La
importancia de la genealogía feminista y la recuperación
de las
pensadoras/filósofas/autoras mujeres
The importance
of feminist genealogy and the recovery of women thinkers/philosophers/authors
Concha Roldán
Instituto de Filosofía del CSIC –
España
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9475-9979
Resumen
En este año 2025 se conmemora el cincuenta aniversario de
la Primera Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en Ciudad
de México en 1975. Como homenaje a estas pioneras, quisiera hacer un balance
crítico sobre los intentos de recuperación que hemos realizado durante estas
décadas de las pensadoras mujeres, excluidas durante siglos de las historias
oficiales de la filosofía -lo que generalmente denominamos “Canon filosófico”.
Para ello, en este artículo analizaré las razones de esta exclusión de las
mujeres de las historias oficiales, insistiendo en las contradicciones de
pensadores emancipadores e ilustrados cuando tienen que renunciar a los
fundamentos patriarcales de todas las sociedades, para terminar subrayando la
importancia de desarrollar una genealogía feminista, que nos permita recordar
los logros de las que nos han precedido y subrayar la importancia que tiene
construir nuestra propia tradición de pensamiento para combatir los recurrentes
y denodados esfuerzos de las concepciones patriarcales de la historia por borrarlos.
Palabras
clave: canon filosófico, filósofas, exclusión, invisibilización,
patriarcado, genealogía feminista.
Abstract
The year
2025 marks the fiftieth anniversary of the First World
Conference on Women held in Mexico
City in 1975. As a tribute to these pioneers, I would like to take critical
stock of the attempts we have made
during these decades to recover women thinkers, excluded for centuries
from the official histories of philosophy
- what we generally call the “philosophical canon”. To this end, in this
article I will analyze the reasons
for this exclusion of women from official histories, insisting on the
contradictions of emancipatory
and enlightened thinkers when they have
to renounce the patriarchal foundations of all societies, to conclude by stressing
the importance of developing a feminist genealogy, which allows us to remember
the achievements of those who have
preceded us and to underline
the importance of building our own
tradition of thought to combat the recurrent
and strenuous efforts of patriarchal conceptions of history to erase them.
Keywords: philosophical
canon, women philosophers, exclusion, invisibilization, patriarchy, feminist genealogy.
1. Introducción[1]
En
1975, hace ahora cincuenta años, se celebró en Ciudad de México
la Primera Conferencia Mundial sobre la Mujer. Sirvan de homenaje
a estas pioneras las reflexiones de este artículo, en el que quiero hacer
balance de cincuenta años de exclusión de las pensadoras mujeres de las
historias “oficiales” de todas las áreas y disciplinas, centrándome
especialmente en el campo de la filosofía -lo que generalmente denominamos
“Canon filosófico”- y que para algunas de nosotras está indisolublemente unido
a las reflexiones teóricas del feminismo; me refiero con esto a lo que Celia Amorós
denominara “feminismo filosófico”, esto es, la posibilidad que tiene el
feminismo de ser tematizado filosóficamente y no tanto a una “filosofía
feminista”, cuyo quehacer constructivo y sistemático (De Miguel y Roldán, 2020:
50-51) se nos antoja aún prematuro si no en franco retroceso.
En este artículo partiremos de la exclusión de
las de las mujeres de las historias oficiales, como un hecho contrastado a lo
largo de décadas de investigación por múltiples autoras y autores, y
presentaremos las razones fundamentales de la misma, insistiendo en las
contradicciones de pensadores emancipadores e ilustrados cuando tienen que
renunciar a los fundamentos patriarcales de todas las sociedades, para terminar
subrayando la importancia de desarrollar una genealogía feminista, que nos
permita tanto recordar los logros de las que nos han precedido como subrayar la
importancia que tiene afianzar nuestra propia tradición de pensamiento para
combatir los recurrentes y denodados esfuerzos de las concepciones patriarcales
de la historia por borrarlos.
Estas líneas introductorias pretenden servir
como recordatorio de los distintos grupos que en el ámbito español y
latinoamericanos se han ocupado durante décadas de la recuperación de las
mujeres filósofas de todos los tiempos, a fin de poder aventurar al final
algunas reflexiones que nos sirvan de balance, “a modo de conclusiones”.
En
el último tercio del siglo XX, gracias en general a la consolidación y la
influencia del feminismo, y sin duda en particular a la instauración de las
Conferencias Mundiales en 1975 en México que conmemoramos, las historiadoras de
todas y cada una de las disciplinas comenzaron a examinar los manuales y
enciclopedias con que se enseñaban y transmitían los distintos “conocimientos”
y “saberes” y se empezaron a preguntar dónde estaban las mujeres: en la
Historia propiamente dicha aparecían algunas mujeres destacadas por su alcurnia
(reinas, regentes o consortes) y en las demás “historias” apenas se dejaban
aflorar algunas mujeres “excepcionales”, que como tales aparecían como
“monstruosas” por rayar con lo varonil si no eran tachadas de malvadas o
introductoras del mal en la historia -desde Eva hasta Casandra o Cleopatra. Así
es como grupos de historiadoras se pusieron a la tarea de recuperar desde las
mujeres santas a las mujeres pensadoras, científicas, literatas o artistas,
incluso a las mujeres anónimas de cada época; quisiera resaltar aquí el
importante y extenso estudio de Isabel Morant sobre
España y América latina en este sentido (2005). Había que hacer visibles a las
mujeres que habían sido para hacer patente el horizonte de desigualdad y
desconsideración que las había hecho desaparecer, una inferiorización
y ausencia de reconocimiento para sus aportaciones que descansaban en las
concepciones e interpretaciones patriarcales del mundo y de sus “conocimientos
universales dignos de pasar a las historias”. En este sentido, escribió Celia Amorós que “las
razones de los olvidos de la razón se sustentan en una concepción patriarcal de
la historia” (1997: 109ss.).
Fue,
pues, en este contexto histórico más amplio -que inevitablemente se cruza con
mi historia personal- en el que comenzamos también recuperando mujeres
pensadoras para la Historia de la filosofía; en España fueron sobre todo
décadas importantes para este cometido la de los 80 y 90 del siglo pasado, una
vez muerto el dictador Franco (1975) y con el auge de la democracia favorable a
los vientos feministas. Era esta una tarea ardua, porque muchos de los textos y
aportaciones habían desaparecido al menos parcialmente con ellas, de forma que sólo fragmentariamente, y tras
ardua indagación bibliográfica en muchos casos, pudimos acceder a los textos
y/o referencias de filósofas de la antigüedad (por ej. Aspasia
de Mileto, González, 1997) o del medievo y renacimiento (por ej. Oliva
Sabuco, Romero, 2008) y ya más profusamente, de los orígenes de la
modernidad. Textos y testimonios de la importancia en su época de pensadoras
como Anna Maria van Schurman,
Anne Finch Conway, Marie Winkelmann von Kirch o Emilie de Châtelet, que
tuvieron una extraordinaria producción literaria, filosófica o científica, de
la que sólo una pequeña muestra ha llegado a nuestras manos, pues el resto
desapareció como los restos de un naufragio, engullidos por el mar del olvido
al que las habían condenado los intérpretes patriarcales de la historia
“oficial” de la filosofía.
