Nueva revisión a los feminismos de América Latina

 

A new revisión to Latin America feminisms

 

 

 

 

 

 

María Luisa Femenías

lfemenias@gmail.com

UNLP-UBA - Argentina

ORCID http://orcid.org/0000-0003-1144-1197

 

 

 

 

 

 

Resumen

El feminismo de América Latina puede identificarse con claridad desde medianos del siglo XIX. En este artículo sólo recorreremos sus aportes más significativos a partir de las décadas del 80 y 90 del siglo XX, cuando las Universidades estabilizaron la noción de “género” y comenzaron a constituir áreas de investigación sistemáticas sobre los derechos de las mujeres y las disidencias. Ante la imposibilidad de abarcar todas sus corrientes, este artículo recupera entre sus logros más significativos la redefinición de la noción de interseccionalidad y el feminismo comunitario.

Palabras clave: América Latina, feminismos, género, derechos, condiciones de existencia, violencia.

 

Abstract

Latin America Feminism can be clearly identified since middle XIXth Century. This article aims to revise the most important contributions since the XX Century ´80 and ´90, when Universities adopted the notions of “gender” and started to organize investigations areas on Women & Sexdisidents Rights. As it is impossible to analyze all the trends, this article is focoused on the most important ones, such as intersectionality (Latin America Version) and Communitarian Feminsm.

Keywords: Latin America, feminisms, gender, rights, existence conditions, violence.

 


 

Tierra de desigualdades, desde el siglo XIX todas las teorías feministas y sus desarrollos tanto reflexivos como prácticos circulan en América Latina como bien lo ha descrito la brasilera Claudia de Lima-Costa (2005) en Femenías (2005: 189-214). Aún así, existen pocas revisiones sistemáticas globales sobre la cuestión. Por lo general se concentran en algún aspecto de la producción nacional o regional y tienden a omitir el diálogo con otras corrientes o posturas teóricas y prácticas. No es por cierto un rasgo ineludible aunque sí bastante constante, quizá en parte alentado por la influencia de las teorías hegemónicas con las que todas las investigaciones obligadamente se referencian, marcando las investigaciones locales. Por eso, el punto de mira de este artículo será ―a diferencia de otros que llevo escritos― (Femenías, 2002; 2005; 2007; 2016; 2017; 2021) mostrar el contraste existente entre lo que denominaré (como explicaré más adelante), un feminismo de raíz universalista y otro de raíz post(de)colonial. Se trata de dos categorías extremadamente amplias que de modo indicativo contienen perspectivas y métodos heterogéneos, que incluyen muchos modos y estilos críticos, creativos y notablemente interesantes en el marco de lo que hace años Celia Amorós asumió como hermenéutica de la sospecha. Siempre se da respuesta a las necesidades, exigencias y deseos de cada zona, recuperando los cuestionamientos de los sectores más activos de la sociedad. Consideraré que la primera categoría guarda una significativa impronta moderna alentada por el principio de igualdad y el universalismo; en la segunda rige la crítica postmoderna y post(de)colonial, haciendo hincapié en las “deudas” de la modernidad. De modo muy somero, el primer grupo abarca básicamente (aunque no sólo) el feminismo liberal, el materialista, y el socialista. El segundo, por su parte, se centra (pero no sólo) en las diferencias llamando la atención sobre el racismo, los grupos sexodisidentes, los comunitarismos, las cosmovisiones de los pueblos autóctonos y la tradición post(de)colonial.

Dicho esto, exigencias fuera de mi alcance me obligan a limitar esta revisión a unos ejes centrales de los desarrollos feministas en América Latina, de los que además podré mencionar sólo a algunas de sus protagonistas más destacadas. Esto a sabiendas de que la masa de mujeres comprometidas con la defensa de sus derechos es inmensamente más amplia, activa y sólidamente afianzada en sus diferentes estilos, tradiciones y necesidades (Schutte, 1998, Álvarez, 2002: 537-579, Gargallo, 2006, Barrancos, 2023).

Por algunas de las razones expuestas ―y otras tantas fácilmente inferibles a partir de las páginas que siguen―, me limitaré entonces a los desarrollos más significativos del feminismo latinoamericano contemporáneo. Tomaré como fecha estimativa de su inicio la década de los 80 y, en especial, los comienzos de los 90, cuando nuestros feminismos en general adoptaron críticamente la noción de “género” como categoría de análisis y se convirtieron en un campo activo en todo el continente (Oliva, 2020; Gamba y Diz, 2021: 293-296, Schutte y Femenías, 2010). Como esbozaré más adelante, la deconstrucción del universal y los análisis postmodernos, lo queer como campo de investigación, las teorías de la post(de)colonialidad, y el acento puesto en algunas nociones como “interseccionalidad” marcan el desarrollo de las corrientes fundamentales de estos feminismos (destaco el plural).

 

Una producción tan vasta como compleja aporta al debate el carácter activo de los procesos de cambio social y contribuyen a la construcción de alternativas emancipadoras para las mujeres en particular, pero también para las sociedades en general, haciendo frente a los avances de los conservadurismos de diversa naturaleza que se manifiestan actualmente. Se marca así un rasgo básico del feminismo en América Latina: su carácter de movimiento social activo y, paralelamente, de pensamiento crítico con características propias según cada país o región. Desde esa doble mirada se han deconstruido saberes y poderes hegemónicos regidos aún, en muchas zonas, por la impronta colonial de la subalternidad y se han construido espacios de resistencia, polémica y crítica. Esta actitud general lleva a los feminismos a diseñar alternativas ético-políticas propias frente a los modelos anglófonos dominantes.

