Nueva
revisión a los feminismos de América Latina
A new revisión to Latin
America feminisms
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María Luisa Femenías |
|
UNLP-UBA - Argentina |
Resumen
El feminismo de América
Latina puede identificarse con claridad desde medianos del siglo XIX. En este
artículo sólo recorreremos sus aportes más significativos a partir de las
décadas del 80 y 90 del siglo XX, cuando las Universidades estabilizaron la
noción de “género” y comenzaron a constituir áreas de investigación
sistemáticas sobre los derechos de las mujeres y las disidencias. Ante la imposibilidad
de abarcar todas sus corrientes, este artículo recupera entre sus logros más
significativos la redefinición de la noción de interseccionalidad y el
feminismo comunitario.
Palabras clave: América Latina, feminismos, género,
derechos, condiciones de existencia, violencia.
Abstract
Latin America Feminism can be clearly identified since middle XIXth Century. This article aims
to revise the most important contributions since the XX Century ´80 and ´90,
when Universities adopted the notions
of “gender” and started to organize investigations areas on Women
& Sexdisidents Rights.
As it is impossible to analyze all the trends,
this article is focoused on
the most important ones, such as intersectionality (Latin America Version)
and Communitarian Feminsm.
Keywords:
Latin America, feminisms, gender, rights, existence
conditions, violence.
Tierra de desigualdades, desde el siglo XIX todas las teorías
feministas y sus desarrollos tanto reflexivos como prácticos circulan en
América Latina como bien lo ha descrito la brasilera Claudia de Lima-Costa
(2005) en Femenías (2005: 189-214). Aún así, existen pocas
revisiones sistemáticas globales sobre la cuestión. Por lo general se
concentran en algún aspecto de la producción nacional o regional y tienden a
omitir el diálogo con otras corrientes o posturas teóricas y prácticas. No es
por cierto un rasgo ineludible aunque sí bastante constante, quizá en parte
alentado por la influencia de las teorías hegemónicas con las que todas las
investigaciones obligadamente se referencian, marcando las investigaciones
locales. Por
eso, el punto de mira de este artículo será ―a diferencia de otros que llevo
escritos― (Femenías, 2002; 2005; 2007; 2016; 2017;
2021) mostrar el contraste existente entre lo que denominaré (como explicaré
más adelante), un feminismo de raíz universalista y otro de raíz
post(de)colonial. Se trata de dos categorías extremadamente amplias que de modo
indicativo contienen
perspectivas y métodos heterogéneos, que incluyen muchos modos y estilos críticos,
creativos y notablemente interesantes en el marco de lo que hace años Celia
Amorós asumió como hermenéutica de la sospecha. Siempre se da respuesta a las
necesidades, exigencias y deseos de cada zona, recuperando los cuestionamientos
de los sectores más activos de la sociedad. Consideraré que la primera
categoría guarda una significativa impronta moderna alentada por el principio
de igualdad y el universalismo; en la segunda rige la crítica postmoderna y
post(de)colonial, haciendo hincapié en las “deudas” de la modernidad. De modo
muy somero, el primer grupo abarca básicamente (aunque no sólo) el feminismo
liberal, el materialista, y el socialista. El segundo, por su parte, se centra
(pero no sólo) en las diferencias llamando la atención sobre el racismo, los
grupos sexodisidentes, los comunitarismos,
las cosmovisiones de los pueblos autóctonos y la tradición post(de)colonial.
Dicho esto, exigencias fuera de mi alcance me obligan a limitar esta revisión a unos
ejes centrales de los desarrollos feministas en América Latina, de los que
además podré mencionar sólo a algunas de sus protagonistas más destacadas. Esto
a sabiendas de que la masa de mujeres comprometidas con la defensa de sus
derechos es inmensamente más amplia, activa y sólidamente afianzada en sus
diferentes estilos, tradiciones y necesidades (Schutte,
1998, Álvarez, 2002: 537-579, Gargallo, 2006, Barrancos, 2023).