A estudiar esta razón patriarcal dominante, que se
manifestaba en la mayoría de los escritos de los “padres” de la filosofía
occidental y en las críticas tanto de las filósofas excluidas como de sus
defensores varones, dedicó Celia Amorós tanto su controvertido libro Hacia una crítica de la razón patriarcal
(1985) como las ediciones anuales de su Seminario permanente Feminismo e Ilustración, puesto en
marcha en 1987 en la Universidad Complutense de Madrid, y en el que tuve la
suerte de participar y conocer a muchas de las teóricas feministas
españolas del momento -María Xosé Agra, Oliva Blanco,
Neus Campillo, Rosa Cobo, Ana de Miguel, Amalia
González , Teresa López Pardina, Soledad Murillo, Asunción Oliva, Raquel Osborne, Ángeles J. Perona, Luisa Posada, Alicia Puleo, Rosa María Rodríguez Magda, Rosalía Romero o Amelia
Valcárcel, y tantas otras que fueron formándose en él en años posteriores
(Madruga Bajo, 2020). En
dicho Seminario se pretendía tender un puente entre la filosofía y el
feminismo, desde la perspectiva de la teoría crítica feminista, marcándose como
dos objetivos fundamentales: 1) la deconstrucción del pensamiento filosófico
hegemónico masculino y 2) la cimentación de una genealogía del pensamiento
feminista de raigambre ilustrado. Tanto Celia Amorós como Alicia Puleo o Amelia Valcárcel, y otras autoras españolas
recogidas en el libro de Marta Madruga Bajo, han seguido desarrollando en sus
escritos estos retos del feminismo como movimiento ilustrado, emancipador y
radicalmente igualitarista. Por otra parte, sus narraciones han ido
evolucionando para dar acogida y, sobre todo, explicación feminista a los temas
fundamentales que iban surgiendo en el seno de la filosofía occidental, como la
globalización, el multiculturalismo, las políticas de igualdad, la alianza de
civilizaciones, la necesidad de buscar “vetas de Ilustración” o las trampas del
neoliberalismo, entre otros. Pero, sobre todo, lo que este Seminario pone de
manifiesto es el reconocimiento y el estudio de una genealogía feminista para
poder llevar a cabo un verdadero proyecto feminista de emancipación y
trasformación social o, como subraya Marta Madruga Bajo en el mencionado libro,
la importancia de la herencia recibida en la proyección de futuro de una tarea
colectiva en la que confluyen teoría y práctica, fundamentación filosófica y
acción ético-política. Bajo esta misma perspectiva viene
impartiéndose también desde 1990-1991 el Curso de Historia de la teoría
feminista, organizado hasta nuestros días por el Instituto de
Investigaciones Feministas, que Amorós creó en la Universidad Complutense de
Madrid, tal y como nos recuerdan Celia Amorós y Ana de Miguel en los agradecimientos de su
edición Teoría feminista: de la Ilustración a la globalización (2005),
edición que recomiendo vivamente.
Por otra parte, quisiera
mencionar también aquí la influencia en mis reflexiones durante todas estas
décadas del Seminari Filosofia
i Gènere[2],
promovido en noviembre de 1990 por mi colega y buena amiga Fina Birulés en la Universitat de
Barcelona, junto con otras profesoras e investigadoras de la Facultad de
Filosofía (Historia de la Filosofía, Estética y Filosofía de la Cultura) y de
la Facultad de Filología (Filología Griega), entre las que recuerdo a Carmen
Revilla, Rosa Rius Gatell,
Monserrat Jufresa, Elena Laurenzi,
Núria S. Miras y su actual coordinadora, À. Lorena Fuster Peiró,
y entre otras también nuestra común doctoranda, Hypatia
Petriz, que contribuye a estrechar nuestros vínculos.
Durante treinta años he podido mantener relaciones enriquecedoras de
colaboración con este grupo de investigadoras que a partir de la pregunta
“¿Dónde están las mujeres filósofas?” -en un contexto universitario en el que
no se oía hablar de ellas- han desarrollado una importante metodología de
trabajo a partir de los legados fragmentarios de las filósofas en archivos,
ediciones de texto, traducciones y análisis interpretativos, a fin de que las
mujeres pensadoras puedan ir conquistando espacios de visibilidad tanto en el
ámbito académico como fuera de él.
Otro foco importante en las
investigaciones sobre filosofía y feminismo con un especial acento en la
visibilización de las filósofas -en la historia y el presente- ha sido sin duda
la Universidad de Valladolid, donde Alicia Puleo
comenzó a proponer organizar desde finales de los años 90 del siglo XX algunas
de las Semanas de Filosofía de la Universidad de Valladolid dedicadas a la
visibilización y recuperación de mujeres filósofas. Empezando por el final, a
finales de abril de 2025 ha organizado junto a Angélica Velasco la XXXIII
Semana de Filosofía de la Universidad de Valladolid, dedicada
en esta ocasión a Las filósofas: Hacia una genealogía de
mujeres en el pensamiento. Y lo mismo aconteció con sendas Semanas de
Filosofía en la UVA, que luego dieron lugar a libros importantes en los avances
del feminismo filosófico y de las mujeres filósofas: El reto de la igualdad
de género (Puleo: 2008) y Ecología y género en
diálogo interdisciplinar (Puleo, 2015).
