El movimiento de hombres por la igualdad en España. Un análisis de su estatus, discursos y propuestas de transformación democrática

 

The men's movement for equality in Spain: An analysis of its status,

discourses, and proposals for democratic transformation

 

 

 

 

Iván Sambade Baquerín

carlosivan.sambade@uva.es

Universidad de Valladolid – España

ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0514-1948

 

 

 

 

Resumen

En este artículo, se analizan el estatus, los discursos y las propuestas de los grupos de hombres por la igualdad en España, en su coalición con el movimiento feminista durante los últimos cuarenta años. Asimismo, se proponen unos criterios para estructurar tanto su activismo profeminista como sus propuestas políticas de igualdad. Finalmente, se realiza el esbozo de una propuesta política de transformación social y democrática para los hombres que integra simultáneamente las perspectivas éticas de la justicia, el cuidado y el desarrollo humano.

Palabras clave: hombres profeministas, políticas de igualdad, justicia social, ética del cuidado, desarrollo humano.

 

Abstract

This article analyzes the status, discourses and proposals of men's equality groups in Spain in their coalition with the feminist movement over the last forty years. It also proposes criteria for structuring both their profeminist activism and their proposals for equality policies. Finally, we outline a political proposal of social and democratic transformation for men that simultaneously integrates the ethical perspectives of justice, care and human development.

Keywords: pro-feminist men, equality policies, social justice, ethics of care, human development.

1. Introducción

 

 

El movimiento de hombres por la igualdad ha acompañado al movimiento feminista español en cuatro de las cinco últimas décadas. En esta coalición, los grupos de hombres por la igualdad han mostrado un apoyo constante a las reclamaciones de dicho movimiento. Y, sin duda alguna, esta alianza ha incrementado la presión sobre las instancias gubernamentales, favoreciendo la aprobación de leyes como la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre y el Real Decreto-ley 6/2019, de 1 de marzo. Además, el movimiento de hombres por la igualdad ha dado lugar a políticas de Educación en Igualdad y programas de resocialización dirigidos específicamente para hombres. Estos programas son valiosos no solo por la función social que cumplen, sino también porque nos ofrecen información de primera mano para la programación y el desarrollo de políticas que dispongan la transformación social de los hombres hacia la igualdad.

Por otra parte, toda coalición tiene sus desencuentros y los conflictos que han surgido en el seno de la presente ponen de relieve algunas cuestiones sobre el estatus del movimiento de hombres por la igualdad en relación con el feminismo. Estas cuestiones se centran en su definición como feminista/profeminista, en sus estructuras de relación con los colectivos feministas y en su posición relativa a la propuesta de políticas de igualdad, principalmente; de aquellas que abordan la transformación social de los hombres.

A continuación, realizaremos una narración somera de la historia los grupos de hombres en el Estado español y valoraremos las lógicas que vertebran sus discursos en relación con las reivindicaciones feministas de las últimas cinco décadas. Asimismo, analizaremos su definición y su relación con el movimiento feminista, proponiendo una estructura de relación entre ambos colectivos. Para este objetivo, emplearemos una clasificación de las políticas de igualdad, distinguiendo aquellas que se basan en la justicia social, de las que se centran en el desarrollo personal y humano.

Finalmente, este artículo contiene una fundamentación para las políticas de transformación social de los hombres. En esta, se sostiene que toda política de transformación de la masculinidad patriarcal hacia una pluralidad de masculinidades igualitarias requiere simultáneamente de tres ejes éticos: la justicia, el cuidado y el desarrollo humano.

 

 

2. Metodología

 

 

La investigación que estructura este artículo se ha desarrollado fundamentalmente por medio de la revisión teórica. Ahora bien, podemos distinguir dos estrategias de revisión teórica presentes en el mismo. En la primera parte de este artículo (epígrafe 3), destinada a la construcción de un relato historiográfico sobre el origen y la trayectoria del movimiento de hombres en España, así como al análisis de la evolución de sus discursos en relación con la agenda feminista durante estas últimas cinco décadas, la metodología empleada es de revisión bibliográfica y documental, habiendo consultado tanto fuentes formales como informales. Entre las primeras, se han consultado principalmente artículos científicos y algunos diarios públicos. Entre las segundas, destacan los blogs y las páginas web de los propios colectivos de hombres por la igualdad y de algunos de ellos a título personal.

La segunda y más extensa parte de este artículo (epígrafe 4) es un análisis crítico de las líneas de acción del movimiento de hombres por la igualdad, realizado desde la Filosofía moral y política. Este análisis tiene el objetivo de proponer una estructura para las relaciones del movimiento de hombres por la igualdad y el movimiento feminista sobre la base de una distinción conceptual clásica de la Filosofía moral: la distinción entre éticas de la justicia y éticas del bien. Las fuentes de información son básicamente académicas y el análisis se rige por los métodos propios de la Filosofía: la crítica racional con pretensiones de veracidad y la argumentación lógicamente estructurada. Al final de esta segunda parte, así como en las consecuencias, expongo mi propia fundamentación ético-política para una transformación social y democrática de los hombres hacia masculinidades igualitarias.

Huelga señalar que el desarrollo teórico del artículo se ha visto ineludiblemente filtrado en su completitud por mi propia experiencia de participación en el movimiento de hombres por la igualdad. Espero que esta experiencia no haya constituido un sesgo de parcialidad, sino más bien una fuente primaria de información a partir de la que profundizar con objetividad en el estudio de la cuestión.

 

 

3. Los grupos de hombres profeministas: breve análisis de su historia y sus discursos

 

 

A finales del recién pasado siglo XX, aparecieron grupos de hombres que, en coalición con el movimiento feminista, reivindicaron la injusticia de la discriminación social de las mujeres y la necesidad de avanzar hacia sociedades más justas e igualitarias. Este movimiento surgió originariamente en los EE. UU durante los años 70 y, desde sus orígenes, ha estado integrado por hombres que procedían, o bien de otras formas de activismo, o bien del ámbito de las Ciencias Sociales (Whelehan, 1995; Kimmel, 2008).

En cuanto a su activismo, sus campañas más reconocidas se han centrado en la denuncia pública de las violencias machistas que sufren las mujeres. Así, por ejemplo, en 1991, Michael Kauffman y Jack Layton iniciaron la White Ribbon Campaing (WRC) en protesta y repulsa de la denominada masacre de Montreal. Esta campaña ha vinculado en todo el mundo a hombres que denuncian públicamente la violencia machista contra las mujeres, bajo el objetivo de que ningún maltratador pueda percibir la complicidad masculina propia de la fratría o grupo de iguales (Bonino, 2008). Bajo esta misma lógica, en España, “El silencio nos hace cómplices” se convirtió en el lema de los grupos de hombres profeministas desde 2006, año en la que se organizó la primera manifestación nacional de hombres contra las violencias machistas en Sevilla (Villar, 2016).

