización de una condición humana negada y, por ende, una forma de desarrollo
humano que producirá bienestar y felicidad.
El desarrollo humano
intrínseco a la universalización de la ética del cuidado se hace evidente en
los hombres, quienes hemos delegado nuestro autocuidado en las mujeres,
reproduciendo a su vez la división sexual del trabajo. Es decir, para poder
ocuparse de otras personas es necesario saber cuidar de sí mismo en primer
lugar. Por lo tanto, el cuidado genera autonomía en un sentido práctico. De
hecho, la autonomía requiere de cierta capacitación en el trabajo doméstico,
así como de la conciliación de la vida privada y la vida laboral, prácticas
humanas de las cuales los hombres hemos sido desresponsabilizados. Por lo tanto,
el desarrollo de autonomía por parte de los hombres requiere del cultivo de
aquella cultura que tradicionalmente se les ha negado; la feminidad y sus
adscritas virtudes de empatía y compasión, entre otras. Estas virtudes no solo
alimentan la práctica normativa de la solidaridad, sino que, proyectadas sobre
sí mismos, disponen hacia la transformación de una masculinidad patriarcal
frustrante, basada en el riesgo y la violencia. Su consecuencia debería ser la
reducción notable tanto del impacto de violencia contra las mujeres, como de
las afecciones físicas y emocionales ocasionadas por la cultura del riesgo.
En conclusión, el
desarrollo de la empatía de los hombres a través del cuidado es un proyecto de
desarrollo humano para sí mismos que emerge desde una reclamación de justicia
social y que, en consecuencia, contribuirá simultáneamente a la igualdad, el
bienestar y la felicidad de la sociedad en su conjunto.
Una de las objeciones
que se le podrían realizar a una política de igualdad basada en la ética del
cuidado, en tanto que política de desarrollo humano para los hombres, es que
esta exige un comportamiento virtuoso: es decir, que entraña un determinado
concepto del bien que, en una sociedad democrática está subordinado a la
libertad de elección individual. Pero, como ya hemos señalado, la
corresponsabilidad ha sido reclamada desde el principio de justicia como una
exigencia de redistribución equitativa del cuidado. Y resulta evidente que la
especie humana no puede sobrevivir sin cuidado. No solo es evidente para el
sentido común, sino que las Ciencias Naturales han demostrado que la evolución
de la especie humana se produjo más bien como consecuencia de nuestra
disposición a la convivencia y la cooperación, que de la supervivencia del
individuo más apto (Midgley, 1995).
En una fascinante
congruencia interdisciplinar, diversas ciencias que estudian la conducta
humana, como la Neurociencia (Porges, 2011), la Psicología (Bowlby, 1969;
Ainsworth, 1989) y la Etología (Midgley; 1995), han puesto de relieve el valor
que la emotividad y el afecto tienen para la supervivencia, la vinculación
social y el bienestar psicológico e individual de los seres humanos. En este
sentido, Frans de Waal (2019) ha sostenido que la emotividad originada en el
cerebro límbico, área cerebral compartida con todas las especies mamíferas, es
la base y el aliento de la moralidad humana y, por ende, de la ética.
El cuidado emana de
emociones como la empatía y la simpatía, las cuales permiten reconocernos como
iguales vulnerables, alentando la virtud de la solidaridad, valor ético
imprescindible para una convivencia justa, enriquecedora y carente de
violencia. Téngase en cuenta que los sujetos libres e iguales que constituyen
la sociedad democrática, construyen primeramente su subjetividad en diferentes
instancias de socialización en las que son cuidados: la familia, el grupo de
amigas y amigos, la escuela… Los seres humanos necesitamos ser cuidados y, por
ende, tenemos la responsabilidad recíproca de cuidar. Incumplir esta
responsabilidad entraña una injusticia. Por lo tanto, la ética del cuidado si
bien no deja de implicar el desarrollo de una virtud ética, no entraña un
máximo moral, sino un mínimo de justicia imprescindible para el desarrollo de
una sociedad propiamente democrática, es decir, constituida por una ciudadanía
libre, igual y solidaria.
5.
Conclusiones
La igualdad social y
política entre mujeres y hombres no podrá ser lograda sin una transformación
democrática, luego plural e igualitaria, realizada por los segundos. En este
sentido, la aparición del movimiento de hombres por la igualdad en España ha
sido positiva por dos motivos. En primer lugar, porque sus acciones sociales y
su discurso son netamente profeministas, lo que ha consolidado un consenso
social intersubjetivo con el feminismo que sienta los criterios mínimos de
justicia desde los que diseñar políticas de igualdad. En segundo lugar, porque,
de hecho, han desarrollado propuestas tanto estructurales como específicas de
coeducación, sensibilización y resocialización hacia la igualdad para hombres;
elementos básicos para una trasformación sin la cual no podrá lograrse la
igualdad.
