La importancia de la genealogía feminista y la recuperación

de las pensadoras/filósofas/autoras mujeres

 

The importance of feminist genealogy and the recovery of women thinkers/philosophers/authors

 

 

Concha Roldán

concha.roldan@cchs.csic.es

Instituto de Filosofía del CSIC – España

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9475-9979

 

 

Resumen

En este año 2025 se conmemora el cincuenta aniversario de la Primera Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Ciudad de México en 1975. Como homenaje a estas pioneras, quisiera hacer un balance crítico sobre los intentos de recuperación que hemos realizado durante estas décadas de las pensadoras mujeres, excluidas durante siglos de las historias oficiales de la filosofía -lo que generalmente denominamos “Canon filosófico”. Para ello, en este artículo analizaré las razones de esta exclusión de las mujeres de las historias oficiales, insistiendo en las contradicciones de pensadores emancipadores e ilustrados cuando tienen que renunciar a los fundamentos patriarcales de todas las sociedades, para terminar subrayando la importancia de desarrollar una genealogía feminista, que nos permita recordar los logros de las que nos han precedido y subrayar la importancia que tiene construir nuestra propia tradición de pensamiento para combatir los recurrentes y denodados esfuerzos de las concepciones patriarcales de la historia por borrarlos.

Palabras clave: canon filosófico, filósofas, exclusión, invisibilización, patriarcado, genealogía feminista.

 

Abstract

The year 2025 marks the fiftieth anniversary of the First World Conference on Women held in Mexico City in 1975. As a tribute to these pioneers, I would like to take critical stock of the attempts we have made during these decades to recover women thinkers, excluded for centuries from the official histories of philosophy - what we generally call thephilosophical canon”. To this end, in this article I will analyze the reasons for this exclusion of women from official histories, insisting on the contradictions of emancipatory and enlightened thinkers when they have to renounce the patriarchal foundations of all societies, to conclude by stressing the importance of developing a feminist genealogy, which allows us to remember the achievements of those who have preceded us and to underline the importance of building our own tradition of thought to combat the recurrent and strenuous efforts of patriarchal conceptions of history to erase them.

Keywords: philosophical canon, women philosophers, exclusion, invisibilization, patriarchy, feminist genealogy.

1. Introducción[1]

 

 

En 1975, hace ahora cincuenta años, se celebró en Ciudad de México la Primera Conferencia Mundial sobre la Mujer. Sirvan de homenaje a estas pioneras las reflexiones de este artículo, en el que quiero hacer balance de cincuenta años de exclusión de las pensadoras mujeres de las historias “oficiales” de todas las áreas y disciplinas, centrándome especialmente en el campo de la filosofía -lo que generalmente denominamos “Canon filosófico”- y que para algunas de nosotras está indisolublemente unido a las reflexiones teóricas del feminismo; me refiero con esto a lo que Celia Amorós denominara “feminismo filosófico”, esto es, la posibilidad que tiene el feminismo de ser tematizado filosóficamente y no tanto a una “filosofía feminista”, cuyo quehacer constructivo y sistemático (De Miguel y Roldán, 2020: 50-51) se nos antoja aún prematuro si no en franco retroceso.

 En este artículo partiremos de la exclusión de las de las mujeres de las historias oficiales, como un hecho contrastado a lo largo de décadas de investigación por múltiples autoras y autores, y presentaremos las razones fundamentales de la misma, insistiendo en las contradicciones de pensadores emancipadores e ilustrados cuando tienen que renunciar a los fundamentos patriarcales de todas las sociedades, para terminar subrayando la importancia de desarrollar una genealogía feminista, que nos permita tanto recordar los logros de las que nos han precedido como subrayar la importancia que tiene afianzar nuestra propia tradición de pensamiento para combatir los recurrentes y denodados esfuerzos de las concepciones patriarcales de la historia por borrarlos.

 Estas líneas introductorias pretenden servir como recordatorio de los distintos grupos que en el ámbito español y latinoamericanos se han ocupado durante décadas de la recuperación de las mujeres filósofas de todos los tiempos, a fin de poder aventurar al final algunas reflexiones que nos sirvan de balance, “a modo de conclusiones”.

En el último tercio del siglo XX, gracias en general a la consolidación y la influencia del feminismo, y sin duda en particular a la instauración de las Conferencias Mundiales en 1975 en México que conmemoramos, las historiadoras de todas y cada una de las disciplinas comenzaron a examinar los manuales y enciclopedias con que se enseñaban y transmitían los distintos “conocimientos” y “saberes” y se empezaron a preguntar dónde estaban las mujeres: en la Historia propiamente dicha aparecían algunas mujeres destacadas por su alcurnia (reinas, regentes o consortes) y en las demás “historias” apenas se dejaban aflorar algunas mujeres “excepcionales”, que como tales aparecían como “monstruosas” por rayar con lo varonil si no eran tachadas de malvadas o introductoras del mal en la historia -desde Eva hasta Casandra o Cleopatra. Así es como grupos de historiadoras se pusieron a la tarea de recuperar desde las mujeres santas a las mujeres pensadoras, científicas, literatas o artistas, incluso a las mujeres anónimas de cada época; quisiera resaltar aquí el importante y extenso estudio de Isabel Morant sobre España y América latina en este sentido (2005). Había que hacer visibles a las mujeres que habían sido para hacer patente el horizonte de desigualdad y desconsideración que las había hecho desaparecer, una inferiorización y ausencia de reconocimiento para sus aportaciones que descansaban en las concepciones e interpretaciones patriarcales del mundo y de sus “conocimientos universales dignos de pasar a las historias”. En este sentido, escribió Celia Amorós que “las razones de los olvidos de la razón se sustentan en una concepción patriarcal de la historia” (1997: 109ss.).