Last but not least, quiero
señalar también la relevancia del Seminario Internacional ConcepMu
(Estudio y análisis de conceptos de y sobre mujeres), coordinado
desde hace algo más de una década por Elena Cantarino
en la Universidad de Valencia y que reúne anualmente a gran número de
investigadoras españolas y extranjeras; estamos esperando de un momento a otro
que empiecen a aparecer los resultados del seminario en dos volúmenes que -bajo
el titulo general de Conceptos de mujeres. Materiales para una historia
inclusiva de los conceptos- publicará en breve la Editorial Comares; allí espero vea la luz un texto telonero de este
que ahora presento, titulado “Inferioridad, invisibilidad y exclusión. La
ausencia de las mujeres en las historias ‘oficiales’ de la filosofía”. Y
asimismo quiero mencionar aquí las aportaciones más recientes de un grupo de
profesoras e investigadoras de la Universidad de Oviedo, que ha ido
cristalizando desde 2019 hasta constituirse en 2023 en la Asociación Filósofas
en la historia: Escuela de filósofas[3],
presidida por Paz Pérez Encinas con el apoyo de Mer
Mediavilla en la secretaría, cuyas Jornadas de reflexión y difusión en vídeos
-y hasta Tik-Tok- colaboran a la cimentación de la
recuperación de filósofas.
En este marco plural y complejo se insertan las
reflexiones que presento en estas líneas, realizadas como integrante de un
grupo de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC que no en vano se
denomina Theoria cum praxi,
desde el que intento tender puentes entre la teoría y la práctica, lo mismo que
los tendimos desde el feminismo de los 90 entre los denominados “feminismos de
la igualdad” y “feminismos de la diferencia”, una perspectiva en la que
resuenan las enseñanzas de Celia Amorós cuando subrayaba que “conceptualizar es
politizar”, que aparece en muchas de sus publicaciones sobre todo después de Tiempo
de feminismo de 1997, como bien nos recuerda Maria
Xosé Agra, (2010: 12ss).
2.
Exclusión de las mujeres filósofas de las historias “oficiales” y tolerancia
patriarcal con las mujeres excepcionales
Como anunciaba al comienzo, la
exclusión de las mujeres de las historias “oficiales” de la filosofía, o con
otras palabras, de lo que se ha dado en llamar el “canon filosófico” es un
hecho que se ha querido justificar desde la “objetividad patriarcal” que
instauró como primero de los principios la inferioridad de las mujeres, también
las filósofas: o bien no fueron suficientes en número -dicen- o bien no son
suficientemente extensas sus obras, o bien no fueron suficientemente buenos y
profundos sus argumentos…
Frente a esta postura, muchas investigadoras y algunos investigadores
hemos ido denunciando durante décadas que las historias “oficiales”, lejos de
ser un relato objetivo, exhaustivo y común a un pueblo, una sociedad o una colectividad,
recogen más bien relatos subjetivos, incompletos y parciales o sesgados, que se
presentan desde los poderes establecidos, con pretensiones hegemónicas, y que
se terminan convirtiendo no sólo en una “descripción conceptual” del pasado,
sino también en una “prescripción valorativa” de cómo debe seguir siendo en el
presente y en el futuro esa sociedad que relatan. De esta manera, la “memoria
colectiva con pretensiones de universalidad” intenta construir por la fuerza de
la semántica una “identidad colectiva” que tiene como referente a una parte de
ese conjunto social y que, por lo tanto, a la postre es “ficticia”. En cada
regreso que cada individuo o cada colectivo hace a esa historia pasada, se
puede constatar que esa pretendida historia universal, ni era tan universal ni
tan omniabarcante, sino más bien local y sesgada: la
historia de los grupos de poder, aristocráticos y patriarcales, dominantes.
A esta metodología deconstructiva apelaba Celia Amorós en las sesiones
del Seminario Feminismo e Ilustración, partiendo del discurso existente,
analizándolo y deconstruyéndolo. Una deconstrucción
que debe ser completada con la recuperación de Filósofas para la historia de la
filosofía; así lo expresaba Alicia Puleo (2008: 17) hace
unos años: “La Filosofía tiene un largo historial como fuerza crítica. ¿Qué se
hace actualmente desde la perspectiva de género? Diferenciaré cuatro tipos de
trabajos distintos: 1) Análisis crítico del sesgo de género en obras
filosóficas, 2) constitución de un corpus filosófico no sexista, 3)
reconocimiento de las filósofas, y 4) examen y discusión de problemas actuales
de la sociedad”. Además, a esto habría que añadir el dificultoso “rastreo” de
fragmentos en los archivos a se refieren Fina Birulés
y Lorena Fuster -entre otras- con la metodología de trabajo que se sigue
realizando en el Seminario Filosofia i Génere.
Está bien seguir haciendo este trabajo crítico de recuperación de obras
filosóficas de mujeres de los siglos pasados, pero también tenemos que hacer un
balance de lo qué desde un punto de vista feminista y de perspectiva de género
hemos conseguido a lo largo de estas décadas con las publicaciones de volúmenes
con todas esas filósofas “aparte”, sin dejar de preguntarnos para qué hacemos
esto: ¿qué finalidad tiene plantear un corpus filosófico inclusivo, que
reconozca las aportaciones de las filósofas en todos los tiempos? ¿Por qué
sigue siendo necesario el planteamiento de un genealogía de filósofas, que a la
postre sea una genealogía feminista?
Durante las últimas décadas del
pasado siglo XX aparecieron ya muchas publicaciones en occidente que querían
poner de manifiesto esta ausencia de las mujeres en las historias de la
ciencia, en las historias del pensamiento o en las historias “oficiales” en
general, y entre ellas se encontraban algunas ediciones que se marcaron como
objetivo “completar” las historias de la filosofía tradicionales al uso. Por
doquier florecieron ediciones de mujeres filósofas (Waithe,
1991; Meyer y Bennent-Vahle,
1997; Hagengruber, 1998; Rodríguez Magda, 1997; Amorós y de Miguel,
2019-2025), que no sólo tuvieron el valor de denunciar la exclusión de las
mujeres de la vida pública –de la que también forman parte las publicaciones,
como su nombre indica-, por el mero hecho de ser mujeres, sino también de
paliar con nuevos datos el vacío de tradición genérica, la ausencia de modelos,
ante el que se encontraban las mujeres de nuestras generaciones. No sólo se nos
había hurtado siglo tras siglo el saber a las mujeres, sino que también se nos
privó de referentes en el pasado, al excluir de las “historias” a aquellas que
habían osado robar prometeicamente el fuego que, supuestamente, los dioses
habían entregado a los varones para su custodia… En este sentido me parece muy
esclarecedor de las distintas formas de exclusión padecidas por las mujeres
filósofas, el artículo de Rosalía Romero (2008: 298-318) titulado “Historia de
las filósofas, historia de su exclusión (siglos XV-XX)”, donde pasa revista
desde la negación del acceso a los estudios hasta la proscripción a otras
disciplinas, amén de pseudonimias y difamaciones.