Los grupos de hombres profeministas aparecen en España a mediados de los años ochenta. Son hombres que reciben positivamente la interpelación social del movimiento feminista español, el cual, desde finales de los años setenta, había contribuido tanto a la aprobación de las leyes que regulaban el aborto y el divorcio, como a la derogación de leyes franquistas que marginaban a las mujeres (Pinilla, Boira y Tomás, 2014). Estos grupos estaban constituidos por hombres que habían tenido contacto con el feminismo, principalmente a través de dos vías, bien en el contexto universitario, bien en el activismo: en sindicatos, grupos a favor de los derechos humanos, en el movimiento insumiso, etc[1].

Originariamente, aparecieron dos grupos de hombres profeministas en dos localidades distintas, Valencia y Sevilla (Lozoya, Bonino, Leal y Szil, 2003). El grupo de Valencia fue creado por Vicent Marqués, sociólogo, académico y unos de los primeros expertos en Estudios Críticos de las Masculinidades en España (Pinilla, Boira y Tomás, 2014). El grupo de Sevilla fue creado por José Ángel Lozoya, activista español que más tarde fundaría la Red de Hombres por la Igualdad en España. En 1999, Lozoya fue nombrado director del Programa Hombres por la Igualdad de la Delegación de Salud y Género del Ayuntamiento de Jerez de la Frontera. Este fue el primer programa público de políticas de género dirigidas hacia los hombres (Ibídem). Posteriormente, este programa ha sido dirigido por el psicólogo y antropólogo Daniel Leal González durante más de veinte años. En la actualidad, en España hay otro programa institucional que trabaja con los hombres para el fomento de las masculinidades diversas e igualitarias. Es el programa Gizonduz, gestionado por Emakunde - Instituto Vasco de la Mujer, desde el año 2007 (EMAKUNDE, n.d.).

Previamente, en el año 2001, Antonio García fundó AHIGE, la primera asociación de hombres por la igualdad legalizada (Lozoya, Bonino, Leal y Szil, 2003). Actualmente, AHIGE cuenta con una red institucional en 11 de las 17 comunidades autónomas que constituyen el Estado español (AHIGE, n.d.). En otro orden de cosas, cabe destacar la creación del Centro de Estudios sobre la Condición Masculina en 1993. Esta iniciativa privada del psicoterapeuta Luis Bonino centra su atención en la transformación de los hombres hacia la igualdad, poniendo el foco en la toxicidad que la masculinidad normativa tiene no solo para las mujeres, sino también para ellos mismos, constituyendo un problema social y de salud pública (Bonino, 2000).

Es importante señalar que tanto las iniciativas privadas, como los programas institucionales de trabajo con hombres han estado en contacto e interrelación constante con las redes y grupos de hombres por la igualdad. De este modo, en líneas generales, se puede sostener que el movimiento de hombres profeministas cuenta con una presencia sólida y estable en nuestro país. Actualmente, el Observatorio de las Masculinidades de la Universidad Miguel Hernández constata la presencia de unas 36 organizaciones, incluyendo asociaciones, grupos y redes (Observatorio de las Masculinidades. UNIVERSITAS Miguel Hernández, 2022). Asimismo, contamos con la presencia de redes internacionales como MenEngage Iberia.

En cuanto a sus discursos, desde un principio los colectivos de hombres profeministas suscribieron la demanda de igualdad social y política del movimiento feminista. En esta línea de actuación, a partir de finales de la década de los noventa, comenzaron a denunciar públicamente la violencia machista en coalición con el movimiento feminista. Un hecho decisivo a este respecto, fue el asesinato de Ana Orantes a manos de su excónyuge (Pinilla, Boira y Tomás, 2014). En consecuencia, en enero de 1998, el grupo de hombres de Sevilla publicó el primer manifiesto del Estado de “hombres contra la violencia ejercida por hombres contra las mujeres” y puso en circulación el lazo blanco (Lozoya, Bonino, Leal y Szil, 2003). Asimismo, en el año 2004, un grupo de hombres, que más tarde se constituyó como Stop Machismo en Madrid, promovió una carta de apoyo a la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, que fue firmada por más de 3.000 hombres (Pinilla, Boira y Tomás, 2014). Esta línea de actuación ha hecho que, desde sus orígenes, el movimiento de hombres por la igualdad en España se haya sentido parte del feminismo (Ibídem).

La alineación discursiva con el movimiento profeminista siguió presente tras el 2004, cuando la demanda de corresponsabilidad entre mujeres y hombres comienza a ocupar el centro del discurso feminista. En 2005, se constituyó la Plataforma por el Permiso de Paternidad Intransferible, asociación mixta que más tarde pasó a denominarse Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción (PPiiNA, n.d.). Esta plataforma reivindicó la plena equiparación a 16 semanas de los permisos para hombres y mujeres, intransferibles y pagados al 100%, bajo el objetivo de erradicar la discriminación laboral de las mujeres y su causa constitutiva: la división sexual del trabajo. A pesar de que esta plataforma es mixta, sus reivindicaciones se hicieron un eco notable en el discurso de los hombres por la igualdad. Como consecuencia de esta alianza, se estableció el Real Decreto-ley 6/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes para garantía de la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres en el empleo y la ocupación, equiparando los permisos de maternidad y de paternidad.

Es importante señalar que, al margen de este alineamiento discursivo con el feminismo, los colectivos de hombres por la igualdad han incorporado mensajes específicamente dirigidos hacia los hombres, no solo en tanto que condenas de la complicidad machista, sino también como estrategias de motivación para una transformación hacia masculinidades igualitarias. Como ejemplo, AHIGE (n.d.) ha desarrollado diversos programas educativos abanderados por el eslogan “los hombres ganamos con la igualdad”. Estos programas buscan concienciar a los hombres para su cambio personal, mostrando que la masculinidad patriarcal no solo genera injusticia social en sus relaciones con las mujeres, sino que también tiene elevados costes sociales y personales para ellos mismos: mayor índice de enfermedades y accidentes como consecuencia de la cultura del riesgo; mayor índice de suicidio, de conductas antisociales y drogodependencias, etc. (Bonino, 2000; Clare, 2002; Sambade, 2023).

Los programas centrados en la motivación hacia el cambio personal están causados por dos circunstancias. La primera es la vinculación que los grupos de hombres profeministas han tenido con los Estudios críticos de las Masculinidades. La segunda, pero no menos importante, es el hecho de que, desde sus comienzos, el movimiento de hombres profeministas tuvo una doble orientación, distinguiéndose los grupos de activismo profeminista de aquellos que estaban enfocados hacia el desarrollo personal desde una perspectiva terapéutica (Bonino, Leal y Szil, 2003). La relación constante entre estos dos tipos de grupos, habitando en numerosas ocasiones un mismo espacio, habría enriquecido la perspectiva profeminista incluyendo los costes que la masculinidad patriarcal causa sobre los hombres.