De hecho, como sostiene Cherie Zalaquett Aquea (2015: 209-257), es imposible pensar los procesos de democratización de la región sin los aportes de las mujeres, tanto de las que no se identifican como feministas como de las que específicamente enarbolan esa bandera. Cabe recordar la actuación de “La Morada” en Chile, las “Madres del Dolor” en México, las “Abuelas de Plaza de Mayo” en Argentina o las anónimas negociadoras en los acuerdos de Paz en Colombia o Guatemala. En todos los países de la región, el movimiento feminista y de mujeres defendió los DDHH, instaló en las agendas políticas asuntos relativos a la igualdad de sexo-género, impulsó nuevas leyes en defensa de Derechos, alentó el desarrollo de políticas públicas de acción afirmativa e igualdad y promovió la transformación de las instituciones del Estado, con importantes reformas en los respectivos sistemas legales. En suma, su impronta es determinante para la construcción de la institucionalidad democrática de la región, el reconocimiento de los derechos de las mujeres y lo/as niño/as, la visibilización de la violencia contra las mujeres y las sexodisidencias, el racismo y las políticas económicas basadas en el extractivismo y la contaminación. En todos esos casos, las voces de las mujeres siguen siendo las que concitan más confianza (Krzywicka y Martin, 2019: 13-17).

Aproximadamente hacia mediados del siglo XX, tras la obtención del voto y de algunos derechos civiles en la mayoría de los países de América Latina, se produjo una suerte de impasse, y la población en general se concentró en la resistencia a las nuevas dictaduras de la época. Paralelamente comenzó a abrirse paso la investigación y la circulación de literatura escrita por mujeres, con desarrollo de conciencia feminista, a veces con sensibilidad de clase y clara influencia de Virginia Woolf y Simone de Beauvoir. Se difundió así una interesante prosa introspectiva que retrataba su propia situación como mujeres, reconociendo los privilegios de la esmerada cultura y las clases.

Ya superada la mitad del siglo XX y avanzando en la década de los ‘60 y ‘70 los planteos feministas sobre la necesidad de desarrollar políticas públicas que contribuyeran a la despatriarcalización de las sociedades colaboró firmemente en la desarticulación tanto de viejas estructuras políticas y conceptuales, basadas en la subalternidad de las mujeres, como al mismo tiempo en la configuración de nuevos sentidos y símbolos. Gracias a su estabilidad política y de “puertas abiertas”, las mexicanas pudieron desarrollar con mayor solidez sus aportes práctico-políticos y teóricos, al punto de ser las primeras en institucionalizar los estudios de género en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), por impulso de la filósofa Graciela Hierro (Tapia González, 2017: 1-21; Femenías, 2019: 293-305).

En suma, para la época que más propiamente nos ocupa, ya las mujeres habían obtenido derechos ciudadanos, la libertad de administrar sus bienes y en algunos países la posibilidad de disolver sus vínculos matrimoniales. Pionero en la implementación de la Ley de divorcio fue Uruguay. En efecto, tan pronto como 1907, por la Ley N° 3.245, se legalizó el divorcio absoluto en ese país, lo que no sólo permitía disolver el vínculo matrimonial por mutuo consentimiento o por causas específicas, sino también contraer nuevo matrimonio. México, por ejemplo, lo hizo en 1914, entrando en vigencia al año siguiente. Las mujeres de otros países debieron enfrentar mayor cantidad de escollos y resistencias políticas, sociales y religiosas, en parte vinculadas a gobiernos dictatoriales. Incluso algunas tuvieron que esperar hasta avanzada la década de los ’80 cuando nuevamente se restauraran las democracias en sus países. En Argentina, por ejemplo, la ley de divorcio vincular data de 1987 y en Chile de 2004, con reformas y reformulaciones en los años subsiguientes.

La literatura escrita por mujeres, dirigida a un público amplio, contribuyó a la concienciación de muchas de ellas en diferentes capas medias y aún bajas de la sociedad en los países que contaban con importante alfabetización de su población; lo que no es así en toda la región. El feminismo en sus diferentes corrientes, algunas incipientes, elaboró propuestas teóricas críticas fundamentalmente sobre las relaciones de poder entre los sexos, y en algunas zonas entre las etnias. Es decir, no sólo respecto de las clases sociales (especialmente urbanas y escolarizadas), sino también respecto de los diferentes grupos étnicos en diversas regiones y sustratos culturales anclados en las tradiciones. Desembocaron en ambos casos en una voluntad ética y política de denuncia y de transformación social, que buscó generar procesos de cambio en todas las áreas de la vida; “cambiar la vida misma” como sostiene la panameña Urania Ungo (2000: 97).

Ese conjunto de intersecciones (sexo-género-clase-etnia-tradiciones, entre otras) se “encarna” en cada una de las personas, sean varones, mujeres, o LGBTT+, cuyas exclusiones se muestran en términos de desbalances e inequidades de poder (de poder hacer / poder tener / poder decir); en suma, de “poder poder” como advertía Celia Amorós en los ´80. Por eso, otro de los rasgos fundamentales del feminismo en América Latina es que, sin desconocer, olvidar o desmerecer los aportes teóricos de las feministas históricas y hegemónicas, su reflexión nace y se basa en “lo concreto”; en sus propias experiencias. Es decir, se trata de un “conocimiento situado” que nace de las condiciones de la propia existencia (Haraway, 1993: 115-144). Porque en ese locus se inscriben las mujeres como una categoría política que se articula en localizaciones precisas, se constituye en materialidades concretas, y conserva memorias históricas de múltiples subordinaciones. La diversidad de esas experiencias contribuye a labrar una mirada emancipadora que abarca tanto a los Derechos (con su marco liberal de enunciación) como a la construcción de una sujeto que ―parafraseando a J. P. Sartre― pueda pensarse libre para poder llegar a serlo. Porque las sujetos subalternizadas exigen ante todo una autopercepción de sí que se afirme en sus deseos, sus necesidades y sus posibilidades reales de concreción a fin de elaborar las estrategias de acción que se requieran.

Por eso, los feminismos de Latinoamérica analizan su situación ―la que viven y padecen― para producir nuevas interpretaciones cuya perspectiva, como propuesta epistémica, aporta nuevas categorías de análisis. Esa fusión ―feminista, étnica, de clase, decolonial y poscolonial― genera no sólo “conocimientos situados” sino un profundo horizonte de sentido que enmarca las realidades vitales en las que están inmersas las mujeres (y eventualmente todas las personas feminizadas). No se pretende por tanto una mirada “objetiva” ―actualmente tan cuestionada― sino entender, ordenar, estructurar y dar a su realidad un sentido propio.