Dicho en clave de epistemología feminista, hasta ahora hemos conseguido
recuperar para la historia de la filosofía –que es la que aquí nos compete-
algunas aportaciones hechas por mujeres filósofas, y por algunos varones
filósofos defensores de las mujeres, que en la transmisión “universal” de
saberes habían sido excluidas del canon filosófico (Roldán, 2008b).
Ahora sabemos -o podemos saber- que existieron pensadoras y pensadores de la
talla de Marie de Gournay, François Poullain de la Barre, Olympe de Gouges, Anne Finch Conway,
Emilie de Châtelet, Mary Wollstonecraft, el marqués de Condorcet,
etc., que habían sido suprimidas/os de las historias oficiales de la filosofía
por escribir sobre la igualdad de los sexos o -sic- por el mero hecho de
ser mujeres (Femenías, 2020 y 2022).
En esta recuperación se fundamenta la construcción de una genealogía o canon feminista, que también quiere recoger los pensamientos filosóficos de las
mujeres que no escribieron sobre la igualdad de las mujeres o no se
consideraron feministas, porque la mera recuperación de sus preteridas teorías
es también a mi entender una apuesta por una genealogía feminista.
También se han realizado en las últimas décadas estudios rigurosos y
sistemáticos sobre la legitimación de la desigualdad entre hombres y mujeres,
que habían sido realizados entre los filósofos más reconocidos de nuestra
tradición filosófica occidental, como Aristóteles, Rousseau, Kant, Hegel, etc.
(Femenías, 1994; Cobo, 1995; Roldán, 1995, 2008a y
2013; Valcárcel, 1988), sin reparar en que esto incurría en contradicción con
sus posturas filosóficas emancipadoras o incluso ilustradas. Este aspecto de la
investigación feminista es especialmente instructivo en el momento político
actual, porque nos muestra que el caso de la invisibilización de las mujeres no
es una mera exclusión de derechos o enajenación de posesiones, sino que forma
parte central de la construcción de la propia conciencia del varón occidental,
que se concibe a sí mismo -como gusta de calificar Ana de Miguel- al modo de un
“hongo hobbesiano”
que brota de la tierra sin más, sin deber nada a nadie, y que cristaliza en el
“individualismo patriarcal”.
Hemos cobrado conciencia del androcentrismo del conocimiento y la ciencia, es
decir, de la identificación de “lo
masculino” con una especie de “ser
humano abstracto” que en realidad no existe… Pero aún nos queda mucho
camino por recorrer en la recuperación de una genealogía feminista de mujeres
que permita, tanto configurar una historia de la filosofía plural e inclusiva,
como hacernos herederas de un saber genealógico, que pueda servir como modelo o como ejemplo a las jóvenes filósofas que se encuentran todavía
huérfanas de la tradición escrita de aquellas predecesoras que en la historia
han sido (Roldán, 2019).
Desde la antigüedad, las mujeres filósofas o científicas habían
sido toleradas, e incluso admiradas por sus coetáneos varones como excepciones, que no engendraban peligro
puesto que no constituían norma. Pero se trataba de una fascinación no exenta
de desconcierto, puesto que no era lo que “por naturaleza” les correspondía. De
ahí que casi siempre hubiera un tono de extrañeza e incluso monstruoso en los
calificativos con que las adornaban, v.g., “milagro de la naturaleza” o
“espíritus masculinos en cuerpos femeninos”, a quienes sólo les faltaba la
barba para restablecer el equilibrio y armonía naturales; en
este sentido se refirió I. Kant -conocido como el “padre de la ética moderna”-
a Madame de Châtelet: “a una mujer con la cabeza
llena de griego, como la señora Dacier, o que
sostiene sobre mecánica discusiones fundamentales, como la marquesa de Châtelet, parece que no le hace falta más que una buena
barba[4]”
(Kant, 1764, A.k., II: 230; Roldán, 2013: 185-203). Por lo tanto, aunque se tolerara su
desubicación, eso no significaba que hubieran de tenerse muy en cuenta sus
fantasías, que desde luego no eran comparables con las teorías de los
científicos o sabios de su época, ni por supuesto que pudieran pasar a engrosar
las historias oficiales del pensamiento o de la ciencia. Con otras palabras,
este menosprecio implícito habría sido la razón de que sus aportaciones se
quedaran en ese limbo invisible que suponía su exclusión de la letra impresa,
de los libros y publicaciones que marcaban los límites de la realidad culta
conocida. Por eso denunciaba Virginia Woolf (1967: 117)
-con la fina ironía que la
caracterizaba, que “suponiendo que Newton hubiera sido mujer, los documentos
históricos se hubieran olvidado de recoger en sus páginas la ley de gravitación
universal”.
3. La herencia de las contradicciones
ilustradas: la construcción socio-cultural de lo femenino como inferior
En este
apartado nos centraremos en las contradicciones ilustradas apuntadas en el
apartado anterior que sirvieron de fundamento a los guardianes del canon
filosófico para la exclusión de las mujeres del mismo, así como de cualquiera
historia oficial de la filosofía y de las ciencias, siendo así que la razón de
la exclusión no era sino el prejuicio patriarcal que desde tiempos inmemoriales
consideraba inferiores a las mujeres, bien por las interpretaciones bíblicas
que hacían proceder a Eva de una costilla de Adán, bien por la aparente
debilidad física de las mujeres y las diferencias biológicas que las hacían
susceptibles de engendrar y amamantar a la prole. Es en esa inferioridad
construida desde tiempos ancestrales donde radica la consideración de las mujeres
como inferiores en todas las culturas, relegadas a las tareas domésticas y de
cuidado de la prole o de los ancianos y dependientes, algo que a su vez se
traspone y traslada a su exclusión de la memoria histórica del pensamiento y de
sus manifestaciones culturales, a no ser por las excepciones de rango (reinas,
princesas) o de superación de sus propios límites “naturales”. Frente a las
“revoluciones científicas” en campos como la física o la astronomía, la
biología y la medicina continuaron ancladas en los orígenes de la Modernidad
(Pérez Sedeño, 2001), y hasta bien avanzado el siglo XX, a las teorías
tradicionales, de herencia aristotélica, que reforzaban la construcción de lo
femenino como inferior (Femenías, 1996). Más que
investigar sirviéndose de los nuevos medios tecnológicos, las teorías
científicas dominantes se encargaban de presentar justificaciones ad hoc del orden establecido, el cual
-subrayando las diferencias biológicas del sexo femenino- reducía a la mujer a
las tareas domésticas en el ámbito privado, oficiando como máquina reproductora
y propiciando que el varón se dedicase a tareas públicas más elevadas.