Por último, el movimiento de hombres por la igualdad ha incorporado la perspectiva de la diversidad en sus discursos, lo que se hace patente en el uso del sustantivo plural “masculinidades”, bajo el objetivo de proyectar un marco identitario plural. Esta perspectiva ha sido incluida en el discurso profeminista, en gran medida, como consecuencia de la influencia del movimiento gay. De una parte, este movimiento ha reivindicado la posibilidad del libre desarrollo personal sin discriminación por motivos de orientación o identidad sexual. Por otra, los Gay Studies fueron pioneros en los estudios críticos de la masculinidad, centrándose principalmente en la deconstrucción de la heteronormatividad constitutiva del modelo hegemónico de masculinidad (Connell, 1995). En España, numerosos hombres gais pertenecientes al movimiento LGTB se definieron asimismo como profeministas, ampliando la alianza con el movimiento feminista e incluyendo la perspectiva de la diversidad en el movimiento de hombres por la igualdad.

Finalmente, es necesario señalar que el hecho de que el movimiento de hombres se haya definido como profeminista no implica que no hayan podido surgir ciertos conflictos y desavenencias con el movimiento feminista. A continuación, abordaremos algunos de estos conflictos desde la teoría política para, simultáneamente, tratar de sistematizar una serie de principios que estructuren ética y políticamente el activismo de los grupos de hombres por la igualdad en su alianza con el feminismo.

 

 

4. El activismo profeminista: conflictos y principios ético-políticos de acción social

 

4.1. El sujeto del feminismo

 

Uno de los debates provocados por la incorporación del movimiento de hombres por la igualdad al activismo feminista es si los hombres pueden ser realmente feministas. Los grupos de hombres por la igualdad han reconocido la justicia de las reivindicaciones feministas y, teniendo conciencia de que estas les interpelan éticamente, han decidido posicionarse públicamente a favor la igualdad social entre mujeres y hombres. En este sentido, se han definido como aliados del movimiento feminista, reconociendo explícitamente que las mujeres son el sujeto social y político de dicho movimiento (Salazar y Sambade, 2020). Por lo tanto, el posicionamiento social de los hombres por la igualdad es profeminista.

Existen causas tanto históricas como sociológicas que justifican la posición profeminista de los grupos de hombres por la igualdad. Es un hecho que el feminismo se articuló históricamente a partir de grupos de mujeres que reclamaban públicamente igualdad social y política, vindicando la injusticia de su subordinación social y su desigualdad de poder y recursos. Por lo tanto, el sujeto de emancipación no puede ser otro que aquel que, estando discriminado, reivindica dicha injusticia social. En este sentido, las políticas de igualdad deben estar dirigidas en primer lugar a corregir esa discriminación, generando equidad social para las mujeres. Los hombres profeministas reconocieron la justicia de esta reivindicación y, en principio, se adscribieron ideológicamente a la misma, entendiendo que, en el espacio social, las mujeres son el sujeto político del feminismo y ellos sus aliados.

De este modo, la topología social puede servir para aclarar el debate. Un hombre puede ser ideológicamente feminista, pero, en el espacio del activismo social, debe ser un aliado, porque su posición colectiva no es de subordinación, sino de privilegio[2]. Esto no quiere decir que el movimiento de hombres profeministas no tenga cierta autonomía en sus propuestas de transformación de la masculinidad hacia la igualdad, pero esta se dirimirá en relación con los modelos de desarrollo humano que pretendan proyectar. Estos serán inevitablemente plurales, tal y como lo es la condición humana, siempre que se garantice la libertad de elección propia de toda sociedad democrática (Nussbaum, 2000). Ahora bien, tampoco estarán exentos de revisión social, puesto que deberán cumplir los mínimos de justicia que, asimismo, debe garantizar una sociedad democrática por definición (Cortina, 2007).

A pesar de que tanto la genealogía de la lucha por la igualdad, como la topología social descrita delimitan el campo de acción del movimiento de hombres profeministas, sigue habiendo una cierta sensación entre algunos hombres profeministas de que no son bien recibidos por el feminismo. En un estudio sociológico en el que participan algunos hombres pertenecientes a grupos de hombres por la igualdad, estos declararon que las relaciones con el movimiento feminista han oscilado entre la desconfianza, la exigencia y la culpabilización (Pinilla, Boira y Tomás, 2014: 410). En general, perciben la sensación de ser excluidos por el movimiento feminista y “algunos de los entrevistados, expresan la casi permanente necesidad de tener que rendir cuentas ante algunas compañeras” (Pinilla, Boira y Tomás, 2014: 411).

A mi entender, resulta paradójico que exista cierta incomprensión de este hecho, cuando, previamente, alguno de los entrevistados ha señalado las posibles causas por las que podría haberse producido esa desconfianza:

esta desconfianza tiene su origen histórico en los años de la transición española. El debate planteado al interior del propio movimiento feminista denunciaba que la militancia junto a los hombres en organizaciones mixtas como los sindicatos y los partidos políticos implicaba asumir implícitamente que el liderazgo iba a ser asumido por los hombres (Ibídem: 410)

Si tenemos en cuenta que, como señaló Vicent Marqués (1991), el mensaje fundamental de la socialización patriarcal masculina es “eres hombre, luego, eres importante” y que esto nos incita a demostrar nuestra masculinidad mediante la búsqueda de la ocupación de espacios públicos, deberíamos entender que tiene sentido que exista una cierta desconfianza hacia los hombres profeministas dentro de los espacios feministas. Esta desconfianza tiene aún más sentido cuando parte del activismo profeminista ha reclamado su presencia insistentemente, bien en espacios públicos de subvención institucional, bien en espacios políticos, puesto que, en estos espacios, no solo se dispone la organización de la polis, sino que también se detentan posiciones de poder. Esto podría suponer la ocupación de posiciones de poder en un espacio como el feminista que, históricamente, ha sido conquistado por las mujeres y, por ende, a costa de las mismas. Es decir, la coalición con el movimiento de hombres profeministas podría deparar en una alianza ruinosa, en términos de Celia Amorós (1997).

En el estudio de Pinilla, Boira y Tomás (2014: 413), un informante observa que las relaciones con el feminismo institucional son las que más tensiones han generado, en concreto, con “mujeres feministas que han ocupado puestos de poder estableciendo con ellos relaciones claramente verticales”. Pero, contrariamente, hemos visto que hombres como Miguel Lorente han recibido un importante reconocimiento por parte del feminismo institucional, detentando incluso cargos de responsabilidad sobre la base de su aportación a las políticas de igualdad.

El objetivo del presente estudio no es debatir opiniones personales, pero, dado que el estudio de Pinilla, Boira y Tomás (2014) se basa en una metodología de grupo de discusión, comentaré aquí algunas quejas que he percibido entre compañeros como miembro participante de los grupos de hombres por la igualdad. Intentaré asimismo mostrar lo errático de algunas de estas quejas, delimitando al mismo tiempo los parámetros políticos que, a mi entender, deben estructurar al movimiento de hombres por la igualdad.