Desde ese punto de mira, y como sostienen muchas activistas e investigadoras, en tanto pensamiento político y movimientos sociales, los distintos feminismos de América Latina oscilan entre los reclamos de igualdad de derechos y de reconocimiento, por un lado, y la formulación de importantes críticas al modelo de la democracia liberal, el capitalismo, la matriz colonial, la heterosexualidad obligatoria y los sistemas de organización social construidos sobre la base de jerarquías y estrategias excluyentes, por el otro (Follegati, 2018: 55-81). He ahí que otro rasgo del feminismo de América latina sea la ampliación de los contextos de denuncia y reclamo centrados en las mujeres pero tomando en cuenta el marco político-social y económico en el que viven y actúan. Así, dialogan e intercambian propuestas con otros movimientos sociales, en coincidencia con un objetivo primordial: deconstruir y dislocar las múltiples matrices de opresión que se intersectan y se potencian (Ribeiro, 2023). Porque la opresión de sexo-género se consolida y reafirma junto con otras estructuras de opresión: sobre todo el racismo y el clasismo. Es decir, en América Latina, y en toda sociedad multicultural y multirracial, para que una democracia sea inclusiva y realmente democrática, no solo se deben tomar en cuenta y desmantelar las estructuras ancestrales de subordinación de las mujeres, sino que también debe hacerse otro tanto con las estructuras de subordinación y exclusión racial, religiosa, económica, como las más relevantes (Cadahia, 2022: 12-35).

Porque “igualdad” como advirtió en su momento Joan Scot es ante todo “igualdad ante la ley” o “igualdad de derechos”; no es ni homologación, ni copia, ni réplica o conceptos semejantes. (Scot, 1993: 17-50; Santa Cruz, 1992: 145-152). La “igualdad” no es sustantiva, sino formal. Los países de América Latina originariamente la entendieron así en el marco del universalismo ilustrado. Pero dado que continuaban las inequidades de hecho, la disconformidad y el desaliento ganaron terreno. La postmodernidad con su análisis material de las relaciones de poder hizo el resto, de modo ―me atrevería a decir― directamente proporcional a las injusticias padecidas, la solidez y la memoria de las tradiciones, la añoranza inducida del “paraíso perdido” y la fuerza hegemónica de las nuevas conceptualizaciones con sus promesas e incumplimientos.

En suma, como descendientes díscolas de las reglas cartesianas del método, las mujeres de América Latina no afirman ni aceptan nada que provenga de principios de autoridad o de saberes hegemónicos externos acríticamente establecidos o impuestos. Antes bien, examinan los modos y las circunstancias en las que ellas mismas se encuentran, las interferencias históricas y actuales a sus libertades y derechos, la supervivencia de los discursos de odio o de minusvaloración que las rodean y los preconceptos que limitan e interfieren en la comprensión e inscripción socio-geopolítica de sus derechos. Surgen de ese modo múltiples actitudes y críticas alternativas; nuevas formas de acceder al conocimiento aportando categorías que desvelan otras estructuras de poder excluyente y propuestas de transformación social. Afloran las viejas tradiciones que no se acallan, donde las reformas legales tendientes a la igualdad ―tan necesarias como son― suelen con frecuencia establecerse de modo lento, deficitario e inestable en el marco de frecuentes y tumultuosos cambios políticos, legales y sociales. Por eso la autogestión feminista es tan intensa. Acechada por una frecuente inestabilidad económica y política, la mirada crítica de los feminismos de América latina ofrece elementos fundamentales para desarrollar aproximaciones analíticas y prácticas que favorecen la incorporación de debates y propuestas tendientes a lograr cambios sociales progresistas y profundos. Las intersecciones de clase, sexo, género, raza, etnia, edad, nacionalidad y sexualidad no son datos menores y tienden a entrecruzarse en cada situación de modo aleatorio bajo la figura de “equilibrio instable”, en el que la flexibilidad juega un papel destacado.

La mayoría de las feministas coincide en señalar que para analizar situaciones concretas es necesario despejar antes varios “mitos”, por ejemplo, el de la igualdad democrática, y tomar conciencia de qué significa ser no-blanca, no-urbana, no-alfabetizada, pertenecer a un país no-hegemónico (Vásquez-Padilla y Hernández-Reyes, 2020, 1-17) y estar inscripta en una sociedad cuyas estructuras son mayormente excluyentes de hecho para las mujeres que no encuadran en las categorías normalizadas. Porque precisamente dichas categorías son las que generan una igualdad natural previa a los reclamos de derechos y las necesidades de las poblaciones en general y de las mujeres en particular. Es lo que Nancy Fraser y Rahel Jaggi denominan condiciones no económicas de fondo (Fraser y Jaeggi, 2018). Si bien en algunos países de América Latina la población blanca urbana es mayoría ―Argentina, Chile, Uruguay, Costa Rica, Cuba, por ejemplo―, en otros, la población mestiza y aún la originaria y la “negra” son más numerosas. Por ejemplo en Ecuador los pueblos originarios de diversas etnias superan ampliamente a la población blanca y a la mestiza juntas, y constituyen aproximadamente el 71% de su población. Y esto no remite sólo al color de la piel o a una etnografía colonial. Remite fundamentalmente a la necesidad de brindar el reconocimiento identitario que esas poblaciones reclaman, en tanto les resultan ajenas ciertas agendas de derechos elaborados sin tener en consideración sus voces y sus necesidades (Pozo, 2010). Dando cuenta de esta tensión, la costarricense Montserrat Sagot señala con sagacidad y valentía que en América Latina la violencia es el tema urgente del feminismo de hoy (Sagot, 2024: 73-94 y 85-98). En la región más desigual del planeta en términos de distribución de riqueza, donde más del 55% de la población vive en situación de pobreza y más del 30% en la de pobreza extrema, con tasas que ―como en Honduras― ascienden aproximadamente al 70% de su población, la primera violencia ―afirma Sagot― es la desnutrición crónica de mujeres y niño/as, una de las bases más potentes de las actuales migraciones masivas hacia el norte. La otra son las guerras. (SJR, 2025; Lipszyc, 2005: 1-15; Lipszyc y Zurutuza, 2010). Por eso, siguiendo las aportaciones teóricas de la necropolítica de Achille Mbembé o la concepción de nuda vita de Giorgio Agamben, Sagot concluye que los cuerpos de esas mujeres y niñas ―sus vidas mismas― son desechables, descartables, superfluos. Con cifras contundentes denuncia lo que denomina “desechabilidad tácita de los cuerpos femeninos”/…/ “expulsados de la categoría de humanos y [que] se convierten en sub-vidas” por desnutrición crónica y anemia (Sagot, 2024: 374ss.). Poblaciones originarias enteras van disminuyendo de tamaño y de capacidades intelectuales como resultado de generaciones de hambre y de falta de alimentos proteínicos. Por eso, Sagot concluye que la política de la muerte y la política del género van de la mano. En ese marco tan desolador, Sagot sentencia que leyes como la de matrimonio igualitario de Argentina (sancionada el 15 de julio de 2010), la ley de identidad autoasumida (promulgada en mayo 23 de 2012 en el mismo país) o la resolución de la Corte Suprema de Brasil que autorizó en 2018 que las personas transgénero y transexuales pudieran cambiar su nombre y su género en el registro civil sin necesidad de evaluación médica o psicológica, constituyen logros extemporáneos de feminismos burgueses y urbanos (Vergés, 2027). Estos Derechos, alcanzados en tiempos relativamente recientes, están altamente cuestionados por las políticas de la actualmente denominada “nueva derecha”.