En
realidad, como pusieron de manifiesto las denominadas “filosofías de la
sospecha”, de inspiración foucaultiana, la
adquisición del saber científico por cauces “oficiales” les estaba vedado a las
mujeres porque representaba una herramienta para introducirse en la dinámica de
la vida pública a través del reconocimiento de su labor y, en definitiva,
porque éste era el único cauce para conseguir el poder, a todas luces
considerado como un “bien escaso”, tal y como pusieron de manifiesto los
resultados del proyecto de investigación dirigido por Celia Amorós en el
Instituto de Filosofía del CSIC (1998), que llevaba precisamente por título Mujer
y Poder, y donde participé junto a antropólogas, historiadoras, sociólogas
y filósofas -como Amelia Valcárcel, Verena Stolke, Raquel Osborne, Carmen
Díez Mintegui y la recientemente fallecida Teresa del
Valle Muga. Aunque no llevemos
hasta sus últimas consecuencias el pensamiento de la sospecha, la experiencia y
la historia nos han enseñado que existe una relación tal entre poder y
conocimiento que la pretendida “objetividad de la ciencia” queda reducida a un
pequeño ámbito de la misma, lo que Michel Foucault denomina “contenido de una
historia interna de la verdad”, frente a la que se genera la necesidad de
construir una “historia externa de la verdad” (Foucault, 1980: 25).
Los varones están asentados en su cota de poder y no
quieren arriesgarse a perderla concediendo al género femenino acceso a las
tareas públicas o participación política, ni mucho menos ese escalón previo que
es el estudio de las ciencias, de las que durante siglos fuera fundamento la
filosofía como la primera de ellas. Hay intereses creados en consagrar la
polaridad sexual, la complementariedad, repartiendo los papeles de tal manera
que sólo los varones ejerzan de protagonistas de la historia y la cultura. Y a
través de la educación se encargarán de transmitir, de generación en
generación, esos designios divinos de la creación, que en este incipiente
período ilustrado se convierten en fines de la naturaleza.
Como he escrito en otro lugar, los filósofos se
sirven de descripciones antropológicas, que no hacen sino reflejar cómo “son”
las cosas, para propugnar que “deben seguir siendo así”. El ejemplo de Kant es
paradigmático (Roldán, 1995) y, a pesar de su ensayo ¿Qué es la Ilustración?
(1784), que se convertiría en el estandarte de la autonomía de los individuos
durante los orígenes de la Modernidad, no permite al género femenino
emanciparse de sus tutores varones: sólo a ellos corresponderá la prerrogativa
de autolegislarse moralmente, mientras que relega al
“bello sexo” a la asunción de una heteronomía que incapacita a los individuos
para dotar de verdadero sentido ético a sus acciones y, por ende, para la
participación política (Roldán, 2013). Mientras a los niños varones les era
permitido entrar en el mundo de la autonomía ético-política al crecer, las
niñas al convertirse en mujeres permanecían el resto de sus días como “niños
grandes” -en la denominación acuñada por Rousseau-, que precisaban de por vida
de la supervisión de un tutor, fuera éste su padre, su esposo o su hermano.
Aquí es donde aparecen manifiestas las contradicciones de la ilustración. A la
base de estos sistemas ilustrados, que enarbolaban la bandera de la
emancipación, la autonomía y la universalidad para el género humano, había una
incoherencia fundamental: la exclusión de las mujeres (más de la mitad de esa
humanidad) de la esfera ético-política y jurídica, así como del “elevado” mundo
del conocimiento. Por eso, al prolongarse la influencia subrepticia de los
mismos en las filosofías tanto del idealismo, como del romanticismo y del
materialismo a lo largo de toda la modernidad, se prolongó también hasta
nuestros días la convicción, en realidad patriarcal e irracional, acerca de la
incapacidad de las mujeres para acceder a determinados tipos de saberes, así
como para tomar decisiones racionales ético-políticas, esto es, para participar
en los asuntos públicos u ocupar posiciones directivas o de poder.
Lo que la
historia de la filosofía silencia, escondiéndolo detrás de un lenguaje
abstracto que suena a universalidad, es que la gesta del individuo moderno fue
también una historia de privilegios y exclusiones, fundamentados en
contradicciones que debían haber sido ajenas a una filosofía crítica. Ni el “yo
pensante” cartesiano, ni la “razón pura” kantiana (Posada, 1992) que se
prolonga en el idealismo, son conceptos neutros, objetivos o abstractos, sino
que tienen su referente en varones de una clase acomodada. Por otra parte, el
individuo kantiano que alcanza su mayoría de edad bajo las divisas de la
universalidad y autonomía éticas, no es un “alguien” distinto del yo liberal lockiano, que es libre en relación directamente
proporcional a su condición de propietario. Unos pocos individuos ejercitaban
su libertad de acción y expresión dentro del espacio conquistado a la
naturaleza y al Estado, y una gran mayoría de “don nadies”
posibilitaba que estos “alguien” se convirtieran en individuos autónomos,
dueños de su propio destino. Arduo fue el camino hacia la ciudadanía para la
mayoría de los varones en una sociedad en la que “libertad” rimaba con
“propiedad”, pero más lo fue para la mitad femenina del género humano sobre la
que los varones hicieron confluir todo tipo de determinismos “naturales” que las impedían ser
sujetos políticos y de derecho.