Fue, pues, en este contexto histórico más amplio -que inevitablemente se cruza con mi historia personal- en el que comenzamos también recuperando mujeres pensadoras para la Historia de la filosofía; en España fueron sobre todo décadas importantes para este cometido la de los 80 y 90 del siglo pasado, una vez muerto el dictador Franco (1975) y con el auge de la democracia favorable a los vientos feministas. Era esta una tarea ardua, porque muchos de los textos y aportaciones habían desaparecido al menos parcialmente con ellas, de forma que sólo fragmentariamente, y tras ardua indagación bibliográfica en muchos casos, pudimos acceder a los textos y/o referencias de filósofas de la antigüedad (por ej. Aspasia de Mileto, González, 1997) o del medievo y renacimiento (por ej. Oliva Sabuco, Romero, 2008) y ya más profusamente, de los orígenes de la modernidad. Textos y testimonios de la importancia en su época de pensadoras como Anna Maria van Schurman, Anne Finch Conway, Marie Winkelmann von Kirch o Emilie de Châtelet, que tuvieron una extraordinaria producción literaria, filosófica o científica, de la que sólo una pequeña muestra ha llegado a nuestras manos, pues el resto desapareció como los restos de un naufragio, engullidos por el mar del olvido al que las habían condenado los intérpretes patriarcales de la historia “oficial” de la filosofía.

A estudiar esta razón patriarcal dominante, que se manifestaba en la mayoría de los escritos de los “padres” de la filosofía occidental y en las críticas tanto de las filósofas excluidas como de sus defensores varones, dedicó Celia Amorós tanto su controvertido libro Hacia una crítica de la razón patriarcal (1985) como las ediciones anuales de su Seminario permanente Feminismo e Ilustración, puesto en marcha en 1987 en la Universidad Complutense de Madrid, y en el que tuve la suerte de participar y conocer a muchas de las teóricas feministas españolas del momento -María Xosé Agra, Oliva Blanco, Neus Campillo, Rosa Cobo, Ana de Miguel, Amalia González , Teresa López Pardina, Soledad Murillo, Asunción Oliva, Raquel Osborne, Ángeles J. Perona, Luisa Posada, Alicia Puleo, Rosa María Rodríguez Magda, Rosalía Romero o Amelia Valcárcel, y tantas otras que fueron formándose en él en años posteriores (Madruga Bajo, 2020). En dicho Seminario se pretendía tender un puente entre la filosofía y el feminismo, desde la perspectiva de la teoría crítica feminista, marcándose como dos objetivos fundamentales: 1) la deconstrucción del pensamiento filosófico hegemónico masculino y 2) la cimentación de una genealogía del pensamiento feminista de raigambre ilustrado. Tanto Celia Amorós como Alicia Puleo o Amelia Valcárcel, y otras autoras españolas recogidas en el libro de Marta Madruga Bajo, han seguido desarrollando en sus escritos estos retos del feminismo como movimiento ilustrado, emancipador y radicalmente igualitarista. Por otra parte, sus narraciones han ido evolucionando para dar acogida y, sobre todo, explicación feminista a los temas fundamentales que iban surgiendo en el seno de la filosofía occidental, como la globalización, el multiculturalismo, las políticas de igualdad, la alianza de civilizaciones, la necesidad de buscar “vetas de Ilustración” o las trampas del neoliberalismo, entre otros. Pero, sobre todo, lo que este Seminario pone de manifiesto es el reconocimiento y el estudio de una genealogía feminista para poder llevar a cabo un verdadero proyecto feminista de emancipación y trasformación social o, como subraya Marta Madruga Bajo en el mencionado libro, la importancia de la herencia recibida en la proyección de futuro de una tarea colectiva en la que confluyen teoría y práctica, fundamentación filosófica y acción ético-política. Bajo esta misma perspectiva viene impartiéndose también desde 1990-1991 el Curso de Historia de la teoría feminista, organizado hasta nuestros días por el Instituto de Investigaciones Feministas, que Amorós creó en la Universidad Complutense de Madrid, tal y como nos recuerdan Celia Amorós y Ana de Miguel en los agradecimientos de su edición Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización (2005), edición que recomiendo vivamente.

Por otra parte, quisiera mencionar también aquí la influencia en mis reflexiones durante todas estas décadas del Seminari Filosofia i Gènere[2], promovido en noviembre de 1990 por mi colega y buena amiga Fina Birulés en la Universitat de Barcelona, junto con otras profesoras e investigadoras de la Facultad de Filosofía (Historia de la Filosofía, Estética y Filosofía de la Cultura) y de la Facultad de Filología (Filología Griega), entre las que recuerdo a Carmen Revilla, Rosa Rius Gatell, Monserrat Jufresa, Elena Laurenzi, Núria S. Miras y su actual coordinadora, À. Lorena Fuster Peiró, y entre otras también nuestra común doctoranda, Hypatia Petriz, que contribuye a estrechar nuestros vínculos. Durante treinta años he podido mantener relaciones enriquecedoras de colaboración con este grupo de investigadoras que a partir de la pregunta “¿Dónde están las mujeres filósofas?” -en un contexto universitario en el que no se oía hablar de ellas- han desarrollado una importante metodología de trabajo a partir de los legados fragmentarios de las filósofas en archivos, ediciones de texto, traducciones y análisis interpretativos, a fin de que las mujeres pensadoras puedan ir conquistando espacios de visibilidad tanto en el ámbito académico como fuera de él.

Otro foco importante en las investigaciones sobre filosofía y feminismo con un especial acento en la visibilización de las filósofas -en la historia y el presente- ha sido sin duda la Universidad de Valladolid, donde Alicia Puleo comenzó a proponer organizar desde finales de los años 90 del siglo XX algunas de las Semanas de Filosofía de la Universidad de Valladolid dedicadas a la visibilización y recuperación de mujeres filósofas. Empezando por el final, a finales de abril de 2025 ha organizado junto a Angélica Velasco la XXXIII Semana de Filosofía de la Universidad de Valladolid, dedicada en esta ocasión a Las filósofas: Hacia una genealogía de mujeres en el pensamiento. Y lo mismo aconteció con sendas Semanas de Filosofía en la UVA, que luego dieron lugar a libros importantes en los avances del feminismo filosófico y de las mujeres filósofas: El reto de la igualdad de género (Puleo: 2008) y Ecología y género en diálogo interdisciplinar (Puleo, 2015).