Lo dicho muestra crudamente las grandes diferencias que rigen a los países de América Latina, incluso internamente, y plantea una tensión que no puede obviarse. La pregunta es: ¿Se debe esperar a que algunas regiones superen los problemas de violencia extrema que las aquejan, el hambre y las migraciones, para que otras regiones avancen en legislaciones reclamadas por sus poblaciones, sobre todo urbanas? Así planteada la cuestión desnuda una lógica binaria excluyente y que de alguna manera oscurece la multidimensionalidad de ese y otros temas vinculados a los derechos de las mujeres y las sexodisidencias. Por lo general, sin llegarse a una unificación absoluta de criterios se prefiere una mirada amplia e inclusivista.

Por otro lado, mucho se ha hecho para hacer visible esa violencia, desglosándola de la situación de “condiciones naturales” en la que venía envuelta. Mucho falta aún por hacer, no solo en el orden legal, sino fundamentalmente en el político y socio-vincular. Cuestiones sumamente complejas como el bagaje cultural, el idiomático, la religiosidad sincrética, la ruralidad, el racismo y la opción sexual entre otros, convergen en situaciones concretas de exclusión. De ahí la relevancia de la noción de interseccionalidad, tal como la ha desarrollado la colombiana Mara Viveros Vigoya, adoptada por muchas mujeres latinoamericanas, cuestión sobre la que no me extenderé en esta oportunidad[1].

Enmarcados en complejas tensiones como las que acabamos de perfilar, los feminismos de América Latina se construyen como vías culturales alternativas. Intentan establecer una visión del mundo que rompa las polarizaciones binarias jerarquizadas y denuncie las propuestas homogeneizadoras y los enfoques reduccionistas, iluminando los feminismos de nuestramérica; de Ñamérica en la lúcida denominación de Martín Caparrós: la América que guarda en su identidad la letra “Ñ” (Caparróz, 2021).

Sea como fuere se impuso la denominación de perspectiva interseccional, poniendo de relieve que en la historia misma de los reclamos de las mujeres siempre se reconoció un entrecruzamiento de estructuras, con clara sensibilidad de cómo en mayor o menor medida inciden en los niveles de exclusión, discriminación, subordinación, opresión y/o violencia. De hecho, las políticas de la identidad se consolidaron a partir de una mirada que resta potencia a las categorías formales y vacías ilustradas vinculadas a la ciudadanía y a la Ley, entendidas como universales. Fácticamente, en la casi la totalidad de casos rurales es imposible implementar “la igualdad ante la ley” o el acceso mismo a la Ley. Varias circunstancias contribuyen a ello: la extensión territorial, la ausencia de instituciones adecuadas y/o funcionarios específicos, la desidia política, el analfabetismo de las poblaciones, el rechazo tácito a las formas organizacionales modernas, etc. Además, “Los Derechos” enunciados en términos formales sin políticas que los fomenten y los avalen caen en letra muerta debido a las condiciones fácticas que impiden su real ejercicio. Esto es así fundamentalmente por razones económicas, pero también por cuestiones históricas y ético-culturales. “Igualdades formales / exclusiones materiales” sería una buena síntesis de la situación general de la mayoría de las mujeres (y otros excluidos) en América Latina. Dada la materialidad de las exclusiones y la real carencia de derechos, además del sexismo, el racismo y el clasismo, la exclusión económica ocupa el primer lugar en el catálogo de estructuras excluyentes. De ahí el énfasis de Sagot, entre otras, en esa cuestión.

En cambio, en sociedades tendientes desde hace siglos a la homogeneización de su población, como sucede en muchos países de Europa ―por expulsiones masivas, masacres, genocidios, guerras de protección de fronteras, emigraciones― la variable de etno-raza es básicamente aleatoria respecto de la de género, salvo posiciones ideológicas bien conocidas. Aún así, actualmente la masiva migración africana está modificando social, económica y demográficamente el panorama, aunque su población sigue siendo mayormente caucásica y la dinámica poblacional un fenómeno relativamente reciente, que comienza a afrontar desafíos que, como en América Latina, tramita generando categorías comprensivas novedosas no siempre inclusivistas.