Largo y
tortuoso fue el camino hacia la igualdad para las mujeres, plagado de hitos en
que se les recordaba su inferioridad o su excepcionalidad. De las divisas de la
Revolución Francesa, la libertad fue durante siglos la niña mimada y la
fraternidad sólo sirvió para que la igualdad empezara a aplicarse paulatinamente
en el colectivo de varones; habrían de pasar más de dos siglos para que se
empezara a hablar de “sororidad” en las filas feministas y siempre sin mucho
entusiasmo (Roldán, 2024a). Se explica así, como ha subrayado Celia Amorós, que
el contrato social original se presente como un pacto fraternal, un pacto que
seccionará la Modernidad en dos partes bien diferenciadas: el espacio político
(público, convencional) y la familia (espacio privado, natural), primando la
esfera pública y considerando irrelevante la esfera privada, que a mí me gusta
más denominar “doméstica”, puesto que el verdadero disfrute del ámbito privado
también les ha estado vedado a las mujeres durante siglos (Roldán, 2003). Las
mujeres habían sido “creadas para permanecer bajo el conveniente dominio del
varón y asumir las tareas domésticas” y las mujeres “sabias” -tal y como
subrayamos en el apartado anterior- no podían ser admitidas sino como
excepciones a la regla, como “musas”, “monstruos de la naturaleza” o “espíritus
masculinos en cuerpos femeninos”. Ahora bien, esta palmaria injusticia
perpetrada por los detractores del género femenino fue también combatida desde
sus orígenes por esas mismas mujeres “excepcionales” y por algunos varones
convertidos en sus defensores, en aquella ilustración “olvidada” como nos
recuerda el acertado título que Alicia Puleo puso a
su edición de textos (1993). Ahí están los escritos de Olympe
de Gouges, Mary Wollstonecraft,
François Poullain de la Barre, Benito Feijoo,
Marie-Jean-Antoine Nicolas
de Caritat -marqués de Condorcet,
Theodor von Hippel, John Stuart Mill,
y de tantas y tantos otros, como he mostrado en algunos de los trabajos citados
en la bibliografía. Las mujeres filósofas lo tuvieron difícil para mostrar que
podían leer y escribir textos del mismo nivel que sus colegas varones si
recibían una educación adecuada para ello -y no restringida a “las cuatro
reglas” y “sus labores”, sin tener que “robar el saber” que a sus hermanos les
facilitaban preceptores privados -y eso a las jóvenes de buena familia (Roldán,
1997). Mientras la educación de Sofía fuera encaminada al mejor desarrollo de
Emilio, el saber tendría que estar adaptado a cotas de saber inferiores -la
denominada “filosofía para damas” o “filosofía en el tocador”- que el mismo
sistema provocaba (Roldán, 2013b), por eso las mujeres decidieron irse
atreviendo a saber, como demandaba el grito ilustrado de Inmanuel
Kant para sus congéneres varones: Sapere aude! Y haciendo de la necesidad virtud abrieron de par
en par sus salones, esos lugares fronterizos entre el espacio público y el
doméstico a que estaban relegadas, como subrayara Oliva Blanco en algunos de
sus trabajos (Roldán, 2008b), empezando a cultivar finalmente el “género de la
vindicación” que vino a sustituir a los “cuadernos de quejas” (Puleo, 1993), del que las obras pioneras de Olympe de Gouges (Declaración
de los derechos de la mujer y de la ciudadana, 1791) y de Mary Wollstonecraft (Vindicación de los derechos de la mujer,
1792) dan fe. Y como Celia Amorós subrayaba, será a partir de la constitución
de estas plataformas conceptuales de abstracciones universalizadoras
desde las que las pensadoras comenzaran a articular su inclusión en plano
equipolente de igualdad en el mundo de “lo humano” como sujetos de derechos y
de ciudadanía, promoviendo además que surja ese “nosotras” que hará del
feminismo un producto genuinamente moderno (De Miguel y Roldán, 2020: 50-51).
4. El eterno retorno del
patriarcado: historia patriarcal,
patriarcado académico y genealogía feminista
En este
último apartado quisiera centrarme en la repercusión que han tenido las
recuperaciones realizadas en las últimas décadas de las biografías y
aportaciones teóricas de las filósofas en el entorno académico, entendido este
en sentido amplio como relativo a centros oficiales educativos -desde los
escolares de enseñanza obligatoria hasta los universitarios de enseñanza
optativa- o de investigación.
Lamentablemente
hay que empezar diciendo que, a pesar de los esfuerzos realizados en las
últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos del siglo XXI, las historias de
las mujeres filósofas, rescatadas con mucho trabajo de archivo y esfuerzos
titánicos -no olvidemos que es una mujer, Mnemósine,
la titánide que personifica la memoria humana y la
madre de las nueve musas, han quedado relegadas a los ámbitos de las
investigaciones feministas, recluidas en una especie de gueto que apenas ha
tenido repercusión en las Historias de la Filosofía que se han ido escribiendo
en este periodo. Como
muestra, un botón: quien se acerque a consultar El legado filosófico y científico del siglo XX (2005), coordinado
por tres conocidos colegas-ellos (Manuel Garrido, Luis M. Valdés y Luis
Arenas, verá que de sus mil cincuenta y cuatro páginas solo una cincuentena se
dedica a pensadoras-ellas, que únicamente hay una coordinadora-ella (Ángeles
J. Perona) de capítulo -en total son 42 capítulos, curiosamente el capítulo
dedicado al “pensamiento feminista” en cuyas 25 páginas -la mitad de todas las
dedicadas a pensadoras- aparece concentrado todo “el legado filosófico
científico de las pensadoras-ellas del siglo XX”. Sin comentarios.
Tampoco han tenido estas investigaciones y
publicaciones la trascendencia que hubiera sido deseable en los temarios y
programas de estudios de la Filosofía, ni en la enseñanza secundaria ni en la
universitaria: observamos que no se ha operado aún una verdadera
“reconstrucción histórica”, sino que las investigaciones sobre mujeres
filósofas en todas las épocas han quedado reducidas a una especie de “repertorio
de ausencias” o “fe de olvidos” que, en el mejor de los casos, se presenta como
un añadido excepcional a las historias de siempre y que, como sucede con las
conocidas “fe de erratas” editoriales -esas hojitas sueltas que se intercalan
en los textos ya encuadernados, terminan usándose como señalador de páginas o
simplemente traspapelándose…
Muchos colegas-ellos
-bienpensantes y bien intencionados, sin duda- nos
dicen que “no saben qué más queremos”, que “ya no hay impedimentos reales” para
que las mujeres accedan al estudio de la filosofía y luego desempeñen
profesionalmente los conocimientos adquiridos. Sin embargo, cuando analizamos
los temarios de enseñanza secundaria o universitaria en nuestro país o las
cifras de las escasas catedráticas de filosofía en los institutos de secundaria
o en las universidades españolas, o quiénes aparecen mayoritariamente en el uso
de la palabra en los medios de difusión públicos (periódicos, radios,
televisiones, cine) nos encontramos con que la filosofía en su ámbito público y
mediático sigue siendo mayoritariamente -y de manera creciente desde hace más
de una década- “cosa de hombres” (Roldán, 2014: 35-37), algo a lo que la
repercusión académica de la crisis económica de los últimos años, en especial
en la postpandemia Covid19, ha contribuido aún más si
cabe a la “masculinización” de la filosofía, pues cada vez menos mujeres de las
clases medias-bajas pueden atreverse a estudiar una carrera a la que se le está
recortando su futuro. Por otra parte, también nos dicen que asistimos a un
creciente protagonismo de las mujeres en la vida profesional y política
occidental, pero la piedra de toque sigue siendo preguntarse hasta qué punto
hemos alcanzado de facto una igualdad
que nadie se atreve a hurtarnos de iure
en nuestra cultura, una cuestión a la que responden negativa y
paradigmáticamente -de manera sangrante- los casos de violencia doméstica o que,
por otro lado, no dejan de poner en entredicho las estadísticas que muestran
cómo el porcentaje de mujeres va disminuyendo según ascendemos en la escala de
responsabilidades hasta alcanzar el ya clásico “techo de cristal” (Valcárcel,
1998, cap. V), que ya se ha convertido en “techo de acero” o “techo de
hormigón”, al visibilizarse complementado por un “pegajoso asfalto” que
mantiene a las mujeres ancladas en la base de la pirámide económica y social,
bien con una sobrecarga de tareas que les impiden ascender, bien con la
realización de trabajos y tareas peor remuneradas y nada valoradas, esto es, lo
que conocemos como “brecha salarial”.