Last but not least, quiero señalar también la relevancia del Seminario Internacional ConcepMu (Estudio y análisis de conceptos de y sobre mujeres), coordinado desde hace algo más de una década por Elena Cantarino en la Universidad de Valencia y que reúne anualmente a gran número de investigadoras españolas y extranjeras; estamos esperando de un momento a otro que empiecen a aparecer los resultados del seminario en dos volúmenes que -bajo el titulo general de Conceptos de mujeres. Materiales para una historia inclusiva de los conceptos- publicará en breve la Editorial Comares; allí espero vea la luz un texto telonero de este que ahora presento, titulado “Inferioridad, invisibilidad y exclusión. La ausencia de las mujeres en las historias ‘oficiales’ de la filosofía”. Y asimismo quiero mencionar aquí las aportaciones más recientes de un grupo de profesoras e investigadoras de la Universidad de Oviedo, que ha ido cristalizando desde 2019 hasta constituirse en 2023 en la Asociación Filósofas en la historia: Escuela de filósofas[3], presidida por Paz Pérez Encinas con el apoyo de Mer Mediavilla en la secretaría, cuyas Jornadas de reflexión y difusión en vídeos -y hasta Tik-Tok- colaboran a la cimentación de la recuperación de filósofas.

 En este marco plural y complejo se insertan las reflexiones que presento en estas líneas, realizadas como integrante de un grupo de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC que no en vano se denomina Theoria cum praxi, desde el que intento tender puentes entre la teoría y la práctica, lo mismo que los tendimos desde el feminismo de los 90 entre los denominados “feminismos de la igualdad” y “feminismos de la diferencia”, una perspectiva en la que resuenan las enseñanzas de Celia Amorós cuando subrayaba que “conceptualizar es politizar”, que aparece en muchas de sus publicaciones sobre todo después de Tiempo de feminismo de 1997, como bien nos recuerda Maria Xosé Agra, (2010: 12ss).

 

 

2. Exclusión de las mujeres filósofas de las historias “oficiales” y tolerancia patriarcal con las mujeres excepcionales

 

 

Como anunciaba al comienzo, la exclusión de las mujeres de las historias “oficiales” de la filosofía, o con otras palabras, de lo que se ha dado en llamar el “canon filosófico” es un hecho que se ha querido justificar desde la “objetividad patriarcal” que instauró como primero de los principios la inferioridad de las mujeres, también las filósofas: o bien no fueron suficientes en número -dicen- o bien no son suficientemente extensas sus obras, o bien no fueron suficientemente buenos y profundos sus argumentos…

Frente a esta postura, muchas investigadoras y algunos investigadores hemos ido denunciando durante décadas que las historias “oficiales”, lejos de ser un relato objetivo, exhaustivo y común a un pueblo, una sociedad o una colectividad, recogen más bien relatos subjetivos, incompletos y parciales o sesgados, que se presentan desde los poderes establecidos, con pretensiones hegemónicas, y que se terminan convirtiendo no sólo en una “descripción conceptual” del pasado, sino también en una “prescripción valorativa” de cómo debe seguir siendo en el presente y en el futuro esa sociedad que relatan. De esta manera, la “memoria colectiva con pretensiones de universalidad” intenta construir por la fuerza de la semántica una “identidad colectiva” que tiene como referente a una parte de ese conjunto social y que, por lo tanto, a la postre es “ficticia”. En cada regreso que cada individuo o cada colectivo hace a esa historia pasada, se puede constatar que esa pretendida historia universal, ni era tan universal ni tan omniabarcante, sino más bien local y sesgada: la historia de los grupos de poder, aristocráticos y patriarcales, dominantes.

A esta metodología deconstructiva apelaba Celia Amorós en las sesiones del Seminario Feminismo e Ilustración, partiendo del discurso existente, analizándolo y deconstruyéndolo. Una deconstrucción que debe ser completada con la recuperación de Filósofas para la historia de la filosofía; así lo expresaba Alicia Puleo (2008: 17) hace unos años: “La Filosofía tiene un largo historial como fuerza crítica. ¿Qué se hace actualmente desde la perspectiva de género? Diferenciaré cuatro tipos de trabajos distintos: 1) Análisis crítico del sesgo de género en obras filosóficas, 2) constitución de un corpus filosófico no sexista, 3) reconocimiento de las filósofas, y 4) examen y discusión de problemas actuales de la sociedad”. Además, a esto habría que añadir el dificultoso “rastreo” de fragmentos en los archivos a se refieren Fina Birulés y Lorena Fuster -entre otras- con la metodología de trabajo que se sigue realizando en el Seminario Filosofia i Génere.

Está bien seguir haciendo este trabajo crítico de recuperación de obras filosóficas de mujeres de los siglos pasados, pero también tenemos que hacer un balance de lo qué desde un punto de vista feminista y de perspectiva de género hemos conseguido a lo largo de estas décadas con las publicaciones de volúmenes con todas esas filósofas “aparte”, sin dejar de preguntarnos para qué hacemos esto: ¿qué finalidad tiene plantear un corpus filosófico inclusivo, que reconozca las aportaciones de las filósofas en todos los tiempos? ¿Por qué sigue siendo necesario el planteamiento de un genealogía de filósofas, que a la postre sea una genealogía feminista?

Durante las últimas décadas del pasado siglo XX aparecieron ya muchas publicaciones en occidente que querían poner de manifiesto esta ausencia de las mujeres en las historias de la ciencia, en las historias del pensamiento o en las historias “oficiales” en general, y entre ellas se encontraban algunas ediciones que se marcaron como objetivo “completar” las historias de la filosofía tradicionales al uso. Por doquier florecieron ediciones de mujeres filósofas (Waithe, 1991; Meyer y Bennent-Vahle, 1997; Hagengruber, 1998; Rodríguez Magda, 1997; Amorós y de Miguel, 2019-2025), que no sólo tuvieron el valor de denunciar la exclusión de las mujeres de la vida pública –de la que también forman parte las publicaciones, como su nombre indica-, por el mero hecho de ser mujeres, sino también de paliar con nuevos datos el vacío de tradición genérica, la ausencia de modelos, ante el que se encontraban las mujeres de nuestras generaciones. No sólo se nos había hurtado siglo tras siglo el saber a las mujeres, sino que también se nos privó de referentes en el pasado, al excluir de las “historias” a aquellas que habían osado robar prometeicamente el fuego que, supuestamente, los dioses habían entregado a los varones para su custodia… En este sentido me parece muy esclarecedor de las distintas formas de exclusión padecidas por las mujeres filósofas, el artículo de Rosalía Romero (2008: 298-318) titulado “Historia de las filósofas, historia de su exclusión (siglos XV-XX)”, donde pasa revista desde la negación del acceso a los estudios hasta la proscripción a otras disciplinas, amén de pseudonimias y difamaciones.