En primer lugar, algún compañero se ha quejado de que la academia universitaria no contaba con él para participar en eventos universitarios sobre teoría feminista, cuando él no pertenece a la institución universitaria. Sin duda, el compañero en cuestión ha realizado intervenciones significativas de pedagogía social y su participación podría ser interesante, pero esto será algo a valorar por las y los profesionales que forman parte del contexto académico en función de los criterios que rijan la actividad en cuestión. Ni podemos, ni debemos estar en todas las actividades. Además, colaborar con determinadas instituciones no es lo mismo que pertenecer a estas. De hecho, puede tener sentido que un hombre profeminista imparta un taller sobre educación en igualdad dentro de un centro de integración social, pero esto no debe ser exclusivamente como consecuencia de su activismo profeminista, sino también, como consecuencia de ser un educador social formado en políticas de igualdad.

Un ejemplo similar, pero de índole contraria, es la constante afirmación pública de que los hombres tenemos que dar un paso atrás en determinadas instituciones públicas para que hablen las mujeres. Curiosamente, esta afirmación era repetida una y otra vez por un hombre profeminista en el escenario público de las instituciones que le contrataban para impartir conferencias. Entiendo que, al igual que la queja anterior, sencillamente, es erróneo. Un hombre profeminista puede decidir personalmente renunciar a participar en la esfera pública, pero, obviamente, esta no es la demanda de justicia que se le debe solicitar. De hecho, su participación con un discurso en el que se reivindica la justicia social de la igualdad entre los sexos es importante tanto porque interpela al resto de los hombres, como porque aporta un modelo positivo de conducta. Ahora bien, lo que sí se le debe exigir es que sea coherente con su discurso y concilie su vida pública con la privada, practicando la corresponsabilidad en la segunda. Análogamente, la demanda de justicia que debemos realizar los hombres profeministas a las instituciones es que procedan con equidad entre hombres y mujeres, por ejemplo, programando el conjunto de sus eventos, no solo de los relacionados con políticas de igualdad, a través de una política de paridad y cuotas. En resumidas cuentas, las políticas de igualdad no pueden apelar al voluntarismo de los hombres (aunque, sí a su motivación). Tal apelación supondría prácticamente su inanidad. Lo que deben de hacer las políticas de igualdad es generar las condiciones de equidad social que posibiliten el desarrollo de una vida libre y en igualdad, tanto para las mujeres como para los hombres.

El estudio Nacimiento y Desarrollo de los Grupos de Hombres por la Igualdad en España (Pinilla, Boira y Tomás, 2014) distingue otro nivel de relación entre el feminismo y los hombres profeministas en el que, habiendo existido algunos conflictos, la coalición ha sido mucho más armoniosa: el activismo social dentro de coordinadoras y plataformas feministas. Lo cierto es que, una vez más, la topología social nos pone tras la pista de cuáles son los parámetros que deben estructurar la acción profeminista. Así, en principio, me inclino a sostener que el espacio de los hombres profeministas es propiamente el del activismo social, mientras que su participación en las instituciones dependerá de la lógica y la estructuración de las mismas. Aquí, de nuevo, lo que la coalición feminismo-profeminismo debe exigir es que las instituciones se estructuren garantizando la participación de la ciudadanía en condiciones de equidad y justicia. De hecho, uno de los problemas de las instituciones de nuestras democracias es que no cuentan con cauces regulados para la participación ciudadana en las deliberaciones políticas (Baños, 2006). En consecuencia, a menudo, la ciudadanía entiende la posibilidad de participar en las mismas como una posibilidad de entrar en la institución, es decir, como una posibilidad laboral. Este hecho puede pervertir lo que en principio son propuestas orientadas hacia el bien común, cuando de facto se traducen en la búsqueda de un interés personal.

4.2. En busca de una estructura de las políticas de igualdad dirigidas a los hombres

 

Junto a la topología social que delimita el espacio del activismo social respecto al de la participación con las instituciones, la clásica distinción entre éticas de justicia y éticas del desarrollo humano puede ser valiosa para delimitar y estructurar los campos de la acción social profeminista.

En primer lugar, debemos partir del hecho de que el reconocimiento de la legitimidad de las reclamaciones feministas por parte de los colectivos de hombres profeministas ha generado un consenso intersubjetivo sobre los criterios sociales de justicia que, como señaló Adela Cortina (2007), deben delimitar las condiciones de posibilidad para la elección de un modelo de vida buena o desarrollo humano en toda sociedad democrática. Estos criterios de justicia son mínimos éticos cuyo cumplimiento es exigible a toda la ciudadanía[3] y, por lo tanto, deben vertebrar las políticas de igualdad.

En segundo lugar, será pertinente para nuestro estudio distinguir entre políticas de igualdad basadas en la justicia social y políticas de igualdad basadas desarrollo humano, admitiendo que, en sentido estricto, esta es una distinción analítica, por lo que una política de igualdad puede integrar simultáneamente ambos elementos[4].

Dado que la desigualdad de género y la discriminación afectan principalmente a las mujeres, las políticas de igualdad basadas en la justicia social deben guiarse principalmente por la agenda feminista. Ahora bien, una vez propuestas, las políticas de igualdad deben implementarse y sus efectos podrían diferir respecto a los esperados, de modo que necesitan ser revisados, una vez más, en torno a los criterios de justicia aceptados intersubjetivamente. En este punto, los grupos de hombres profeministas son interlocutores válidos del movimiento feminista siempre que cumplan unas condiciones éticas exigibles para toda participación democrática. A saber, que las y los agentes sociales reconozcan recíprocamente su competencia y su autonomía, y se comprometan a formular sus propuestas con pretensiones de validez universal (Habermas, 2023).

Partiendo de que consecución de la igualdad social efectiva requiere de una transformación de los modelos hegemónicos de masculinidad, el movimiento de hombres profeministas encuentra un espacio de mayor autonomía en la propuesta de políticas de igualdad basadas en el desarrollo humano o, dicho de otro modo, políticas de transformación hacia modelos positivos e igualitarios de masculinidad. En la medida en que estas políticas se dirigen hacia el fin político de la igualdad, su propuesta es totalmente legítima y, de hecho, tienen que estructurarse entorno a los criterios mínimos de justicia intersubjetivamente pactados. A su vez, esta transformación social e identitaria debe ser realizada por los hombres, sujetos libres e iguales, de modo que su desarrollo sustantivo requiere de la garantía de la libertad de elección inherente a las democracias liberales (Rawls, 1978).