En el seno de esta
coalición han surgido algunas discrepancias y conflictos, como no podría ser de
otra manera. Por este motivo, es necesario y deseable establecer una serie de
criterios que estructuren tanto el activismo de los hombres profeministas, como
sus propuestas políticas. La distinción tradicional entre éticas de justicia y
éticas del desarrollo humano puede tener un valor singular para la
estructuración de estas. En este sentido, distinguimos entre políticas de
igualdad basadas en la justicia y políticas de igualdad basadas en el
desarrollo humano.
Tanto las políticas
públicas de igualdad basadas en la justicia como las basadas en el desarrollo
humano deben rendir cuentas ante el movimiento feminista y la sociedad en lo
que refiere a su diseño, su implementación y sus resultados. Estos tres
elementos deben estar delimitados por criterios intersubjetivos de justicia y,
por lo tanto, deben permanecer en continua revisión democrática. Ahora bien,
mientras que las políticas de igualdad basadas en la justicia se deben regir
por la agenda feminista, las basadas en el desarrollo humano de los hombres
constituyen un espacio de autonomía para los mismos, puesto que deben emerger
de su motivación y desarrollarse bajo una garantía suficiente de libertad
personal.
En términos
generales, las políticas de desarrollo humano para los hombres deben estar
insertas en políticas de igualdad estructurales; como las políticas de
coeducación en lo que refiere al derecho a educación o las políticas de
corresponsabilidad en lo que refiere al derecho al trabajo. Esto no es óbice
para que puedan desarrollarse planes específicos de educación o resocialización
en igualdad para los hombres, siempre que estos no se financien en detrimento
de los programas de atención a las víctimas del machismo.
Las políticas de
corresponsabilidad han emergido como reclamaciones de justicia social, pero, en
la medida en que requieren de un desarrollo de la ética del cuidado por parte
de los hombres, también entrañan un proyecto de desarrollo humano. El cultivo
de la ética del cuidado por parte de los hombres les permitirá desarrollar la
empatía, así como otras potencialidades inherentes a la condición humana que
fueron negadas por la socialización patriarcal. Su resultado será la
deconstrucción del injusto y frustrante modelo identitario de la masculinidad
patriarcal hegemónica.
El cultivo equitativo
de la ética del cuidado no puede entenderse en ningún caso como una imposición
política que niega la libertad individual. El cuidado no es una exigencia de
virtud, sino un mínimo ético imprescindible para la justa redistribución de las
responsabilidades de mujeres y hombres. En este sentido, la corresponsabilidad
en el cuidado constituye el caldo de cultivo necesario para la constitución de
una ciudadanía libre, igual y solidaria. Solo en el seno de esta, podrán
desarrollarse una pluralidad de masculinidades libres e igualitarias.
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[1] Actualmente, la línea divisoria entre el
conocimiento académico, la práctica investigadora y la intervención social es
difusa y, como muestran Téllez, Martínez y Sanfélix (2021), estos espacios
requieren de una permanente cooperación. En este orden de cosas, el grupo de
investigación ECULGE de la Universidad Miguel Hernández de Elche (España) fundó
el Observatorio de las Masculinidades en 2019. Su objetivo principal es
abordar la cuestión masculina a diferentes niveles como el
científico-académico, el activista, el profesional y el social, desde la perspectiva
de género y con un enfoque feminista (Observatorio de las masculinidades.
UNIVERSITAS Miguel Hernández, n.d.).
[2] Obviamente, esto
no quiere decir que no haya hombres marginados o subordinados. De hecho, la
intersección del género con otros ejes formas de subordinación, como la
etno-raza o la clase, generan una jerarquía de categorías sociales de hombres
basada en relaciones de dominación/subordinación (Connell, 1995). Del mismo
modo, tampoco quiere decir que no existan mujeres que no puedan tener
posiciones sociales de mayor privilegio que otros hombres. Lo que significa es
que, categorizados como clases sociales, en las sociedades patriarcales, los
hombres tienen privilegios sociales, mientras que las mujeres no solo no los
tienen, sino que, además, los primeros los detentan sobre ellas. Un ejemplo
evidente es la doble moral sexual y su relación con la explotación sexual de
las mujeres (De Miguel, 2015).
[3] Como ejemplo a
este respecto, Alicia Puleo (2011) ha propuesto tres mínimos éticos de validez
intercultural: la sostenibilidad ecológica, el nivel de violencia ejercida y
los Derechos Humanos, con especial atención a los de las mujeres, por ser los
más ignorados transculturalmente.
[4] Como
argumentaremos más adelante, la corresponsabilidad ha sido propuesta como una
política de justicia, pero, aplicada a los hombres, también implica una forma
de desarrollo humano.
[5] En relación con
los conflictos multiculturales y el peligro de vulneración los derechos humanos
en general y de los de las mujeres en particular, Celia Amorós (2009) ha
acuñado el concepto de interpelación intercultural.