Por algunas de las
razones expuestas ―y otras tantas fácilmente inferibles
a partir de las páginas que siguen―, me limitaré entonces a los desarrollos más
significativos del feminismo latinoamericano contemporáneo. Tomaré como fecha
estimativa de su inicio la década de los 80 y, en especial, los comienzos de
los 90, cuando nuestros feminismos en general adoptaron críticamente la noción de
“género” como categoría de análisis y se convirtieron en un campo activo en
todo el continente (Oliva, 2020; Gamba y Diz, 2021:
293-296, Schutte y Femenías,
2010). Como esbozaré más adelante, la deconstrucción del universal y los
análisis postmodernos, lo queer como campo de investigación, las
teorías de la post(de)colonialidad, y el acento
puesto en algunas nociones como “interseccionalidad” marcan el desarrollo de
las corrientes fundamentales de estos feminismos (destaco el plural).
Una producción tan vasta
como compleja aporta al debate el carácter activo de los procesos de cambio
social y contribuyen a la construcción de alternativas emancipadoras para las
mujeres en particular, pero también para las sociedades en general, haciendo
frente a los avances de los conservadurismos de diversa naturaleza que se manifiestan actualmente. Se marca así un rasgo básico del
feminismo en América Latina: su carácter de movimiento social activo y,
paralelamente, de pensamiento crítico con características propias según cada
país o región. Desde esa doble mirada se han deconstruido
saberes y poderes hegemónicos regidos aún, en muchas zonas, por la impronta
colonial de la subalternidad y se han construido espacios de resistencia,
polémica y crítica. Esta actitud general lleva a los feminismos a diseñar
alternativas ético-políticas propias frente a los modelos anglófonos
dominantes.
De hecho, como sostiene Cherie Zalaquett Aquea (2015:
209-257), es imposible pensar los procesos de democratización de la región sin
los aportes de las mujeres, tanto de las que no se identifican como feministas
como de las que específicamente enarbolan esa bandera. Cabe recordar la
actuación de “La Morada” en Chile, las “Madres del Dolor” en México, las
“Abuelas de Plaza de Mayo” en Argentina o las anónimas negociadoras en los
acuerdos de Paz en Colombia o Guatemala. En todos los países de la región, el
movimiento feminista y de mujeres defendió los DDHH, instaló en las agendas
políticas asuntos relativos a la igualdad de sexo-género, impulsó nuevas leyes
en defensa de Derechos, alentó el desarrollo de políticas públicas de acción
afirmativa e igualdad y promovió la transformación de las instituciones del
Estado, con importantes reformas en los respectivos sistemas legales. En suma,
su impronta es determinante para la construcción de la institucionalidad
democrática de la región, el reconocimiento de los derechos de las mujeres y
lo/as niño/as, la visibilización de la violencia contra las mujeres y las sexodisidencias, el racismo y las políticas económicas
basadas en el extractivismo y la contaminación. En
todos esos casos, las voces de las mujeres siguen siendo las que concitan más
confianza (Krzywicka y Martin, 2019: 13-17).
Aproximadamente hacia mediados del siglo XX, tras la obtención del
voto y de algunos derechos civiles en la mayoría de los países de América
Latina, se produjo una suerte de impasse,
y la población en general se concentró en la resistencia a las nuevas
dictaduras de la época. Paralelamente comenzó a abrirse paso la investigación y
la circulación de literatura escrita por mujeres, con desarrollo de conciencia
feminista, a veces con sensibilidad de clase y clara influencia de Virginia
Woolf y Simone de Beauvoir. Se difundió así una
interesante prosa introspectiva que retrataba su propia situación como mujeres,
reconociendo los privilegios de la esmerada cultura y las clases.
Ya superada la mitad del siglo XX y
avanzando en la década de los ‘60 y ‘70 los planteos feministas sobre la
necesidad de desarrollar políticas públicas que contribuyeran a la despatriarcalización
de las sociedades colaboró firmemente en la
desarticulación tanto de viejas estructuras políticas y conceptuales, basadas
en la subalternidad de las mujeres, como al mismo tiempo en la configuración de
nuevos sentidos y símbolos. Gracias a su estabilidad política y de “puertas
abiertas”, las mexicanas pudieron desarrollar con mayor solidez sus aportes
práctico-políticos y teóricos, al punto de ser las primeras en
institucionalizar los estudios de género en la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM), por impulso de la filósofa Graciela Hierro (Tapia González,
2017: 1-21; Femenías, 2019: 293-305).