¿Deben “rendir cuentas” las políticas de transformación hacia modelos positivos de masculinidad ante el movimiento feminista? Evidentemente, sí. No solo ante el feminismo, sino ante la sociedad en su conjunto, puesto que una sociedad democrática se basa justamente en la posibilidad de la ciudadanía de valorar la justicia de las políticas a implementar. La rendición de cuentas es una condición necesaria del principio de responsabilidad democrática. En este caso, habrá de valorarse si los modelos (políticas) de transformación propuestos cumplen efectivamente los criterios intersubjetivos de justicia, tanto en su proyección, como después de su implementación. Y lo lógico es que quienes han reclamado la transformación, reivindicado la injusticia padecida en primera persona, tengan un turno preferente en dicha valoración. De hecho, no tendría sentido disponerse hacia el cambio como consecuencia de las reclamaciones feministas y, posteriormente, no admitir su revisión crítica de los cambios desarrollados, más aún, considerando que los propios hombres profeministas admitimos la experimentación de contradicciones internas durante los procesos de cambio (Bonino, 2008)

Una vez tenemos propuestas profeministas de transformación de las masculinidades, surge la cuestión acerca de su orden y prioridad en el conjunto de las políticas de igualdad. De hecho, los grupos de hombres profeministas ya han reivindicado la necesidad de programas institucionales de resocialización y educación en igualdad para los hombres. Este hecho, frente a la escasez de las dotaciones presupuestarias destinadas a las políticas e igualdad, ha sido interpretado como una amenaza de reducción de las cantidades reservadas a los tan necesarios programas de asistencia a las mujeres, incluidas, entre otras, las víctimas de violencia machista.

Evidentemente, la implementación de políticas de transformación de las masculinidades, en ningún caso, debería diezmar los presupuestos que las instituciones públicas destinan a la asistencia social de las mujeres. En principio, la transformación social de los hombres debería estar incluida en políticas o planes estructurales de igualdad. Un ejemplo a este respecto es el Real Decreto-ley 6/2019, de 1 de marzo, por el que se estableció la equiparación de los permisos de maternidad y de paternidad. Este Real Decreto afecta al derecho al trabajo de modo estructural y está dispuesto bajo el objetivo de generar corresponsabilidad entre mujeres y hombres en la esfera privada. Por lo tanto, sustenta la idea de que no puede haber igualdad de oportunidades en la esfera pública, mientras que no haya un reparto equitativo de responsabilidades en la esfera privada. De hecho, la ausencia de corresponsabilidad deja una huella profunda en fenómenos sociales como la brecha salarial, la feminización de las profesiones de cuidado y trabajo doméstico, la doble jornada y el techo de cristal, entre otras estructuras sociales de desigualdad. Además, este Real Decreto reconoce que el cuidado también es un derecho y un deber del padre, de modo que si no tiene la oportunidad de ejércelo, no puede asumir plenamente su responsabilidad.

Entre las políticas estructurales de igualdad, se muestra clave el desarrollo de una política de educación que integre el principio de la igualdad entre los sexos en todos los niveles educativos, desde la coeducación en Educación Infantil hasta la formación en igualdad en todos los títulos de habilitación profesional. Esto requiere de la integración de la teoría feminista y, por ende, de los estudios críticos de las masculinidades en todas las formaciones académicas cuya práctica repercute en el cuerpo social, no de manera transversal, sino a través de asignaturas con enfoques teórico-prácticos en relación con los campos académicos y laborales que correspondan. Son numerosas las problemáticas sociales que han mostrado que las y los agentes profesionales deben tener formación en perspectiva feminista. Sin ir más lejos, la problemática de la violencia de género, incluyendo a la violencia sexual, ha mostrado la necesidad de que la judicatura de cualquier especialidad esté formada en perspectiva de género, siendo esta formación actualmente obligatoria (Poder Judicial España, 2019).

Desde hace años, profesionales de la educación siguen reivindicando que la Educación Infantil y la Educación Primaria no han desarrollado un modelo plenamente coeducativo, sino que se mantiene en el modelo mixto (Subirats y Tomé, 2007). Un ejemplo evidente de la influencia de estás políticas coeducativas sería la formación en perspectiva de género en profesiones como la Psicología, el Trabajo Social y la Educación Social, puesto que muchas problemáticas como el suicidio masculino, las adicciones al alcohol y las drogas, y la abyección social por conductas de riesgo y antisociales no solo tienen un marcado perfil estadístico masculino (Clare, 2002), sino también su causa estructural en la socialización patriarcal masculina (Sambade, 2020).

En segundo lugar, están las propuestas formativas de reeducación y educación en igualdad específicas para hombres. Los grupos de hombres profeministas han desarrollado este tipo de programas con mayor o menor éxito a lo largo de estos últimos veinte años. Caben ser destacados el Programa Municipal Hombres por la Igualdad del Ayto. de Jerez de la Frontera y el programa Gizonduz del Instituto Vasco de la Mujer como ejemplos de programas institucionales. Estos programas son necesarios y tampoco están fuera de lugar en las instancias institucionales locales, autonómicas y nacionales, siempre que no supongan un menoscabo de los presupuestos de las políticas de igualdad destinadas a la atención de las víctimas. De hecho, no tendrían por qué generar una disminución de dichas partidas siempre que se incrementasen las dotaciones presupuestarias de las políticas de igualdad, lo cual es, sencillamente, una cuestión de voluntad política. Evidentemente, si no se produce un aumento de los presupuestos destinados a igualdad, en ningún caso se deberían disminuir las dotaciones presupuestarias de los programas de atención a las víctimas. Todo reconocimiento institucional de una injusticia implica, en primer lugar, el intento de compensación del agravio sufrido.

Por último, en determinados contextos feministas, se ha señalado que son numerosos los espacios sociales que están masculinizados, por lo que una de las principales funciones del activismo profeminista debería ser transformar estos espacios, interpelando a los iguales-varones para deslegitimar el machismo. Esta interpelación puede tener lugar tanto en los espacios personales, como el propio grupo de iguales o fratría, donde cabe impugnar el machismo de los pares, como en el entorno laboral, donde cabe reclamar condiciones equitativas entre mujeres y hombres. Suscribiendo esta idea, sin embargo, es necesario apuntar que esto no excluye la necesidad de implementar tanto políticas estructurales como programas específicos que impliquen una transformación de las masculinidades hacia la igualdad.

En conjunto, estos tres tipos de acciones profeministas podrían hacer que el lema el silencio nos hace cómplices trascienda la reivindicación pública, extendiéndose por todo el cuerpo social y disponiendo a todos y cada uno de los hombres hacia una transformación social en aras de la igualdad entre los sexos.

 

4.3. El desarrollo humano y la ética del cuidado como políticas de igualdad para los hombres

 

Hace más de treinta años, Josep Vicent Marqués (1991: 127) sostuvo que la transformación de los hombres hacia la igualdad debería evitar un modelo positivo de masculinidad, ya que este podría ocasionar la “neura corporativa de los hombres –puesto que nuestro modelo sería apetecible”. A este argumento, habría que sumarle el hecho de que, en una sociedad democrática, los modelos de vida buena corresponden al ámbito de la decisión personal (Cortina, 2007).