Dicho en clave de epistemología feminista, hasta ahora hemos conseguido recuperar para la historia de la filosofía –que es la que aquí nos compete- algunas aportaciones hechas por mujeres filósofas, y por algunos varones filósofos defensores de las mujeres, que en la transmisión “universal” de saberes habían sido excluidas del canon filosófico (Roldán, 2008b). Ahora sabemos -o podemos saber- que existieron pensadoras y pensadores de la talla de Marie de Gournay, François Poullain de la Barre, Olympe de Gouges, Anne Finch Conway, Emilie de Châtelet, Mary Wollstonecraft, el marqués de Condorcet, etc., que habían sido suprimidas/os de las historias oficiales de la filosofía por escribir sobre la igualdad de los sexos o -sic- por el mero hecho de ser mujeres (Femenías, 2020 y 2022).

En esta recuperación se fundamenta la construcción de una genealogía o canon feminista, que también quiere recoger los pensamientos filosóficos de las mujeres que no escribieron sobre la igualdad de las mujeres o no se consideraron feministas, porque la mera recuperación de sus preteridas teorías es también a mi entender una apuesta por una genealogía feminista. También se han realizado en las últimas décadas estudios rigurosos y sistemáticos sobre la legitimación de la desigualdad entre hombres y mujeres, que habían sido realizados entre los filósofos más reconocidos de nuestra tradición filosófica occidental, como Aristóteles, Rousseau, Kant, Hegel, etc. (Femenías, 1994; Cobo, 1995; Roldán, 1995, 2008a y 2013; Valcárcel, 1988), sin reparar en que esto incurría en contradicción con sus posturas filosóficas emancipadoras o incluso ilustradas. Este aspecto de la investigación feminista es especialmente instructivo en el momento político actual, porque nos muestra que el caso de la invisibilización de las mujeres no es una mera exclusión de derechos o enajenación de posesiones, sino que forma parte central de la construcción de la propia conciencia del varón occidental, que se concibe a sí mismo -como gusta de calificar Ana de Miguel- al modo de un “hongo hobbesiano que brota de la tierra sin más, sin deber nada a nadie, y que cristaliza en el “individualismo patriarcal”. Hemos cobrado conciencia del androcentrismo del conocimiento y la ciencia, es decir, de la identificación de “lo masculino” con una especie de “ser humano abstracto” que en realidad no existe… Pero aún nos queda mucho camino por recorrer en la recuperación de una genealogía feminista de mujeres que permita, tanto configurar una historia de la filosofía plural e inclusiva, como hacernos herederas de un saber genealógico, que pueda servir como modelo o como ejemplo a las jóvenes filósofas que se encuentran todavía huérfanas de la tradición escrita de aquellas predecesoras que en la historia han sido (Roldán, 2019).

Desde la antigüedad, las mujeres filósofas o científicas habían sido toleradas, e incluso admiradas por sus coetáneos varones como excepciones, que no engendraban peligro puesto que no constituían norma. Pero se trataba de una fascinación no exenta de desconcierto, puesto que no era lo que “por naturaleza” les correspondía. De ahí que casi siempre hubiera un tono de extrañeza e incluso monstruoso en los calificativos con que las adornaban, v.g., “milagro de la naturaleza” o “espíritus masculinos en cuerpos femeninos”, a quienes sólo les faltaba la barba para restablecer el equilibrio y armonía naturales; en este sentido se refirió I. Kant -conocido como el “padre de la ética moderna”- a Madame de Châtelet: “a una mujer con la cabeza llena de griego, como la señora Dacier, o que sostiene sobre mecánica discusiones fundamentales, como la marquesa de Châtelet, parece que no le hace falta más que una buena barba[4]” (Kant, 1764, A.k., II: 230; Roldán, 2013: 185-203). Por lo tanto, aunque se tolerara su desubicación, eso no significaba que hubieran de tenerse muy en cuenta sus fantasías, que desde luego no eran comparables con las teorías de los científicos o sabios de su época, ni por supuesto que pudieran pasar a engrosar las historias oficiales del pensamiento o de la ciencia. Con otras palabras, este menosprecio implícito habría sido la razón de que sus aportaciones se quedaran en ese limbo invisible que suponía su exclusión de la letra impresa, de los libros y publicaciones que marcaban los límites de la realidad culta conocida. Por eso denunciaba Virginia Woolf (1967: 117) -con la fina ironía que la caracterizaba, que “suponiendo que Newton hubiera sido mujer, los documentos históricos se hubieran olvidado de recoger en sus páginas la ley de gravitación universal”.

 

 

3. La herencia de las contradicciones ilustradas: la construcción socio-cultural de lo femenino como inferior

 

 

En este apartado nos centraremos en las contradicciones ilustradas apuntadas en el apartado anterior que sirvieron de fundamento a los guardianes del canon filosófico para la exclusión de las mujeres del mismo, así como de cualquiera historia oficial de la filosofía y de las ciencias, siendo así que la razón de la exclusión no era sino el prejuicio patriarcal que desde tiempos inmemoriales consideraba inferiores a las mujeres, bien por las interpretaciones bíblicas que hacían proceder a Eva de una costilla de Adán, bien por la aparente debilidad física de las mujeres y las diferencias biológicas que las hacían susceptibles de engendrar y amamantar a la prole. Es en esa inferioridad construida desde tiempos ancestrales donde radica la consideración de las mujeres como inferiores en todas las culturas, relegadas a las tareas domésticas y de cuidado de la prole o de los ancianos y dependientes, algo que a su vez se traspone y traslada a su exclusión de la memoria histórica del pensamiento y de sus manifestaciones culturales, a no ser por las excepciones de rango (reinas, princesas) o de superación de sus propios límites “naturales”. Frente a las “revoluciones científicas” en campos como la física o la astronomía, la biología y la medicina continuaron ancladas en los orígenes de la Modernidad (Pérez Sedeño, 2001), y hasta bien avanzado el siglo XX, a las teorías tradicionales, de herencia aristotélica, que reforzaban la construcción de lo femenino como inferior (Femenías, 1996). Más que investigar sirviéndose de los nuevos medios tecnológicos, las teorías científicas dominantes se encargaban de presentar justificaciones ad hoc del orden establecido, el cual -subrayando las diferencias biológicas del sexo femenino- reducía a la mujer a las tareas domésticas en el ámbito privado, oficiando como máquina reproductora y propiciando que el varón se dedicase a tareas públicas más elevadas.