Hasta mediados de la década de los ‘70 y ‘80, los movimientos sociales en general y los de las mujeres en especial estuvieron dominados por la idea de una justicia distributiva en términos económicos, denunciando la menor recompensa salarial a las mujeres, la gratuidad del trabajo doméstico, las tareas de cuidado y la preservación del medio ambiente en las zonas rurales y su conocimiento e implementación de plantas medicinales nativas. De la mano del progresismo y de importantes reformulaciones marxistas y socialistas, se instó a exigir la redistribución de algunos tipos de bienes. Entre los bienes básicos se incluyó (de modo desparejo y según las circunstancias de cada país) la igualdad de derechos de las mujeres, sus libertades, su acceso a recursos y utilidades y la promoción de sus capacidades, atendiendo a propuestas diversas. En la década de los ´70, ese tipo de acciones promovió ―al menos ese era su objetivo― que todas las ciudadanas tuvieran las mismas oportunidades para llevar adelante una vida digna en sociedades cuyas democracias se habían recuperado recientemente y aún eran frágiles. Isabel Larguía fue una de las representantes más reconocidas de esa izquierda, pero no la única (Larguía y Dumoulin, 1976; Femenías y Bolla, 2029: 91-105). Ana Lau Jaiven, por su parte, examinó cómo La Unión Nacional de Mujeres Mexicanas desde su creación y a lo largo de su trayectoria enfrentó un accionar problemático dada la compleja relación existente entre la izquierda y el feminismo (Lau Jaiven, 2014: 165-185). Actualmente se expanden distintas concepciones del Feminismo Materialista Francés (Femenías y Bolla, 2019). Sea como fuere, la justicia distributiva debía hacer abstracción de las diferencias a fin de reconocer a todas las mujeres en su igual dignidad.

Sin embargo, a partir de los años noventa, la categoría de justicia fue desplazada lentamente por la de reconocimiento. Este concepto se hizo eco de las nuevas formas que tomaron las luchas sociales, a partir de los reclamos de diversos grupos emergentes: los colectivos LGBTT+, las mujeres originarias o aborígenes, las migrantes (internas y externas), las mujeres “negras”, entre otros. Todos estos colectivos ganaron visibilidad ocupando el espacio público. Sin dejar de lado sus demandas redistributivas, exigieron reconocimiento identitario público y diferenciado. Esos reclamos se difundieron in extenso, e iniciaron activamente su lucha por el reconocimiento de identidades específicas (Femenías, 2007). Al mismo tiempo, grupos de mujeres originarias o autóctonas elaboraron una autocomprensión positiva de sus propias identidades, antes minusvaloradas, enarbolando valores éticos como la solidaridad grupal, el concepto de vida buena, el respeto a las tradiciones, a la vida, a los lazos familiares, al cuidado, a la protección del medioambiente, y a la visibilización del conjunto de tareas no remuneradas que llevaban a cabo las mujeres en colectividades no-urbanas (Tzul Tzul, s/f; Tzul Tzul, 2011) en Femenías y Sosa Rossi (2011: 101-115) Se despliegan así dos formas de reconocimiento: por un lado el de sus derechos a la no discriminación de clase, etnia, cultura o grupo social, ligado a la igualdad de derechos básicos reconocidos y guiadas por los principios universales de justicia. Por otro lado, la estima de sí con la recuperación de sus historias y sus memorias ancestrales, recreadas en Talleres de Historia Oral (THOA) como los de la boliviana Silvia Rivera Cusicanqui (Rivera Cusicanqui, 1987: 49-64) o de sanación de la violencia sufrida como los de la mexicana Rosalva Aída Hernández Castillo (Hernández Castillo, 1988). En todos los casos se rescataron historias de desplazamientos forzados, de pérdida de tierras y lazos familiares, de saberes ancestrales y hasta de lenguas autóctonas debido, por lo general, a violencias narco, insurgentes, militar y paramilitar.

Mientras que la primera forma de reconocimiento hace abstracción de las diferencias, porque busca que se respete la dignidad de cada mujer qua tal, la segunda favorece la estima de sí, entendida como la memoria y la confianza en cada una de las mujeres de su comunidad, primariamente en contextos no-urbanos y/o en grupos menos occidentalizados. Así las cosas, estas últimas exigencias no apuntan a la igualación de las condiciones sociomateriales de la vida, sino a la protección de la integridad de los diversos modos de vida tradicionales o idiosincráticos, incluyendo las lenguas nativas y los usos y costumbres ancestrales. Si bien suele considerarse que es necesario tener en cuenta ambas formas de reconocimiento y bogar por el cumplimiento de los derechos formales modernos, los debates sobre la cuestión han sido y siguen siendo numerosos e intensos, llegando a promover fracturas importantes a nivel académico, socio-político y en el movimiento de mujeres. Actitudes más moderadas recuperan contribuciones como las nociones de vida buena, el valor de la identidad, la tenencia colectiva de las tierras, y el respeto por el pluralismo, sin privilegiar unas culturas sobre otras, y respetando el principio de igual trato y de escucha (Femenías y Vidiella, 2027: 23-46). El reconocimiento de la multiculturalidad en las respectivas constituciones es importante para encarar vías de negociación ante los conflictos étnico-culturales, bélicos y de sexo-género. También es fundamental para la construcción de una sociedad más respetuosa, inclusiva y equitativa. La apuesta por políticas públicas que promocionen los derechos de las mujeres y su educación es fundamental y constituye un verdadero desafío a la resistencia de algunos grupos de poder que prefieren no modificar sus prácticas consuetudinarias.

En esta línea, Colombia es el país cuya Constitución multicultural está más elaborada.

En efecto, la Constitución Política de Colombia data de 1991 y reconoce que el país es una nación multicultural y plurirracial. Establece además que el Estado debe proteger y reconocer la diversidad étnica, cultural y lingüística, imponiéndole además la responsabilidad de velar por la no-discriminación y la no-marginalización de sus habitantes, atendiendo a cuestiones de sexo-género y de etnorraza. La participación de tres delegados indígenas en la Asamblea Nacional Constituyente fue el resultado de la movilización masiva de los pueblos indígenas, de los que coexisten más de 100 grupos identitarios y lingüísticos, además de la población “negra” y la mestiza. Esta diversidad puede dar una somera idea de las dificultades fácticas que deben enfrentarse para llegar a acuerdos en los conflictos socio-legales, el reconocimiento de las diferencias, la implementación de los derechos liberales nacidos del pensamiento moderno-europeo, y la construcción de una sociedad respetuosa de las diferencias que a la vez destierre (o tienda a desterrar) algunas prácticas en contradicción con los DDHH de las mujeres en una sociedad moderna.