Sin dejar de considerar la validez de estos argumentos, es importante tener en cuenta que los cambios sociales impulsados en los hombres a través del discurso feminista han sido fundamentalmente ideológicos, resultando relativamente inanes ante la renuncia de sus dividendos patriarcales, como la exención de responsabilidades en la esfera privada (Bonino, 2008). Además, cuando se analizan los discursos de los hombres profeministas, puede observarse que, junto a un cierto sentido de la injusticia, las motivaciones que incitan a los hombres a reflexionar sobre su masculinidad y formar parte de grupos de hombres profeministas son más bien de índole personal y emocional. De este modo, suelen ubicar las causas de su activismo en a) el contexto familiar; b) la relación de pareja; c) el contexto laboral y d) las relaciones con las mujeres (Pinilla, Boira y Tomás, 2014: 406). En este sentido, el concepto de desarrollo humano ofrece una respuesta al problema de la motivación para el cambio personal de los hombres hacia la igualdad.

Los lenguajes de la justicia y del deber pueden ser suscritos ideológicamente y, aun así, no impulsar a los hombres hacia una transformación personal con la fuerza suficiente. Hace ya tiempo que los grupos de hombres profeministas constataron que los mensajes basados en el deber y la justicia resultaban ciertamente ineficaces a la hora de motivar a los hombres hacia un cambio estructurado por la igualdad. En consecuencia, algunos de sus programas de educación en igualdad fueron promocionados con el lema “los hombres ganamos con la igualdad” (AHIGE, n.d.)., bajo el objetivo de concienciar a los hombres de los costes existenciales generados por su adscripción identitaria de la masculinidad patriarcal (Clare, 2002; Sambade, 2023). Estos programas están bien diseñados en cuanto a sus objetivos y contenidos, pero, si bien la retórica de la ganancia puede resultar atractiva para los hombres, es ciertamente peligrosa, porque está conectada con la lógica instrumental del racionalismo egoísta. Los beneficios de la transformación hacia la igualdad deben ser definidos en términos de desarrollo humano.

No obstante, la articulación de políticas de justicia basadas en el desarrollo humano de los hombres, efectivamente, tiene que tener en cuenta el problema de la posible reproducción de posiciones de poder a partir de la definición de un modelo positivo (Marqués, 1991). Asimismo, debe cumplir con el conjunto de mínimos éticos que garantizan la justicia en una sociedad democrática, entre ellos la libertad de elección individual y el derecho a la diversidad (cultural, de clase, orientación sexual, etc.). Ahora bien, una política del desarrollo humano no tiene por qué incumplir ninguna de estas condiciones siempre que no se entienda la condición humana desde una concepción estática y, por ende, excluyente. En este sentido, definimos la condición humana como una base biológica y cultural compleja que, caracterizada por su libertad y creatividad constitutivas, entraña una potencia de realización abierta e indefinida. La consecuencia de este concepto de realización humana no puede ser otro que una transformación social abierta indefinidamente que, por ende, no debería atentar ni contra la libertad individual ni contra la diversidad identitaria. De este modo, no estaríamos hablando de un único modelo de desarrollo masculino, sino de múltiples masculinidades positivas estructuradas, indefectiblemente, por criterios de igualdad. Y, puesto que una sociedad democrática debe garantizar la igualdad y la libertad de la ciudadanía, de una parte, estos modelos deben ser impugnables cuando haya razones de justicia para hacerlo; y, de la otra, no se pueden dar por concluidos; siempre debe garantizarse la posibilidad del cambio social.

Para articular esta idea de condición humana como potencia de realización dentro del marco político de las democracias liberales, Martha Nussbaum ha sostenido que, frente a los funcionamientos reales, el fin político son las capacidades básicas, las cuales deben estar protegidas desde principios formales de justicia (Agra, 2004). Nussbaum (2000) realiza una lista vaga y no densa del bien, en la que incluye capacidades básicas como una vida con afecto, cuidados, solidaridad y bienestar material. En cuanto a los principios formales de justicia que evitan la imposición de un modelo cultural sustantivo del bien, cita al derecho de libre elección y a la capacidad de participación política. Por el contrario, recela de las posiciones comunitaristas. El desarrollo humano debe justificarse racionalmente, lo que admite la posibilidad de revisión crítica tanto de la tradición cultural, como de las ideas de progreso ético, objetividad y universalidad (Agra, 2004). A este respecto, Nussbaum apela a la ética del discurso de Habermas para garantizar el reconocimiento del otro-diferente como un igual político, lo que incluye el reconocimiento de sus derechos, apuntado, eso sí, que, en las sociedades democráticas, los derechos son de las personas, no de la tradición ni de la cultura[5].

Retomando la definición del cuidado como una capacidad humana básica, sostenemos que el desarrollo de la ética cuidado por parte de los hombres, dispuesto como una política de igualdad, puede abordar simultáneamente una cuestión de justicia social y una cuestión de desarrollo humano para los mismos. Alicia Puleo (2011) ha señalado que la universalización de la ética del cuidado es una exigencia de justicia, puesto que la responsabilización exclusiva del mismo por parte de las mujeres ha constituido históricamente un dispositivo de discriminación y exclusión de estas. El cuidado y el trabajo doméstico no generan ni poder ni reconocimiento en sociedades de economía capitalista, las cuales están articuladas en torno al comercio de la plusvalía de la producción (Saltzman, 1992). Por lo tanto, la redistribución de las prácticas del cuidado y el trabajo doméstico a través de la corresponsabilización de los hombres significaría una transformación hacia la igualdad y un cambio de justicia. La crítica de Puleo (2011) va más allá: la ideología económica y tecno-científica del progreso ilimitado ha puesto en peligro la supervivencia de la especie humana en la tierra, extinguiendo a su vez muchas otras especies cuyos vivientes no solo tienen valor en sí mismos, sino que, además, contribuyen a la supervivencia de nuestra especie; de condición inter y ecodependiente. En este punto, Puleo (2011) pone en relieve el origen del cuidado en la emoción moral de la empatía, una emoción que nos dispone a reconocernos como iguales a partir de la percepción de nuestra común vulnerabilidad. La universalización de la ética del cuidado supondrá, en consecuencia, una transformación que, legitimada como reivindicación de justicia social, a su vez, es básica para nuestra supervivencia como especie animal. Téngase en cuenta a este respecto que las principales estrategias de supervivencia de la especia humana son la convivencia y la cooperación, estando ambas sustentadas por el afecto (Midgley, 1995).

Además, la ética del cuidado no solo es fundamental para nuestra supervivencia, sino también para nuestro bienestar y nuestra felicidad, los cuales tampoco pueden tener lugar si no lo es dentro de la convivencia social. Esta transformación interpela directamente a los hombres, puesto que no solo hemos sido desresponsabilizados históricamente de la práctica del cuidado, sino que, tal y como evidencian las estadísticas de salud pública, ejercemos el grueso de la agencia antisocial, constituyendo una de las principales causas de la infelicidad y la violencia sociales vigentes, incluidas las que padecemos nosotros mismos (Sambade, 2020; 2023). Por lo tanto, sostenemos que el desarrollo de la ética del cuidado, su redistribución social equitativa a través de la corresponsabilidad de los hombres, no es solo una exigencia de justicia social, sino que, también, entraña una fuente de desarrollo humano para nosotros.