A menudo nos preguntamos tanto
desde un punto de vista teórico como práctico por los logros feministas en sus
distintas etapas, para terminar cuestionando el que hayamos llegado a alguna
meta definitiva, poniendo de manifiesto, por el contrario, que en todos los
países del mundo nos hallamos todavía inmersas -en mayor o menor medida- en
dinámicas patriarcales y sexistas, que no podrán ser erradicadas si no nos
volvemos conscientes de las rémoras históricas que componen el humus de
nuestras sociedades globalizadas, en torno a tres puntos clave: el acceso de
las mujeres al mundo del conocimiento (educación), la obtención de derechos
cívicos (ciudadanía, voto, leyes) y su participación activa en las actividades
que dirigen la vida pública (cargos políticos, empresariales o académicos). Con otras palabras, ¿hasta qué punto son
consideradas las mujeres por la sociedad como individuos autónomos? “Quiero ser
alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí” -decía Isaiah Berlin (1988: 201-202).
“Quién es un quien, quién es alguien?”
-se plantea François Collin (1992: 25) comentando a
la Hannah Arendt de La condición humana- “la respuesta -continúa- es aparentemente
simple: ciertamente no es él o la que se consagra a la única labor de la
satisfacción de las necesidades, sino aquel que se manifiesta por la palabra y la acción, apareciendo en el espacio plural de lo público”. Tres
elementos caracterizan fundamentalmente al “sujeto moderno” según Arendt: la palabra, la acción y la presencia en el espacio plural de lo público. Si tomamos esta
definición en sentido estricto y la aplicamos a los orígenes de la Modernidad,
descubrimos que no todos los seres humanos eran “alguien” (los siervos no lo
eran) y que la mitad de la humanidad (las mujeres, aunque no fueran siervas) ni
siquiera podía optar a serlo, pues, por el azar de su nacimiento habían sido
destinadas únicamente al ámbito de lo doméstico. Si miramos a nuestro alrededor
en nuestro mundo “globalizado” y “posmoderno” comprobamos que una gran parte de
la humanidad, en su mayoría mujeres, continúan sin poder ser sujetos libres y
autónomos.
Desgraciadamente,
en lo que respecta a la igualdad de las mujeres no nos encontramos ante un
capítulo cerrado. Y como viene mostrándose en un gran número de seminarios y
proyectos de investigación, de congresos y publicaciones, no sólo el papel de
la mujer en la ciencia y en la filosofía sigue siendo el resultado de
prejuicios y posturas viciadas aprendidas -algo que no sólo actúa en detrimento
de la participación femenina sino que hace que se resienta la misma ciencia en
sus cimientos-, sino que esto sigue manifestándose en la violencia física y
psicológica que se sigue ejerciendo contra las mujeres, pues no nos parece que
pueda separarse la violencia de género, la prostitución y la trata de blancas
del tema de la ausencia de las mujeres de las historias de la filosofía y de su
presencia en los temarios que se enseñan en los cursos de filosofía de los
Institutos de Enseñanza Secundaria, ni de los de las Universidades. Como ha
puesto de manifiesto Miranda Fricke (2017), las
injusticias sociales están fundamentadas en una injusticia epistémica previa
que coloca ya las mujeres en situación de desventaja en la misma casilla de
salida o en una especia de sanbenito invisible que
toda mujer lleva colgado al cuello y en el que puede leerse “ser inferior”. En
nuestras sociedades en las que todo se puede comprar o vender, en las que los
estudios universitarios cuestan cada vez más, la vuelta de la repartición
social de los roles clásicos de “hombres” y “mujeres” es cada vez más
amenazante, como lo es la vuelta de las políticas neoconservadoras en occidente
(Garzón Costumero y Roldán, 2024), un caldo de
cultivo más que propicio para un patriarcado que vuelve con fuerzas renovadas,
como ese Alien
cinematográfico que aparece una y otra vez cuando ya lo creemos aniquilado, colándose
viscoso y pregnante por todas las rejillas y
hendiduras posibles y, lo que es aún mucho peor, germinando dentro de
nosotras/os mismas/os, colonizándonos y destruyéndonos desde dentro.
La
propuesta de una genealogía feminista se plantea como una forma de poner freno
al patriarcado histórico, en general, y a un patriarcado académico, en
particular, cobrando desde ahí plena vigencia la propuesta de una historia
inclusiva de la filosofía -abierta y flexible- que sustituya a los anquilosados
y masculinizados cánones clásicos, construidos en torno a autores varones
“destacados” que en realidad respondían a los valores e ideologías de sus
recopiladores e intérpretes. El primer paso para deconstruir el canon
filosófico actual es construir una genealogía de filósofas que nos permita
reconocer las aportaciones de quienes nos precedieron y dejar a nuestra vez
memoria de lo que estamos haciendo ahora para las generaciones venideras, pero
nuestra meta debe ser más amplia, para poder proyectar estos logros en una
verdadera historia de la filosofía contextual e inclusiva. Por otra parte,
tampoco podemos obviar los problemas que entraña la propia idea de
“genealogía”, siendo mucho más fácil buscar antecesoras en la historia (Muraro, 2011) para salir de la orfandad filosófica (Roldán,
2019) que el hecho de querer dejar “un legado” para quiénes vienen detrás. Como
muy bien supo ver François Collin en su artículo “Una
herencia sin testamento”:
“La
transmisión no es un movimiento de sentido único. A diferencia de la historia,
la transmisión es siempre una operación bilateral. Exige una doble actividad:
por parte de quien transmite y por parte de quien acoge la transmisión. No
puede funcionar por obligación. Imbricada en el juego de generaciones, está
relacionada con el deseo tanto de las antiguas como de las nuevas. A las nuevas
les corresponde determinar si desean la herencia y qué les interesa dentro de
esta herencia. A las antiguas les corresponde escuchar la petición […]” Collin (1986: 82).