En realidad, como pusieron de manifiesto las denominadas “filosofías de la sospecha”, de inspiración foucaultiana, la adquisición del saber científico por cauces “oficiales” les estaba vedado a las mujeres porque representaba una herramienta para introducirse en la dinámica de la vida pública a través del reconocimiento de su labor y, en definitiva, porque éste era el único cauce para conseguir el poder, a todas luces considerado como un “bien escaso”, tal y como pusieron de manifiesto los resultados del proyecto de investigación dirigido por Celia Amorós en el Instituto de Filosofía del CSIC (1998), que llevaba precisamente por título Mujer y Poder, y donde participé junto a antropólogas, historiadoras, sociólogas y filósofas -como Amelia Valcárcel, Verena Stolke, Raquel Osborne, Carmen Díez Mintegui y la recientemente fallecida Teresa del Valle Muga. Aunque no llevemos hasta sus últimas consecuencias el pensamiento de la sospecha, la experiencia y la historia nos han enseñado que existe una relación tal entre poder y conocimiento que la pretendida “objetividad de la ciencia” queda reducida a un pequeño ámbito de la misma, lo que Michel Foucault denomina “contenido de una historia interna de la verdad”, frente a la que se genera la necesidad de construir una “historia externa de la verdad” (Foucault, 1980: 25).

Los varones están asentados en su cota de poder y no quieren arriesgarse a perderla concediendo al género femenino acceso a las tareas públicas o participación política, ni mucho menos ese escalón previo que es el estudio de las ciencias, de las que durante siglos fuera fundamento la filosofía como la primera de ellas. Hay intereses creados en consagrar la polaridad sexual, la complementariedad, repartiendo los papeles de tal manera que sólo los varones ejerzan de protagonistas de la historia y la cultura. Y a través de la educación se encargarán de transmitir, de generación en generación, esos designios divinos de la creación, que en este incipiente período ilustrado se convierten en fines de la naturaleza.

Como he escrito en otro lugar, los filósofos se sirven de descripciones antropológicas, que no hacen sino reflejar cómo “son” las cosas, para propugnar que “deben seguir siendo así”. El ejemplo de Kant es paradigmático (Roldán, 1995) y, a pesar de su ensayo ¿Qué es la Ilustración? (1784), que se convertiría en el estandarte de la autonomía de los individuos durante los orígenes de la Modernidad, no permite al género femenino emanciparse de sus tutores varones: sólo a ellos corresponderá la prerrogativa de autolegislarse moralmente, mientras que relega al “bello sexo” a la asunción de una heterono­mía que incapacita a los individuos para dotar de verdadero sentido ético a sus acciones y, por ende, para la participación política (Roldán, 2013). Mientras a los niños varones les era permitido entrar en el mundo de la autonomía ético-política al crecer, las niñas al convertirse en mujeres permanecían el resto de sus días como “niños grandes” -en la denominación acuñada por Rousseau-, que precisaban de por vida de la supervisión de un tutor, fuera éste su padre, su esposo o su hermano. Aquí es donde aparecen manifiestas las contradicciones de la ilustración. A la base de estos sistemas ilustrados, que enarbolaban la bandera de la emancipación, la autonomía y la universalidad para el género humano, había una incoherencia fundamental: la exclusión de las mujeres (más de la mitad de esa humanidad) de la esfera ético-política y jurídica, así como del “elevado” mundo del conocimiento. Por eso, al prolongarse la influencia subrepticia de los mismos en las filosofías tanto del idealismo, como del romanticismo y del materialismo a lo largo de toda la modernidad, se prolongó también hasta nuestros días la convicción, en realidad patriarcal e irracional, acerca de la incapacidad de las mujeres para acceder a determinados tipos de saberes, así como para tomar decisiones racionales ético-políticas, esto es, para participar en los asuntos públicos u ocupar posiciones directivas o de poder.

Lo que la historia de la filosofía silencia, escondiéndolo detrás de un lenguaje abstracto que suena a universalidad, es que la gesta del individuo moderno fue también una historia de privilegios y exclusiones, fundamentados en contradicciones que debían haber sido ajenas a una filosofía crítica. Ni el “yo pensante” cartesiano, ni la “razón pura” kantiana (Posada, 1992) que se prolonga en el idealismo, son conceptos neutros, objetivos o abstractos, sino que tienen su referente en varones de una clase acomodada. Por otra parte, el individuo kantiano que alcanza su mayoría de edad bajo las divisas de la universalidad y autonomía éticas, no es un “alguien” distinto del yo liberal lockiano, que es libre en relación directamente proporcional a su condición de propietario. Unos pocos individuos ejercitaban su libertad de acción y expresión dentro del espacio conquistado a la naturaleza y al Estado, y una gran mayoría de “don nadies” posibilitaba que estos “alguien” se convirtieran en individuos autónomos, dueños de su propio destino. Arduo fue el camino hacia la ciudadanía para la mayoría de los varones en una sociedad en la que “libertad” rimaba con “propiedad”, pero más lo fue para la mitad femenina del género humano sobre la que los varones hicieron confluir todo tipo de determinismos “naturales” que las impedían ser sujetos políticos y de derecho.