Las conductas antisociales masculinas son el resultado de la socialización de los hombres en un modelo androcéntrico y antropocéntrico de masculinidad. Este modelo entraña una disciplina del cuerpo y de la emotividad propias, la pragmática del control (Sambade, 2020), que niega la vulnerabilidad constitutiva de los hombres en tanto que estrategia de perseveración en las lógicas y espacios sociales de poder (Ibídem). Su consecuencia es la represión del sentimiento de empatía, lo que nos induce, por una parte, hacia el ejercicio de la violencia social en general y de la violencia contra las mujeres en particular y, por la otra, hacia el desarrollo de una cultura del riesgo (Seidler, 2000).

La pragmática masculina del control fue históricamente dispuesta para forjar una masculinidad que, siguiendo a Gilmore (1994), se caracteriza por tres funciones sociales básicas; la protección, la producción y la reproducción sexual. En las sociedades patriarcales, estas funciones han conferido y confieren una posición superior de poder de los hombres sobre las mujeres que atraviesa a las distintas clases sociales. De este modo, la pragmática del control está dispuesta para el desarrollo de unas condiciones “connaturales” de la masculinidad que fueron definidas a partir de la negación de la femineidad. La ternura, la sensibilidad, la emotividad, el cuidado, la empatía y la compasión fueron desterradas de la masculinidad en tanto que cualidades propiamente femeninas. Téngase en cuenta que una de las funciones atribuidas socialmente a los hombres era la protección, la defensa de la familia y la patria a través de la guerra, lo cual nos ha legitimado históricamente en el ejercicio de la violencia. En consecuencia, debían reprimirse todas aquellas emociones que nos disponen hacia la empatía con el Otro humano y no humano.

Evidentemente, la represión de la emotividad y la disciplina del cuerpo son frustrantes para la subjetividad de los hombres. Ahora bien, esta frustración no se percibe, sino que es disociada frente al reconocimiento social androcéntrico y la vivencia de los dividendos patriarcales que la confirmación del modelo hegemónico de masculinidad concede. Durante la modernidad, con el desarrollo de las sociedades capitalistas, el trabajo y la competitividad laboral se convirtieron en los atributos fundamentales de la masculinidad hegemónica, pero las culturas de la violencia y del riesgo han permanecido soterradamente ligadas a la definición social de este modelo (Stearns, 1990).

La cultura masculinista del riesgo y la violencia pudo haber tenido valor social para la defensa de la comunidad en el pasado, pero, actualmente, se muestra claramente disfuncional en el seno de las sociedades democráticas (Subirats y Tomé, 2007). Vertebrada por la pragmática del control y sus consecuencias, como la pérdida del sentimiento de empatía y la sensación de invulnerabilidad, la cultura androcéntrica de la violencia dispone a los hombres hacia la monopolización de la conducta antisocial, bien sea ejercida contra las mujeres, bien contra otros hombres o bien contra sí mismos (Kaufmann, 1997).

La práctica de cuidado hunde sus raíces en una emoción moral universal, la empatía, disponiéndonos a reconocer la vulnerabilidad del otro (Puleo, 2011). Ahora bien, simultáneamente, nos permite tomar conciencia de nuestra propia vulnerabilidad, reflejándonos en la mirada del otro igualmente vulnerable; reconociéndonos como iguales-vulnerables. Y puesto que la masculinidad patriarcal se construye sobre la negación de la propia vulnerabilidad, el ejercicio del cuidado en condiciones de equidad por parte de los hombres constituye una práctica social profundamente transformadora tanto para la sociedad, como para nosotros mismos. En este sentido, un estudio sociológico que analizaba las consecuencias de la incorporación de los padres al ejercicio del cuidado de sus hijas e hijos, concluía que, incluso cuando estos se habían visto forzados por circunstancias laborales a desarrollar esta práctica, su implicación en el cuidado redefine las relaciones de género, favoreciendo una convivencia más igualitaria y el desarrollo de masculinidades alternativas (Abril, 2018).

Además, el reconocimiento de la propia vulnerabilidad favorece un autoconcepto realista y una autoestima saludable. Nos permite tomar conciencia del valor de nuestros vínculos afectivos; de la necesidad que tenemos del afecto y el cuidado de otras personas y de su recíproca necesidad. Es decir, nos hace conscientes de nuestra vulnerabilidad e interdependencia constitutivas. Esta conciencia es importante para la fundamentación de las políticas de corresponsabilidad, puesto que la empatía y la simpatía que nos mueven hacia el cuidado no son el resultado de un cálculo instrumental, sino que tienen por único fin la realización de una condición humana negada y, por ende, una forma de desarrollo humano que producirá bienestar y felicidad.

El desarrollo humano intrínseco a la universalización de la ética del cuidado se hace evidente en los hombres, quienes hemos delegado nuestro autocuidado en las mujeres, reproduciendo a su vez la división sexual del trabajo. Es decir, para poder ocuparse de otras personas es necesario saber cuidar de sí mismo en primer lugar. Por lo tanto, el cuidado genera autonomía en un sentido práctico. De hecho, la autonomía requiere de cierta capacitación en el trabajo doméstico, así como de la conciliación de la vida privada y la vida laboral, prácticas humanas de las cuales los hombres hemos sido desresponsabilizados. Por lo tanto, el desarrollo de autonomía por parte de los hombres requiere del cultivo de aquella cultura que tradicionalmente se les ha negado; la feminidad y sus adscritas virtudes de empatía y compasión, entre otras. Estas virtudes no solo alimentan la práctica normativa de la solidaridad, sino que, proyectadas sobre sí mismos, disponen hacia la transformación de una masculinidad patriarcal frustrante, basada en el riesgo y la violencia. Su consecuencia debería ser la reducción notable tanto del impacto de violencia contra las mujeres, como de las afecciones físicas y emocionales ocasionadas por la cultura del riesgo.

En conclusión, el desarrollo de la empatía de los hombres a través del cuidado es un proyecto de desarrollo humano para sí mismos que emerge desde una reclamación de justicia social y que, en consecuencia, contribuirá simultáneamente a la igualdad, el bienestar y la felicidad de la sociedad en su conjunto.

Una de las objeciones que se le podrían realizar a una política de igualdad basada en la ética del cuidado, en tanto que política de desarrollo humano para los hombres, es que esta exige un comportamiento virtuoso: es decir, que entraña un determinado concepto del bien que, en una sociedad democrática está subordinado a la libertad de elección individual. Pero, como ya hemos señalado, la corresponsabilidad ha sido reclamada desde el principio de justicia como una exigencia de redistribución equitativa del cuidado. Y resulta evidente que la especie humana no puede sobrevivir sin cuidado. No solo es evidente para el sentido común, sino que las Ciencias Naturales han demostrado que la evolución de la especie humana se produjo más bien como consecuencia de nuestra disposición a la convivencia y la cooperación, que de la supervivencia del individuo más apto (Midgley, 1995).