En esta línea cabe la Constitución Política del Estado de Bolivia, que fue promulgada en 2009, y aprobada por referéndum popular ese mismo año. Establece que Bolivia es un Estado pluricultural, plurilingüístico, con 36 lenguas indígenas declaradas oficiales además del español. Se respeta así la pluralidad política, económica, jurídica, cultural y lingüística, y se crean canales de comunicación entre las diversas naciones aborígenes, sus economías, sus estructuras sociales y culturales y las instituciones del Estado moderno. La promoción de los derechos de las mujeres fue un tema de arduo debate ya que en algunas poblaciones originarias las mujeres tenían más o diferentes derechos de los que ofrecía la sociedad moderna y su Constitución. Muy bien lo analizan Silvia Rivera Cusicanqui, Rosana Barragán y Verushka Alvízuri, entre otras (Rivera Cusicanqui, 1996, 2018; Rivera Cusicanqui y Barragán, 1997; Alvizuri, 2009).

También se reconoce pluricultural Costa Rica desde 2015, cuando se reformó su Constitución Política para establecer el carácter multiétnico y pluricultural del país, en tanto conviven personas de orígenes autóctonos y foráneos de etnias diversas. Otro tanto sucede en Venezuela. La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999 establece que es un Estado multiétnico y pluricultural, y que los pueblos indígenas tienen derecho a su propia identidad cultural, a sus lenguas, a sus tradiciones y a sus formas de organización social. La lengua oficial, como en Costa Rica o El Salvador, es el español y las lenguas aborígenes tienen legalidad sólo en sus propios territorios. No obstante se las considera patrimonio cultural, objeto de preservación, difusión y respeto. Otro tanto sucede, por ejemplo, en Nicaragua, México, Ecuador, o Perú que también se reconocen como Estados pluriculturales.

En cambio, otros países, como Argentina o Chile, no se consideran pluriculturales a pesar de contar con una importante población originaria. Sólo aceptan el español como lengua oficial y un único sistema legal plasmado según sus respectivas constituciones liberales. En consecuencia, algunos grupos étnicos, como los Mapuche, presentan en ambos países constantes reclamos por su reconocimiento identitario, lingüístico y la devolución de sus tierras ancestrales, las que se extienden a ambos lados de la frontera actual.

Este brevísimo panorama da cuenta de la complejidad de suponer un sustrato poblacional homogéneo. Incluso, algunos pueblos originarios no manejan aún el español, y en aquellos que sí lo hablan puede suceder que no lo hagan todos sus miembros, y un representante (jefe/a, cacique/cacica, sacerdote, chamán, etc.) sea el/la encargado o encargada de traducir reclamos y/o necesidades de su grupo. De ahí la clara preeminencia de las cuestiones de etnia por sobre las de sexo-género.

Por su parte, una dificultad no menor es preguntarse cuáles son los límites del reconocimiento: qué puede y debe reconocerse, bajo qué criterios y con qué autoridad legal y legítima se establecen. En este como en tantos otros temas que vinculan a las mujeres y a los niño/as cada país ha encarado sus propias políticas públicas, muchas veces resistidas incluso por sus propias beneficiarias.

Sea como fuere, lo cierto es que en el Segundo Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, realizado en Lima (Perú) en 1983, se denunció el racismo implícito en los debates políticos liderados por feministas blancas, por lo general pertenecientes a clases medias urbanas. Si bien se hablaba en nombre del universal mujer, las mujeres reales de los colectivos “negros”, “originarios”, “indígenas” o “mestizos” carecían de palabra autorizada para expresar sus propias dificultades, necesidades y dilemas. Esa denuncia promovió marcos teóricos que desarmaran (deconstruyeran) esquemas jerárquicos de poder más allá de la dupla varón/mujer para señalar y denunciar su convergencia con otras estructuras de opresión-exclusión.

Más adelante, las corrientes deudoras del giro lingüístico y de la posmodernidad rápidamente adoptaron la noción de interseccionalidad y la adecuaron a sus respectivas situaciones materiales en las que consustancialmente convergían clase, etnia, sexo, género, religión, nivel educativo (centrado en el dominio del español), como las más relevantes, agregando algunas teóricas la ruralidad (Viveros Vigoya, 2016: 1-15). Para analizar situaciones concretas ―por ejemplo de exclusión, acoso o violencia incluida la institucional― se consideró necesario tomar en cuenta que en todos los casos convergen varias estructuras excluyentes. Por tanto, es preciso prestar mucha atención a todas ellas y determinar la dominante en cada ocasión, a sabiendas de que se trata de intersecciones dinámicas y abiertas. Las categorías confluyentes suelen imponerse siguiendo activamente un conjunto de factores individuales, colectivos e institucionales entrecruzados, que deben examinarse según sus diversos grados de incidencia y desarrollos teóricos y empíricos situados y generalizables.

Algunas feministas valoran los aspectos estructurales de la confluencia de opresiones y su articulación entorno a la categoría de sexo-género como prioritaria. Otras, por lo general más influenciadas por el pensamiento postmoderno, defienden la vaguedad de la perspectiva interseccional porque ―sostienen― favorece la reunión de diversos sentidos de la noción de diferencia, alejándose de lo que consideran una actitud homologadora. Lo cierto es que los sistemas de poder que producen, organizan y mantienen desigualdades responden a procesos macrosociales en los que se entretejen los diversos sistemas de opresión (Lugones, 2005: 61-76). Denunciar el sexismo/racismo es fundamental porque, parafraseando a Ribeiro, el silencio es complicidad.