En suma, para la época que más
propiamente nos ocupa, ya las mujeres habían obtenido derechos ciudadanos, la
libertad de administrar sus bienes y en algunos países la posibilidad de
disolver sus vínculos matrimoniales. Pionero en la implementación de la Ley de
divorcio fue Uruguay. En efecto, tan pronto como 1907, por la Ley N° 3.245, se
legalizó el divorcio absoluto en ese país, lo que no sólo permitía disolver el
vínculo matrimonial por mutuo consentimiento o por causas específicas, sino
también contraer nuevo matrimonio. México, por ejemplo, lo hizo en 1914,
entrando en vigencia al año siguiente. Las mujeres de otros países debieron
enfrentar mayor cantidad de escollos y resistencias políticas, sociales y
religiosas, en parte vinculadas a gobiernos dictatoriales. Incluso algunas
tuvieron que esperar hasta avanzada la década de los ’80 cuando nuevamente se
restauraran las democracias en sus países. En Argentina, por ejemplo, la ley de
divorcio vincular data de 1987 y en Chile de 2004, con reformas y
reformulaciones en los años subsiguientes.
La literatura escrita por mujeres, dirigida a un público amplio,
contribuyó a la concienciación de muchas de ellas en diferentes capas medias y
aún bajas de la sociedad en los países que contaban con importante
alfabetización de su población; lo que no es así en toda la región. El
feminismo en sus diferentes corrientes, algunas incipientes, elaboró propuestas
teóricas críticas fundamentalmente sobre las relaciones de poder entre los
sexos, y en algunas zonas entre las etnias. Es decir, no sólo respecto de las
clases sociales (especialmente urbanas y escolarizadas), sino también respecto
de los diferentes grupos étnicos en diversas regiones y sustratos culturales
anclados en las tradiciones. Desembocaron en ambos casos en una voluntad ética
y política de denuncia y de transformación social, que buscó generar procesos
de cambio en todas las áreas de la vida; “cambiar la vida misma” como sostiene
la panameña Urania Ungo (2000: 97).
Ese conjunto de intersecciones
(sexo-género-clase-etnia-tradiciones, entre otras) se “encarna” en cada una de
las personas, sean varones, mujeres, o LGBTT+, cuyas exclusiones se muestran en
términos de desbalances e inequidades de poder (de poder hacer / poder tener /
poder decir); en suma, de “poder poder” como advertía
Celia Amorós en los ´80. Por eso, otro de los rasgos fundamentales del
feminismo en América Latina es que, sin desconocer, olvidar o desmerecer los
aportes teóricos de las feministas históricas y hegemónicas, su reflexión nace
y se basa en “lo concreto”; en sus propias experiencias. Es decir, se trata de
un “conocimiento situado” que nace de las condiciones de la propia existencia (Haraway, 1993: 115-144). Porque en ese locus se inscriben las mujeres como una categoría política que se
articula en localizaciones precisas, se constituye en materialidades concretas,
y conserva memorias históricas de múltiples subordinaciones. La diversidad de
esas experiencias contribuye a labrar una mirada emancipadora que abarca tanto
a los Derechos (con su marco liberal de enunciación) como a la construcción de
una sujeto que ―parafraseando a J. P. Sartre― pueda pensarse libre para poder
llegar a serlo. Porque las sujetos subalternizadas
exigen ante todo una autopercepción de sí que se afirme en sus deseos, sus
necesidades y sus posibilidades reales de concreción a fin de elaborar las
estrategias de acción que se requieran.
Por eso, los feminismos de Latinoamérica
analizan su situación ―la que viven y padecen― para producir nuevas
interpretaciones cuya perspectiva, como propuesta epistémica, aporta nuevas
categorías de análisis. Esa fusión ―feminista, étnica, de clase, decolonial y
poscolonial― genera no sólo “conocimientos situados” sino un profundo horizonte
de sentido que enmarca las realidades vitales en las que están inmersas las
mujeres (y eventualmente todas las personas feminizadas). No se pretende por tanto
una mirada “objetiva” ―actualmente tan cuestionada― sino entender, ordenar,
estructurar y dar a su realidad un sentido propio.