Largo y tortuoso fue el camino hacia la igualdad para las mujeres, plagado de hitos en que se les recordaba su inferioridad o su excepcionalidad. De las divisas de la Revolución Francesa, la libertad fue durante siglos la niña mimada y la fraternidad sólo sirvió para que la igualdad empezara a aplicarse paulatinamente en el colectivo de varones; habrían de pasar más de dos siglos para que se empezara a hablar de “sororidad” en las filas feministas y siempre sin mucho entusiasmo (Roldán, 2024a). Se explica así, como ha subrayado Celia Amorós, que el contrato social original se presente como un pacto fraternal, un pacto que seccionará la Modernidad en dos partes bien diferenciadas: el espacio político (público, convencional) y la familia (espacio privado, natural), primando la esfera pública y considerando irrelevante la esfera privada, que a mí me gusta más denominar “doméstica”, puesto que el verdadero disfrute del ámbito privado también les ha estado vedado a las mujeres durante siglos (Roldán, 2003). Las mujeres habían sido “creadas para permanecer bajo el conveniente dominio del varón y asumir las tareas domésticas” y las mujeres “sabias” -tal y como subrayamos en el apartado anterior- no podían ser admitidas sino como excepciones a la regla, como “musas”, “monstruos de la naturaleza” o “espíritus masculinos en cuerpos femeninos”. Ahora bien, esta palmaria injusticia perpetrada por los detractores del género femenino fue también combatida desde sus orígenes por esas mismas mujeres “excepcionales” y por algunos varones convertidos en sus defensores, en aquella ilustración “olvidada” como nos recuerda el acertado título que Alicia Puleo puso a su edición de textos (1993). Ahí están los escritos de Olympe de Gouges, Mary Wollstonecraft, François Poullain de la Barre, Benito Feijoo, Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat -marqués de Condorcet, Theodor von Hippel, John Stuart Mill, y de tantas y tantos otros, como he mostrado en algunos de los trabajos citados en la bibliografía. Las mujeres filósofas lo tuvieron difícil para mostrar que podían leer y escribir textos del mismo nivel que sus colegas varones si recibían una educación adecuada para ello -y no restringida a “las cuatro reglas” y “sus labores”, sin tener que “robar el saber” que a sus hermanos les facilitaban preceptores privados -y eso a las jóvenes de buena familia (Roldán, 1997). Mientras la educación de Sofía fuera encaminada al mejor desarrollo de Emilio, el saber tendría que estar adaptado a cotas de saber inferiores -la denominada “filosofía para damas” o “filosofía en el tocador”- que el mismo sistema provocaba (Roldán, 2013b), por eso las mujeres decidieron irse atreviendo a saber, como demandaba el grito ilustrado de Inmanuel Kant para sus congéneres varones: Sapere aude! Y haciendo de la necesidad virtud abrieron de par en par sus salones, esos lugares fronterizos entre el espacio público y el doméstico a que estaban relegadas, como subrayara Oliva Blanco en algunos de sus trabajos (Roldán, 2008b), empezando a cultivar finalmente el “género de la vindicación” que vino a sustituir a los “cuadernos de quejas” (Puleo, 1993), del que las obras pioneras de Olympe de Gouges (Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, 1791) y de Mary Wollstonecraft (Vindicación de los derechos de la mujer, 1792) dan fe. Y como Celia Amorós subrayaba, será a partir de la constitución de estas plataformas conceptuales de abstracciones universalizadoras desde las que las pensadoras comenzaran a articular su inclusión en plano equipolente de igualdad en el mundo de “lo humano” como sujetos de derechos y de ciudadanía, promoviendo además que surja ese “nosotras” que hará del feminismo un producto genuinamente moderno (De Miguel y Roldán, 2020: 50-51).

 

 

4. El eterno retorno del patriarcado: historia patriarcal, patriarcado académico y genealogía feminista

 

 

En este último apartado quisiera centrarme en la repercusión que han tenido las recuperaciones realizadas en las últimas décadas de las biografías y aportaciones teóricas de las filósofas en el entorno académico, entendido este en sentido amplio como relativo a centros oficiales educativos -desde los escolares de enseñanza obligatoria hasta los universitarios de enseñanza optativa- o de investigación.

Lamentablemente hay que empezar diciendo que, a pesar de los esfuerzos realizados en las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI, las historias de las mujeres filósofas, rescatadas con mucho trabajo de archivo y esfuerzos titánicos -no olvidemos que es una mujer, Mnemósine, la titánide que personifica la memoria humana y la madre de las nueve musas, han quedado relegadas a los ámbitos de las investigaciones feministas, recluidas en una especie de gueto que apenas ha tenido repercusión en las Historias de la Filosofía que se han ido escribiendo en este periodo. Como muestra, un botón: quien se acerque a consultar El legado filosófico y científico del siglo XX (2005), coordinado por tres conocidos colegas-ellos (Manuel Garrido, Luis M. Valdés y Luis Arenas, verá que de sus mil cincuenta y cuatro páginas solo una cincuentena se dedica a pensadoras-ellas, que únicamente hay una coordinadora-ella (Ángeles J. Perona) de capítulo -en total son 42 capítulos, curiosamente el capítulo dedicado al “pensamiento feminista” en cuyas 25 páginas -la mitad de todas las dedicadas a pensadoras- aparece concentrado todo “el legado filosófico científico de las pensadoras-ellas del siglo XX”. Sin comentarios.

Tampoco han tenido estas investigaciones y publicaciones la trascendencia que hubiera sido deseable en los temarios y programas de estudios de la Filosofía, ni en la enseñanza secundaria ni en la universitaria: observamos que no se ha operado aún una verdadera “reconstrucción histórica”, sino que las investigaciones sobre mujeres filósofas en todas las épocas han quedado reducidas a una especie de “repertorio de ausencias” o “fe de olvidos” que, en el mejor de los casos, se presenta como un añadido excepcional a las historias de siempre y que, como sucede con las conocidas “fe de erratas” editoriales -esas hojitas sueltas que se intercalan en los textos ya encuadernados, terminan usándose como señalador de páginas o simplemente traspapelándose…

Muchos colegas-ellos -bienpensantes y bien intencionados, sin duda- nos dicen que “no saben qué más queremos”, que “ya no hay impedimentos reales” para que las mujeres accedan al estudio de la filosofía y luego desempeñen profesionalmente los conocimientos adquiridos. Sin embargo, cuando analizamos los temarios de enseñanza secundaria o universitaria en nuestro país o las cifras de las escasas catedráticas de filosofía en los institutos de secundaria o en las universidades españolas, o quiénes aparecen mayoritariamente en el uso de la palabra en los medios de difusión públicos (periódicos, radios, televisiones, cine) nos encontramos con que la filosofía en su ámbito público y mediático sigue siendo mayoritariamente -y de manera creciente desde hace más de una década- “cosa de hombres” (Roldán, 2014: 35-37), algo a lo que la repercusión académica de la crisis económica de los últimos años, en especial en la postpandemia Covid19, ha contribuido aún más si cabe a la “masculinización” de la filosofía, pues cada vez menos mujeres de las clases medias-bajas pueden atreverse a estudiar una carrera a la que se le está recortando su futuro. Por otra parte, también nos dicen que asistimos a un creciente protagonismo de las mujeres en la vida profesional y política occidental, pero la piedra de toque sigue siendo preguntarse hasta qué punto hemos alcanzado de facto una igualdad que nadie se atreve a hurtarnos de iure en nuestra cultura, una cuestión a la que responden negativa y paradigmáticamente -de manera sangrante- los casos de violencia doméstica o que, por otro lado, no dejan de poner en entredicho las estadísticas que muestran cómo el porcentaje de mujeres va disminuyendo según ascendemos en la escala de responsabilidades hasta alcanzar el ya clásico “techo de cristal” (Valcárcel, 1998, cap. V), que ya se ha convertido en “techo de acero” o “techo de hormigón”, al visibilizarse complementado por un “pegajoso asfalto” que mantiene a las mujeres ancladas en la base de la pirámide económica y social, bien con una sobrecarga de tareas que les impiden ascender, bien con la realización de trabajos y tareas peor remuneradas y nada valoradas, esto es, lo que conocemos como “brecha salarial”.