Precisamente los procesos de cambio social afectan a las mujeres en general y a las pobres, indígenas, negras y mestizas en particular. El concepto mismo de “mestizaje” ―de herencia colonial― elaborado y adoptado por algunas autoras como pivote de la sociedad latinoamericana contribuye a una expresión amplia de su identidad cultural (Femenías, 2020: 71-96). Involucra enfrentar a la vez las estructuras opresivas de clase, sexo, raza u origen socio-racial, y rescata como positivo uno de los rasgos fundamentales de la identidad cultural latinoamericana: un sistema solidario de valores, producto de todas sus herencias culturales conjugadas a fin de revertir los desequilibrios de poder entre los centros hegemónicos y las periferias.

En el vaivén entre uno y otro polo, las mujeres racializadas van labrando sus propios caminos: no solo a través de las estructuras patriarcales sino también de la falta de sensibilidad etno-racial de muchas feministas. Desnaturalizar los lugares a los que acceden las mujeres de la población negra, aborigen o mestiza supone deconstruir estereotipos y jerarquizaciones. Pero sobretodo invita a escuchar sus voces antes de considerar sus problemáticas como afines a las de las mujeres blancas y urbanas. Esta actitud alienta un diálogo horizontal, complejo y fructífero (Sciortino, 2021; Bidaseca, 2019; Femenías y Vidiella, 2017: 25-44). Precisamente una de las bases de los feminismos comunitarios se vincula a esta escucha, a la recuperación positiva de las raíces culturales, al fortalecimiento de la autonomía y a la reparación de las diversas situaciones de violencia. Deconstruir estereotipos conlleva a la autoafirmación de sí, sin que se la deba entender como un mero análisis introspectivo concentrado en una narración individual de la identidad. Por el contrario, supone el relevamiento y la denuncia de los preconceptos que inscriben a las mujeres en ciertos espacios regidos por desigualdades estructurales convergentes. Se invita a reconocer identidades múltiples, fluidas y atravesamientos de poder en un esfuerzo por deconstruir categorías normalizadoras, rígidas y homogeneizantes. De ese modo se ilumina la multidimensionalidad de la experiencia de las mujeres en general, y de las racializadas en particular, revelando procesos de subordinación, opresión y marginalidad; todos mucho más complejos de lo que las miradas monocausales suponen. De este modo, se abre también espacio a la sexualidad y el género, y al conjunto de variables que inscriben las múltiples maneras de ser-mujer en situación. En los últimos años esta perspectiva ha ganado visibilidad y capacidad explicativa, sobre todo respecto de cuestiones vinculadas a la violencia contra las mujeres.

Muchas corrientes y aportes están quedando fuera de este artículo. No he mencionado ni los desarrollos centrados en la identidad sexual, ni en la teoría queer, y tampoco me he referido ampliamente a las teorías sobre los complejos problemas de violencia que se desarrollan en América Latina, sea individual, grupal o institucional. Muchas veces esa violencia, el feminicidio y/o las violaciones, están inducidas por el narco-tráfico, como en ciudad Juárez (Monárrez Fragoso, 2000, 2006: 429-445, 2009; Lagarde, 2005). Pero también ocurre en las marchas migratorias hacia el norte y en los desplazamientos masivos de población femenina que provocan ciertos grupos insurgentes o de poder, ávidos por ocupar sus tierras. También hay violencia militar, paramilitar y militar en las denominadas “guerras de baja intensidad” (Klare y Kornblush, 1990), en las múltiples formas de tráfico de mujeres y niñas, y en el marco de las sangrientas dictaduras que aquejan y han aquejado al continente y el Caribe. Falta mucho por hacer; hay casos desgarradores que reparar urgentemente y muchos derechos que consolidar para fortalecer democracias inclusivas que respeten los Derechos en general y los de mujeres y las sexodisidencias en particular. Claro está que en esta época de empeoramiento y regresión de las condiciones sociales y solidarias, se trata de una tarea titánica.

Ya casi cerrando este artículo me interesa recoger la acción positiva de los denominados feminismos comunitarios, propios de América Latina. Una gran variedad de grupos no institucionales se destacan en actividades de reivindicación y defensa de los derechos de las mujeres y las niñas, de reparación y, como lo enuncian algunas activistas, de sanación. Son grupos que van más allá de las políticas de Estado (ahí donde las hay), y de las ONG’s, y han cobrado visibilidad recientemente, cambiando el perfil y las estrategias feministas de toda América Latina (Muñoz Rodríguez, 2017: 258-272). Su objetivo es visibilizar necesidades, sostener derechos, legitimar reclamos pero sobre todo procurar vías de reparación de múltiples heridas físicas y psicológicas. Estas mujeres, muchas veces invisibles, trabajan a partir de las creencias y del sustrato simbólico de sus propias comunidades; están atravesadas por la etnia, el sexo-género, la clase social, las memorias ancestrales, la ruralidad y la voluntad solidaria de sanar la vida.

La comunidad es la base de su propuesta política: la comparan con un cuerpo donde una mitad son varones, otras mujeres, y en el medio están las personas intersexuales, reconocidas como tales en casi toda la imaginaría latinoamericana. Por ello, lejos de dividir la comunidad, el feminismo comunitario enfrenta al sistema patriarcal, tanto moderno como autóctono. Si bien las versiones romantizadas de los pueblos originarios suponen la no existencia de relaciones jerárquicas entre los sexos, investigadoras como Rivera Cusicanqui, Zalaquett Aquea y Alvisturi, entre otras, argumentan sólidamente que las había, aunque fueran diversas a las europeas. En general, y parafraseando a Foucault, que invierte el dictum platónico, consideran que el género es la cárcel del cuerpo, aunque en general, la cárcel masculina se considera más valiosa que la femenina; no obstante afirman que ambas son cárceles. Por eso instan a los varones a organizarse para luchar contra el machismo, la pedofilia, las violaciones iniciáticas, la burla y la degradación de las mujeres y unirse a ellas en acciones despatriarcalizadoras (Zalaquett, 2015: 54).