Desde ese punto de mira,
y como sostienen muchas activistas e investigadoras, en tanto pensamiento
político y movimientos sociales, los distintos feminismos de América Latina
oscilan entre los reclamos de igualdad de derechos y de reconocimiento, por un
lado, y la formulación de importantes críticas al modelo de la democracia
liberal, el capitalismo, la matriz colonial, la heterosexualidad obligatoria y
los sistemas de organización social construidos sobre la base de jerarquías y
estrategias excluyentes, por el otro (Follegati,
2018: 55-81). He ahí que otro rasgo del feminismo de América latina sea la
ampliación de los contextos de denuncia y reclamo centrados en las mujeres pero
tomando en cuenta el marco político-social y económico en el que viven y
actúan. Así, dialogan e intercambian propuestas con otros movimientos sociales,
en coincidencia con un objetivo primordial: deconstruir y dislocar las
múltiples matrices de opresión que se intersectan y se potencian (Ribeiro,
2023). Porque la opresión de sexo-género se consolida y reafirma junto con
otras estructuras de opresión: sobre todo el racismo y el clasismo. Es decir,
en América Latina, y en toda sociedad multicultural y multirracial, para que
una democracia sea inclusiva y realmente democrática,
no solo se deben tomar en cuenta y desmantelar las estructuras ancestrales de
subordinación de las mujeres, sino que también debe hacerse otro tanto con las
estructuras de subordinación y exclusión racial, religiosa, económica, como las
más relevantes (Cadahia, 2022: 12-35).
Porque “igualdad” como
advirtió en su momento Joan Scot es ante todo
“igualdad ante la ley” o “igualdad de derechos”; no es ni homologación, ni
copia, ni réplica o conceptos semejantes. (Scot,
1993: 17-50; Santa Cruz, 1992: 145-152). La “igualdad” no es sustantiva, sino
formal. Los países de América Latina originariamente la entendieron así en el
marco del universalismo ilustrado. Pero dado que continuaban las inequidades de
hecho, la disconformidad y el desaliento ganaron terreno. La postmodernidad con
su análisis material de las relaciones de poder hizo el resto, de modo ―me
atrevería a decir― directamente proporcional a las injusticias padecidas, la
solidez y la memoria de las tradiciones, la añoranza inducida del “paraíso
perdido” y la fuerza hegemónica de las nuevas conceptualizaciones con sus
promesas e incumplimientos.
En suma, como
descendientes díscolas de las reglas cartesianas del método, las mujeres de
América Latina no afirman ni aceptan nada que provenga de principios de
autoridad o de saberes hegemónicos externos acríticamente establecidos o
impuestos. Antes bien, examinan los modos y las circunstancias en las que ellas
mismas se encuentran, las interferencias históricas y actuales a sus libertades
y derechos, la supervivencia de los discursos de odio o de minusvaloración que
las rodean y los preconceptos que limitan e interfieren en la comprensión e inscripción
socio-geopolítica de sus derechos. Surgen de ese modo múltiples actitudes y
críticas alternativas; nuevas formas de acceder al conocimiento aportando
categorías que desvelan otras estructuras de poder excluyente y propuestas de
transformación social. Afloran las viejas tradiciones que no se acallan, donde
las reformas legales tendientes a la igualdad ―tan necesarias como son― suelen
con frecuencia establecerse de modo lento, deficitario e inestable en el marco
de frecuentes y tumultuosos cambios políticos, legales y sociales. Por eso la
autogestión feminista es tan intensa. Acechada por una frecuente inestabilidad
económica y política, la mirada crítica de los feminismos de América latina
ofrece elementos fundamentales para desarrollar aproximaciones analíticas y
prácticas que favorecen la incorporación de debates y propuestas tendientes a
lograr cambios sociales progresistas y profundos. Las intersecciones de clase,
sexo, género, raza, etnia, edad, nacionalidad y sexualidad no son datos menores
y tienden a entrecruzarse en cada situación de modo aleatorio bajo la figura de
“equilibrio instable”, en el que la flexibilidad juega un papel destacado.