A menudo nos preguntamos tanto desde un punto de vista teórico como práctico por los logros feministas en sus distintas etapas, para terminar cuestionando el que hayamos llegado a alguna meta definitiva, poniendo de manifiesto, por el contrario, que en todos los países del mundo nos hallamos todavía inmersas -en mayor o menor medida- en dinámicas patriarcales y sexistas, que no podrán ser erradicadas si no nos volvemos conscientes de las rémoras históricas que componen el humus de nuestras sociedades globalizadas, en torno a tres puntos clave: el acceso de las mujeres al mundo del conocimiento (educación), la obtención de derechos cívicos (ciudadanía, voto, leyes) y su participación activa en las actividades que dirigen la vida pública (cargos políticos, empresariales o académicos). Con otras palabras, ¿hasta qué punto son consideradas las mujeres por la sociedad como individuos autónomos? “Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí” -decía Isaiah Berlin (1988: 201-202). “Quién es un quien, quién es alguien?” -se plantea François Collin (1992: 25) comentando a la Hannah Arendt de La condición humana- “la respuesta -continúa- es aparentemente simple: ciertamente no es él o la que se consagra a la única labor de la satisfacción de las necesidades, sino aquel que se manifiesta por la palabra y la acción, apareciendo en el espacio plural de lo público”. Tres elementos caracterizan fundamentalmente al “sujeto moderno” según Arendt: la palabra, la acción y la presencia en el espacio plural de lo público. Si tomamos esta definición en sentido estricto y la aplicamos a los orígenes de la Modernidad, descubrimos que no todos los seres humanos eran “alguien” (los siervos no lo eran) y que la mitad de la humanidad (las mujeres, aunque no fueran siervas) ni siquiera podía optar a serlo, pues, por el azar de su nacimiento habían sido destinadas únicamente al ámbito de lo doméstico. Si miramos a nuestro alrededor en nuestro mundo “globalizado” y “posmoderno” comprobamos que una gran parte de la humanidad, en su mayoría mujeres, continúan sin poder ser sujetos libres y autónomos.

Desgraciadamente, en lo que respecta a la igualdad de las mujeres no nos encontramos ante un capítulo cerrado. Y como viene mostrándose en un gran número de seminarios y proyectos de investigación, de congresos y publicaciones, no sólo el papel de la mujer en la ciencia y en la filosofía sigue siendo el resultado de prejuicios y posturas viciadas aprendidas -algo que no sólo actúa en detrimento de la participación femenina sino que hace que se resienta la misma ciencia en sus cimientos-, sino que esto sigue manifestándose en la violencia física y psicológica que se sigue ejerciendo contra las mujeres, pues no nos parece que pueda separarse la violencia de género, la prostitución y la trata de blancas del tema de la ausencia de las mujeres de las historias de la filosofía y de su presencia en los temarios que se enseñan en los cursos de filosofía de los Institutos de Enseñanza Secundaria, ni de los de las Universidades. Como ha puesto de manifiesto Miranda Fricke (2017), las injusticias sociales están fundamentadas en una injusticia epistémica previa que coloca ya las mujeres en situación de desventaja en la misma casilla de salida o en una especia de sanbenito invisible que toda mujer lleva colgado al cuello y en el que puede leerse “ser inferior”. En nuestras sociedades en las que todo se puede comprar o vender, en las que los estudios universitarios cuestan cada vez más, la vuelta de la repartición social de los roles clásicos de “hombres” y “mujeres” es cada vez más amenazante, como lo es la vuelta de las políticas neoconservadoras en occidente (Garzón Costumero y Roldán, 2024), un caldo de cultivo más que propicio para un patriarcado que vuelve con fuerzas renovadas, como ese Alien cinematográfico que aparece una y otra vez cuando ya lo creemos aniquilado, colándose viscoso y pregnante por todas las rejillas y hendiduras posibles y, lo que es aún mucho peor, germinando dentro de nosotras/os mismas/os, colonizándonos y destruyéndonos desde dentro.

La propuesta de una genealogía feminista se plantea como una forma de poner freno al patriarcado histórico, en general, y a un patriarcado académico, en particular, cobrando desde ahí plena vigencia la propuesta de una historia inclusiva de la filosofía -abierta y flexible- que sustituya a los anquilosados y masculinizados cánones clásicos, construidos en torno a autores varones “destacados” que en realidad respondían a los valores e ideologías de sus recopiladores e intérpretes. El primer paso para deconstruir el canon filosófico actual es construir una genealogía de filósofas que nos permita reconocer las aportaciones de quienes nos precedieron y dejar a nuestra vez memoria de lo que estamos haciendo ahora para las generaciones venideras, pero nuestra meta debe ser más amplia, para poder proyectar estos logros en una verdadera historia de la filosofía contextual e inclusiva. Por otra parte, tampoco podemos obviar los problemas que entraña la propia idea de “genealogía”, siendo mucho más fácil buscar antecesoras en la historia (Muraro, 2011) para salir de la orfandad filosófica (Roldán, 2019) que el hecho de querer dejar “un legado” para quiénes vienen detrás. Como muy bien supo ver François Collin en su artículo “Una herencia sin testamento”:

 

“La transmisión no es un movimiento de sentido único. A diferencia de la historia, la transmisión es siempre una operación bilateral. Exige una doble actividad: por parte de quien transmite y por parte de quien acoge la transmisión. No puede funcionar por obligación. Imbricada en el juego de generaciones, está relacionada con el deseo tanto de las antiguas como de las nuevas. A las nuevas les corresponde determinar si desean la herencia y qué les interesa dentro de esta herencia. A las antiguas les corresponde escuchar la petición […]” Collin (1986: 82).