En una fascinante congruencia interdisciplinar, diversas ciencias que estudian la conducta humana, como la Neurociencia (Porges, 2011), la Psicología (Bowlby, 1969; Ainsworth, 1989) y la Etología (Midgley; 1995), han puesto de relieve el valor que la emotividad y el afecto tienen para la supervivencia, la vinculación social y el bienestar psicológico e individual de los seres humanos. En este sentido, Frans de Waal (2019) ha sostenido que la emotividad originada en el cerebro límbico, área cerebral compartida con todas las especies mamíferas, es la base y el aliento de la moralidad humana y, por ende, de la ética.

El cuidado emana de emociones como la empatía y la simpatía, las cuales permiten reconocernos como iguales vulnerables, alentando la virtud de la solidaridad, valor ético imprescindible para una convivencia justa, enriquecedora y carente de violencia. Téngase en cuenta que los sujetos libres e iguales que constituyen la sociedad democrática, construyen primeramente su subjetividad en diferentes instancias de socialización en las que son cuidados: la familia, el grupo de amigas y amigos, la escuela… Los seres humanos necesitamos ser cuidados y, por ende, tenemos la responsabilidad recíproca de cuidar. Incumplir esta responsabilidad entraña una injusticia. Por lo tanto, la ética del cuidado si bien no deja de implicar el desarrollo de una virtud ética, no entraña un máximo moral, sino un mínimo de justicia imprescindible para el desarrollo de una sociedad propiamente democrática, es decir, constituida por una ciudadanía libre, igual y solidaria.

 

 

5. Conclusiones

 

 

La igualdad social y política entre mujeres y hombres no podrá ser lograda sin una transformación democrática, luego plural e igualitaria, realizada por los segundos. En este sentido, la aparición del movimiento de hombres por la igualdad en España ha sido positiva por dos motivos. En primer lugar, porque sus acciones sociales y su discurso son netamente profeministas, lo que ha consolidado un consenso social intersubjetivo con el feminismo que sienta los criterios mínimos de justicia desde los que diseñar políticas de igualdad. En segundo lugar, porque, de hecho, han desarrollado propuestas tanto estructurales como específicas de coeducación, sensibilización y resocialización hacia la igualdad para hombres; elementos básicos para una trasformación sin la cual no podrá lograrse la igualdad.

En el seno de esta coalición han surgido algunas discrepancias y conflictos, como no podría ser de otra manera. Por este motivo, es necesario y deseable establecer una serie de criterios que estructuren tanto el activismo de los hombres profeministas, como sus propuestas políticas. La distinción tradicional entre éticas de justicia y éticas del desarrollo humano puede tener un valor singular para la estructuración de estas. En este sentido, distinguimos entre políticas de igualdad basadas en la justicia y políticas de igualdad basadas en el desarrollo humano.

Tanto las políticas públicas de igualdad basadas en la justicia como las basadas en el desarrollo humano deben rendir cuentas ante el movimiento feminista y la sociedad en lo que refiere a su diseño, su implementación y sus resultados. Estos tres elementos deben estar delimitados por criterios intersubjetivos de justicia y, por lo tanto, deben permanecer en continua revisión democrática. Ahora bien, mientras que las políticas de igualdad basadas en la justicia se deben regir por la agenda feminista, las basadas en el desarrollo humano de los hombres constituyen un espacio de autonomía para los mismos, puesto que deben emerger de su motivación y desarrollarse bajo una garantía suficiente de libertad personal.

En términos generales, las políticas de desarrollo humano para los hombres deben estar insertas en políticas de igualdad estructurales; como las políticas de coeducación en lo que refiere al derecho a educación o las políticas de corresponsabilidad en lo que refiere al derecho al trabajo. Esto no es óbice para que puedan desarrollarse planes específicos de educación o resocialización en igualdad para los hombres, siempre que estos no se financien en detrimento de los programas de atención a las víctimas del machismo.

Las políticas de corresponsabilidad han emergido como reclamaciones de justicia social, pero, en la medida en que requieren de un desarrollo de la ética del cuidado por parte de los hombres, también entrañan un proyecto de desarrollo humano. El cultivo de la ética del cuidado por parte de los hombres les permitirá desarrollar la empatía, así como otras potencialidades inherentes a la condición humana que fueron negadas por la socialización patriarcal. Su resultado será la deconstrucción del injusto y frustrante modelo identitario de la masculinidad patriarcal hegemónica.

El cultivo equitativo de la ética del cuidado no puede entenderse en ningún caso como una imposición política que niega la libertad individual. El cuidado no es una exigencia de virtud, sino un mínimo ético imprescindible para la justa redistribución de las responsabilidades de mujeres y hombres. En este sentido, la corresponsabilidad en el cuidado constituye el caldo de cultivo necesario para la constitución de una ciudadanía libre, igual y solidaria. Solo en el seno de esta, podrán desarrollarse una pluralidad de masculinidades libres e igualitarias.

 

 

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[1] Actualmente, la línea divisoria entre el conocimiento académico, la práctica investigadora y la intervención social es difusa y, como muestran Téllez, Martínez y Sanfélix (2021), estos espacios requieren de una permanente cooperación. En este orden de cosas, el grupo de investigación ECULGE de la Universidad Miguel Hernández de Elche (España) fundó el Observatorio de las Masculinidades en 2019. Su objetivo principal es abordar la cuestión masculina a diferentes niveles como el científico-académico, el activista, el profesional y el social, desde la perspectiva de género y con un enfoque feminista (Observatorio de las masculinidades. UNIVERSITAS Miguel Hernández, n.d.).

[2] Obviamente, esto no quiere decir que no haya hombres marginados o subordinados. De hecho, la intersección del género con otros ejes formas de subordinación, como la etno-raza o la clase, generan una jerarquía de categorías sociales de hombres basada en relaciones de dominación/subordinación (Connell, 1995). Del mismo modo, tampoco quiere decir que no existan mujeres que no puedan tener posiciones sociales de mayor privilegio que otros hombres. Lo que significa es que, categorizados como clases sociales, en las sociedades patriarcales, los hombres tienen privilegios sociales, mientras que las mujeres no solo no los tienen, sino que, además, los primeros los detentan sobre ellas. Un ejemplo evidente es la doble moral sexual y su relación con la explotación sexual de las mujeres (De Miguel, 2015).

[3] Como ejemplo a este respecto, Alicia Puleo (2011) ha propuesto tres mínimos éticos de validez intercultural: la sostenibilidad ecológica, el nivel de violencia ejercida y los Derechos Humanos, con especial atención a los de las mujeres, por ser los más ignorados transculturalmente.

[4] Como argumentaremos más adelante, la corresponsabilidad ha sido propuesta como una política de justicia, pero, aplicada a los hombres, también implica una forma de desarrollo humano.

[5] En relación con los conflictos multiculturales y el peligro de vulneración los derechos humanos en general y de los de las mujeres en particular, Celia Amorós (2009) ha acuñado el concepto de interpelación intercultural.