La mayoría de
las feministas coincide en señalar que para analizar situaciones concretas es necesario
despejar antes varios “mitos”, por ejemplo, el de la igualdad democrática, y
tomar conciencia de qué significa ser no-blanca, no-urbana, no-alfabetizada,
pertenecer a un país no-hegemónico (Vásquez-Padilla y Hernández-Reyes, 2020,
1-17) y estar inscripta en una sociedad cuyas estructuras son mayormente
excluyentes de hecho para las mujeres que no encuadran en las categorías
normalizadas. Porque precisamente dichas categorías son las que generan una igualdad natural previa a los reclamos de derechos y las necesidades de las
poblaciones en general y de las mujeres en particular. Es lo que Nancy Fraser y Rahel Jaggi denominan condiciones no económicas de fondo (Fraser y Jaeggi, 2018). Si bien
en algunos
países de América Latina la población blanca urbana es mayoría ―Argentina,
Chile, Uruguay, Costa Rica, Cuba, por ejemplo―, en otros, la población mestiza
y aún la originaria y la “negra” son más numerosas. Por ejemplo en Ecuador los
pueblos originarios de diversas etnias superan ampliamente a la población
blanca y a la mestiza juntas, y constituyen aproximadamente el 71% de su
población. Y esto no remite sólo al color de la piel o a una etnografía
colonial. Remite fundamentalmente a la necesidad de brindar el reconocimiento
identitario que esas poblaciones reclaman, en tanto les resultan ajenas ciertas
agendas de derechos elaborados sin tener en consideración sus voces y sus
necesidades (Pozo, 2010). Dando cuenta de esta tensión, la costarricense
Montserrat Sagot señala con sagacidad y valentía que
en América Latina la violencia es el tema urgente del feminismo de hoy (Sagot, 2024: 73-94 y 85-98). En la región más desigual del planeta en
términos de distribución de riqueza, donde más del 55% de la población vive en
situación de pobreza y más del 30% en la de pobreza extrema, con tasas que
―como en Honduras― ascienden aproximadamente al 70% de su población, la primera
violencia ―afirma Sagot― es la desnutrición crónica
de mujeres y niño/as, una de las bases más potentes de las actuales migraciones
masivas hacia el norte. La otra son las guerras. (SJR, 2025; Lipszyc, 2005: 1-15; Lipszyc y
Zurutuza, 2010). Por eso, siguiendo las aportaciones teóricas de la necropolítica de Achille Mbembé o la concepción de nuda vita de Giorgio Agamben, Sagot concluye que los cuerpos de esas mujeres y niñas ―sus
vidas mismas― son desechables, descartables, superfluos. Con cifras
contundentes denuncia lo que denomina “desechabilidad
tácita de los cuerpos femeninos”/…/ “expulsados de la categoría de humanos y
[que] se convierten en sub-vidas” por desnutrición crónica y anemia (Sagot, 2024: 374ss.). Poblaciones originarias enteras van
disminuyendo de tamaño y de capacidades intelectuales como resultado de
generaciones de hambre y de falta de alimentos proteínicos. Por eso, Sagot concluye que la política de la muerte y la política
del género van de la mano. En ese marco tan desolador, Sagot
sentencia que leyes como la de matrimonio igualitario de
Argentina (sancionada el 15 de julio de 2010), la ley de identidad autoasumida (promulgada en mayo 23 de 2012 en el mismo
país) o la resolución de la Corte Suprema de Brasil que autorizó en 2018 que
las personas transgénero y transexuales pudieran cambiar su nombre y su género
en el registro civil sin necesidad de evaluación médica o psicológica,
constituyen logros extemporáneos de feminismos burgueses y urbanos (Vergés, 2027). Estos Derechos, alcanzados en tiempos
relativamente recientes, están altamente cuestionados por las políticas de la
actualmente denominada “nueva derecha”.
Lo dicho muestra
crudamente las grandes diferencias que rigen a los países de América Latina,
incluso internamente, y plantea una tensión que no puede obviarse. La pregunta
es: ¿Se debe esperar a que algunas regiones superen los problemas de violencia
extrema que las aquejan, el hambre y las migraciones, para que otras regiones
avancen en legislaciones reclamadas por sus poblaciones, sobre todo urbanas?
Así planteada la cuestión desnuda una lógica binaria excluyente y que de alguna
manera oscurece la multidimensionalidad de ese y
otros temas vinculados a los derechos de las mujeres y las sexodisidencias.
Por lo general, sin llegarse a una unificación absoluta de criterios se
prefiere una mirada amplia e inclusivista.