 

Siempre fue importante, pero ahora lo es más que nunca, el diálogo intergeneracional y, como muy bien ha subrayado Hypatia Petriz en alguno de sus trabajos (2023), en el hecho de escoger a nuestras antecesoras lo que nos estamos es “el pensar y decir nuestra propia experiencia”; no se trataría pues -esa es mi interpretación- de ampliar las historias de la filosofía por ampliarlas o de llenar los vacíos con nuestros desiderata, sino de buscar mediaciones y referentes que nos permitan entender nuestro presente y proyectar nuestro futuro sin pretender determinarlo.

           

 

5. Concluyendo: por una historia de la filosofía y una sociedad inclusivas

 

 

Las primeras defensoras de las mujeres en los orígenes de la modernidad fueron una especie de avanzadilla feminista “en solitario” que precedió a la posterior organización del “movimiento feminista” en el siguiente siglo. Feministas por no adoptar la postura de otras mujeres insignes, que al ser consideradas como casos excepcionales por los varones se apuntaron a los privilegios de estos olvidándose de la situación de las demás mujeres. Por el contrario, lucharon con ahínco –algo decepcionado y escéptico ya al final de sus días- por mejorar la situación de su sexo, porque todas las mujeres recibieran una educación igualitaria que les permitiera “ser alguien en la vida”. Muchas de nosotras podemos decir que “somos alguien”, pero a estas alturas de la andadura feminista nos compete justamente por ello preguntarnos hasta qué punto estos esfuerzos decimonónicos se han reflejado en la intención de la comunidad científica por una verdadera “reconstrucción” histórica o han quedado relegados a una especie de “fe de ausencias” o “fe de olvidos” que, en el mejor de los casos, se presenta como un añadido a las historias de siempre y que, como sucede con las conocidas “fe de erratas”, termina usándose como señalador (en la lectura de otras cosas) o simplemente transpapelándose. Asistimos a un creciente protagonismo de las mujeres en la vida profesional y política, pero sigue siendo una pregunta abierta saber hasta qué punto hemos alcanzado de facto una igualdad que nadie se atreve a hurtarnos de iure en nuestra cultura occidental, una cuestión a la que responden negativamente -y de manera sangrante- los muchos casos de violencia doméstica (o de género) y que ponen en entredicho las estadísticas que muestran cómo el porcentaje de mujeres va disminuyendo según ascendemos en la escala de responsabilidades hasta alcanzar el denominado “techo de cristal”, que hemos dado en denominar también “pegajoso asfalto”, por lo que significa de impedimento para despegar hacia una verdadera igualdad real.

De ahí la necesidad de llevar a cabo un ‘activismo filosófico’ consistente en la recuperación de las mujeres filósofas para las historias ‘oficiales’ de la filosofía, que desarrolle una verdadera historia de la filosofía ‘inclusiva’. Además, las filósofas que nos consideramos feministas queremos reivindicar nuestra propia genealogía, denunciar la masculinización de la filosofía y deconstruir ese “canon clásico”, sin querer por ello sustituirlo por otro canon feminista. Sin duda, son muchos los feminismos (Roldán y González, 2008) y está bien que prolifere esa pluralidad, siempre y cuando todas sigamos coincidiendo también en la defensa de “un feminismo”, en singular, en el sentido de Alisson Jaggar (1983: 5): “lo común a las diversas formulaciones de la teoría feminista es su compromiso por terminar con la subordinación, marginación, discriminación, dominación-explotación, y violencia-tortura contra las mujeres”; esta es mi manera de matizar el enunciado de mi maestra y amiga, Amelia Valcárcel (2019: 257), cuando escribió que “el feminismo no es plural, sino que debate”

Aún estamos a muchas leguas de conseguir una igualdad real y esto es algo que constatamos también de manera clara en el ámbito de la enseñanza de la filosofía, que tanto a nivel de la educación secundaria como universitaria ha sido y es uno de los más masculinizados, tal y como hemos tenido oportunidad de constatar en los últimos años con el reconocimiento y la inclusión de las aportaciones de las mujeres filósofas a las historias y manuales “oficiales”, esto es, aquellos conocimientos de los que es examinado el estudiantado y por los que se les otorga una calificación. Pero ¿cómo se confeccionan y se aprueban los planes de estudio que debe seguir el alumnado? ¿Quiénes redactan los libros de texto que se presentan como la interpretación “unitaria y objetiva” de la historia del pensamiento? Cada política académica, cada ley de educación, depende de unos horizontes políticos para los que alguna vez deberían pactarse límites democráticos (Miyares, 2003), igualitarios y a la vez inclusivos.

Luchar contra la exclusión histórica, filosófica y política de las mujeres y contra las contradicciones patriarcales que las relegaron -y quieren seguir relegándolas- a la invisibilizacion y la inferiorización, no significa querer sustituir un canon por otro. Mi propuesta -desde la perspectiva del feminismo filosófico- de una historia de la filosofía contextual e inclusiva implica una manera nueva de concebir y transmitir conocimientos y argumentos, sabedoras de que cada historia que construyamos será siempre deudora de nuestra propia interpretación de la misma, de ahí la importancia de trabajar en equipo y de manera cooperativa para compensar los excesos absolutistas a que tienden como “por naturaleza” los relatos humanos.

 

 

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[1] Este trabajo se inscribe en el marco de los proyectos INconRES Incertidumbre, confianza y responsabilidad. Claves ético-epistemológicas de las nuevas dinámicas sociales en la era digital (PID2020-117219GB-I00), Ministerio de Ciencia e Innovación (MICIN); DESTERRA Los sótanos de la desinformación: de usuarios a terroristas en la sociedad digital (TED2021-130322B-I00), Ministerio de Ciencia e Innovación (MICIN) y 4TRUST Programa Interuniversitario en Cultura de la Legalidad (PHS-2024/PH-HUM-65), Comunidad de Madrid (CAM).

[2] Ver: https://ub.edu/seminarifilosofiagenere/es/t [03/05/2025].

[3] Ver: https://www.filosofasenlahistoria.es/ [03/05/2025].

[4] La traducción es nuestra. Hay edición castellana a cargo de Luis Jiménez Moreno (1990). Observaciones acerca del sentimento de lo bello y de lo sublime. Madrid: Alianza Editorial.