Siempre
fue importante, pero ahora lo es más que nunca, el diálogo intergeneracional y,
como muy bien ha subrayado Hypatia Petriz en alguno de sus trabajos (2023), en el hecho de
escoger a nuestras antecesoras lo que nos estamos es “el pensar y decir nuestra
propia experiencia”; no se trataría pues -esa es mi interpretación- de ampliar
las historias de la filosofía por ampliarlas o de llenar los vacíos con
nuestros desiderata, sino de buscar mediaciones y referentes que nos
permitan entender nuestro presente y proyectar nuestro futuro sin pretender
determinarlo.
5.
Concluyendo: por una historia de la filosofía y una sociedad inclusivas
Las primeras defensoras de las mujeres en los orígenes de la modernidad
fueron una especie de avanzadilla feminista “en solitario” que precedió a la
posterior organización del “movimiento feminista” en el siguiente siglo.
Feministas por no adoptar la postura de otras mujeres insignes, que al ser
consideradas como casos excepcionales
por los varones se apuntaron a los privilegios de estos olvidándose de la
situación de las demás mujeres. Por el contrario, lucharon con ahínco –algo
decepcionado y escéptico ya al final de sus días- por mejorar la situación de
su sexo, porque todas las mujeres recibieran una educación igualitaria que les
permitiera “ser alguien en la vida”. Muchas de nosotras podemos decir que
“somos alguien”, pero a estas
alturas de la andadura feminista nos compete justamente por ello preguntarnos
hasta qué punto estos esfuerzos decimonónicos se han reflejado en la intención
de la comunidad científica por una verdadera “reconstrucción” histórica o han
quedado relegados a una especie de “fe de ausencias” o “fe de olvidos” que, en
el mejor de los casos, se presenta como un añadido a las historias de siempre y
que, como sucede con las conocidas “fe de erratas”, termina usándose como
señalador (en la lectura de otras cosas) o simplemente transpapelándose.
Asistimos a un creciente protagonismo de las mujeres en la vida profesional y
política, pero sigue siendo una pregunta abierta saber hasta qué punto hemos
alcanzado de facto una igualdad que
nadie se atreve a hurtarnos de iure
en nuestra cultura occidental, una cuestión a la que responden negativamente -y
de manera sangrante- los muchos casos de violencia doméstica (o de género) y
que ponen en entredicho las estadísticas que muestran cómo el porcentaje de
mujeres va disminuyendo según ascendemos en la escala de responsabilidades
hasta alcanzar el denominado “techo de cristal”, que hemos dado en denominar
también “pegajoso asfalto”, por lo que significa de impedimento para despegar
hacia una verdadera igualdad real.
De ahí la necesidad
de llevar a cabo un ‘activismo filosófico’ consistente en la recuperación de
las mujeres filósofas para las historias ‘oficiales’ de la filosofía, que
desarrolle una verdadera historia de la filosofía ‘inclusiva’. Además, las
filósofas que nos consideramos feministas queremos reivindicar nuestra propia
genealogía, denunciar la masculinización de la filosofía y deconstruir ese
“canon clásico”, sin querer por ello sustituirlo por otro canon feminista. Sin
duda, son muchos los feminismos (Roldán y González, 2008) y está bien que
prolifere esa pluralidad, siempre y cuando todas sigamos coincidiendo también
en la defensa de “un feminismo”, en singular, en el sentido de Alisson Jaggar (1983: 5): “lo
común a las diversas formulaciones de la teoría feminista es su compromiso por
terminar con la subordinación, marginación, discriminación, dominación-explotación,
y violencia-tortura contra las mujeres”; esta es mi manera de matizar el
enunciado de mi maestra y amiga, Amelia Valcárcel (2019: 257), cuando escribió
que “el feminismo no es plural, sino que debate”
Aún estamos a muchas leguas de conseguir una igualdad
real y esto es algo que constatamos también de manera clara en el ámbito de la
enseñanza de la filosofía, que tanto a nivel de la educación secundaria como
universitaria ha sido y es uno de los más masculinizados, tal y como hemos
tenido oportunidad de constatar en los últimos años con el reconocimiento y la
inclusión de las aportaciones de las mujeres filósofas a las historias y
manuales “oficiales”, esto es, aquellos conocimientos de los que es examinado
el estudiantado y por los que se les otorga una calificación. Pero ¿cómo se
confeccionan y se aprueban los planes de estudio que debe seguir el alumnado?
¿Quiénes redactan los libros de texto que se presentan como la interpretación
“unitaria y objetiva” de la historia del pensamiento?
Cada política académica, cada ley de educación, depende de unos horizontes
políticos para los que alguna vez deberían pactarse límites democráticos (Miyares, 2003), igualitarios y a la vez inclusivos.
Luchar contra la
exclusión histórica, filosófica y política de las mujeres y contra las
contradicciones patriarcales que las relegaron -y quieren seguir relegándolas-
a la invisibilizacion y la inferiorización,
no significa querer sustituir un canon por otro. Mi propuesta -desde la
perspectiva del feminismo filosófico- de una historia de la filosofía
contextual e inclusiva implica una manera nueva de concebir y transmitir
conocimientos y argumentos, sabedoras de que cada historia que construyamos
será siempre deudora de nuestra propia interpretación de la misma, de ahí la importancia
de trabajar en equipo y de manera cooperativa para compensar los excesos
absolutistas a que tienden como “por naturaleza” los relatos humanos.
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[1] Este trabajo se inscribe en el marco de los proyectos
INconRES Incertidumbre, confianza y responsabilidad. Claves
ético-epistemológicas de las nuevas dinámicas sociales en la era digital (PID2020-117219GB-I00),
Ministerio de Ciencia e Innovación (MICIN); DESTERRA Los sótanos
de la desinformación: de usuarios a terroristas en la sociedad digital (TED2021-130322B-I00),
Ministerio de Ciencia e Innovación (MICIN) y 4TRUST Programa
Interuniversitario en Cultura de la Legalidad (PHS-2024/PH-HUM-65),
Comunidad de Madrid (CAM).
[2] Ver: https://ub.edu/seminarifilosofiagenere/es/t [03/05/2025].
[3] Ver: https://www.filosofasenlahistoria.es/ [03/05/2025].
[4] La traducción es nuestra. Hay edición castellana a
cargo de Luis Jiménez Moreno
(1990). Observaciones acerca del sentimento de lo bello y de lo sublime.
Madrid: Alianza Editorial.