La lista de feminismos comunitarios es extensa aunque sólo voy a mencionar uno de ellos. Me refiero al que lidera la feminista comunitaria y activista Lorena Cabnal. Cabnal es cofundadora del Movimiento Feminista Comunitario-territorial de Guatemala y de la Red de Sanadoras Ancestrales del Feminismo Comunitario (Cabnal, 2017: 98-102). De origen maya, debido a la Guerra Interna ―una suerte de guerra civil entre 1960-1996, considerada de baja intensidad, su familia fue desplazada forzosamente de sus tierras, tal como le sucedió a muchísimas otras. La violencia bélica sumada a la intrafamiliar ―que incluyó los abusos sexuales de su padre― formaron parte de su vida cotidiana hasta que huyó de su casa a los 15 años (Cabnal, 2020, 2019, 2016). Estudió medicina transfusional, se vinculó con académicas que le transmitieron una mirada social y antropológica enriquecida de los pueblos indígenas y, con ese bagaje, comenzó a trabajar contra la violencia sexual. Apelando a la imaginería maya se definió como sanadora e hija de la cosmología maya xinca, analogando cuerpo-territorio. Por eso a la par que defendía su territorio ancestral de los transgénicos y de los deshechos tóxicos, se defendió y defendió a las mujeres de su comunidad de la violencia machista, bélica e institucional. Configuró así una suerte de ecofeminismo activo de raíz indigenista, que las mujeres campesinas defienden. En territorios en los que el Estado no ha resuelto las consecuencias de las guerras (a veces ni las guerras mismas), lugares empobrecidos que están lejos de los Acuerdos de Paz, Cabnal recupera, junto con otras mujeres de su comunidad, su historia-memoria ancestral y se rebela contra las opresiones del despojo, el saqueo y las múltiples violencias contra sus cuerpos. En el marco de lo que suele denominarse ethno-ciencia, relativamente ajena al bagaje cultural de Occidente, a sus símbolos y a sus psicologías, estas mujeres operan como referentes comunitarios de la resistencia. Rememoran la lucha de sus abuelas y bisabuelas contra la dominación colonial, la ocupación territorial de sus poblados y, del mismo modo, los desplazamientos y ocupaciones actuales de sus tierras de cultivo para producir otros no-nativos y no-alimenticios, pero rentables y fácilmente exportables a EEUU y Europa. Se colocan así en la primera línea de ataque contra el cultivo de drogas, para defender la vida y la biodiversidad de sus territorios. Apelan a acciones visibles y simbólicas, públicas y no-públicas que mantienen unida a la comunidad y garantizan su supervivencia, la de sus lenguas y la de sus creencias, en un sincretismo propio y original. A este giro en la comprensión del entorno, la guarda de sus memorias y la reparación de la violencia histórica situada, Cabnal lo denomina pensamiento epistémico de las mujeres indígenas feministas comunitarias (Ruano Ibarra, 2019). Se basa en la reivindicación de las ceremonias y la cosmovisión religiosa indígena maya-xinca, así como en la recuperación del territorio/cuerpo. Esas mujeres buscan reivindicarse y reapropiarse de su voz ante todos los patriarcados, fundamentalmente los violentos, pero también frente a muchas mujeres blancas que desestiman sus necesidades y/o ignoran sus voces. En consecuencia cuestionan tanto la cosmogonía del mundo ancestral y el lugar que les reserva, como la heteronormatividad y los mandatos occidentales que caen sobre las mujeres.

Cabnal remonta el comienzo de la violencia y la opresión a la conquista y la colonización, pero reconoce que algunos hombres indígenas [son] machistas, y que existió un patriarcado previo a la conquista y la colonización. Precisamente su grupo comunitario, al igual que otros, está tratando de cambiarlo. Queda claro nuevamente la prevalencia de la etnia sobre el sexo-género y la denuncia de la violencia histórica sobre los grupos indígenas, la que anteponen a la violencia sexual y de género. No obstante, reconociendo que el gobierno de su comunidad estaba formado por 357 varones y ninguna mujer y que además sólo existían guías espirituales varones, Cabnal impulsó un fuerte cuestionamiento a tal organización y junto con un grupo de mujeres inauguró el feminismo comunitario territorial. En una entrevista que le realizó Karen Santiago, en 2018, Cabnal afirmó:

 

“Somatizamos mucho la indignación. Y ser feminista no es fácil: Si 24 horas estuviéramos despiertas, 24 horas estuviéramos indignadas… ¿Cómo hacemos para que nuestro organismo tenga la energía necesaria para ir movilizando cargas de indignación, de rabia, de vergüenza, de duelo, de mucha impotencia ante las múltiples formas de opresión que tenemos cotidianamente?” (Santiago, 2018).

 

La entrevistadora comenta que, movida por tal indignación, Lorena Cabnal reivindica los Derechos Humanos de las mujeres guatemaltecas que están en pie de guerra por la defensa de sí y de su territorio. Pero no sólo eso, respeta la biodiversidad y reconoce las luchas de todas las mujeres en diferentes partes del mundo. Porque esa indignación ante la violencia y la exclusión se cura con acción feminista territorial en defensa de sus territorios-cuerpo-Tierra reparando las huellas de las múltiples violencias sufridas (Saíz y Sulé, 2020).

Desafortunadamente, es imposible dar cuenta de todas las derivas especificas que las mujeres han producido a partir del entrecruzamiento de su experiencia y sus expertises con la categoría de género y los activismos correspondientes: Historia, Ética, Derecho, Arquitectura, Teoría de la Democracia y la Ciudadanía, Trabajo Social, Biología, Estética, Psicología, Epistemología, Sociología, Filosofía, Ciencias duras, Vida cotidiana, Medicina, Economía y Buen Vivir son sólo algunos de esos campos en los que las mujeres han contribuido a hacer visible, enriquecer y profundizar el mapa del acervo humano en aras de un mundo más justo y vivible para todos/as/es. Las pinceladas previas sólo han esbozado algunas de sus líneas más relevantes.

 

 

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[1] Me refiero al artículo de Viveros Vigoya (2016) que analizo extensamente en Femenías (2023: 162-176).