Por otro lado,
mucho se ha hecho para hacer visible esa violencia, desglosándola de la
situación de “condiciones naturales” en la que venía envuelta. Mucho falta aún
por hacer, no solo en el orden legal, sino fundamentalmente en el político y
socio-vincular. Cuestiones sumamente complejas como el bagaje cultural, el
idiomático, la religiosidad sincrética, la ruralidad, el racismo y la opción
sexual entre otros, convergen en situaciones concretas de exclusión. De ahí la
relevancia de la noción de interseccionalidad, tal como la ha desarrollado la
colombiana Mara Viveros Vigoya, adoptada por muchas
mujeres latinoamericanas, cuestión sobre la que no me extenderé en esta
oportunidad[1].
Enmarcados en complejas
tensiones como las que acabamos de perfilar, los feminismos de América Latina
se construyen como vías culturales alternativas. Intentan establecer una visión
del mundo que rompa las polarizaciones binarias jerarquizadas y denuncie las
propuestas homogeneizadoras y los enfoques reduccionistas, iluminando los
feminismos de nuestramérica;
de Ñamérica
en la lúcida denominación de Martín Caparrós: la América que guarda en su
identidad la letra “Ñ” (Caparróz, 2021).
Sea como fuere
se impuso la denominación de perspectiva interseccional, poniendo de relieve
que en la historia misma de los reclamos de las mujeres siempre se reconoció un
entrecruzamiento de estructuras, con clara sensibilidad de cómo en mayor o
menor medida inciden en los niveles de exclusión, discriminación,
subordinación, opresión y/o violencia. De hecho, las políticas de la identidad
se consolidaron a partir de una mirada que resta potencia a las categorías
formales y vacías ilustradas vinculadas a la ciudadanía y a la Ley, entendidas
como universales. Fácticamente, en la casi la totalidad de casos rurales es
imposible implementar “la igualdad ante la ley” o el acceso mismo a la Ley.
Varias circunstancias contribuyen a ello: la extensión territorial, la ausencia
de instituciones adecuadas y/o funcionarios específicos, la desidia política,
el analfabetismo de las poblaciones, el rechazo tácito a las formas
organizacionales modernas, etc. Además, “Los Derechos” enunciados en términos
formales sin políticas que los fomenten y los avalen caen en letra muerta
debido a las condiciones fácticas que impiden su real ejercicio. Esto es así
fundamentalmente por razones económicas, pero también por cuestiones históricas
y ético-culturales. “Igualdades formales / exclusiones materiales” sería una
buena síntesis de la situación general de la mayoría de las mujeres (y otros
excluidos) en América Latina. Dada la materialidad de las exclusiones y la real
carencia de derechos, además del sexismo, el racismo y el clasismo, la
exclusión económica ocupa el primer lugar en el catálogo de estructuras
excluyentes. De ahí el énfasis de Sagot, entre otras,
en esa cuestión.
En cambio, en
sociedades tendientes desde hace siglos a la homogeneización de su población,
como sucede en muchos países de Europa ―por expulsiones masivas, masacres,
genocidios, guerras de protección de fronteras, emigraciones― la variable de etno-raza es básicamente aleatoria respecto de la de
género, salvo posiciones ideológicas bien conocidas. Aún así, actualmente la
masiva migración africana está modificando social, económica y demográficamente
el panorama, aunque su población sigue siendo mayormente caucásica y la
dinámica poblacional un fenómeno relativamente reciente, que comienza a
afrontar desafíos que, como en América Latina, tramita generando categorías
comprensivas novedosas no siempre inclusivistas.
Hasta mediados
de la década de los ‘70 y ‘80, los movimientos sociales en general y los de las
mujeres en especial estuvieron dominados por la idea de una justicia
distributiva en términos económicos, denunciando la menor recompensa salarial a
las mujeres, la gratuidad del trabajo doméstico, las tareas de cuidado y la
preservación del medio ambiente en las zonas rurales y su conocimiento e
implementación de plantas medicinales nativas. De la mano del progresismo y de
importantes reformulaciones marxistas y socialistas, se instó a exigir la
redistribución de algunos tipos de bienes. Entre los bienes básicos se incluyó
(de modo desparejo y según las circunstancias de cada país) la igualdad de
derechos de las mujeres, sus libertades, su acceso a recursos y utilidades y la
promoción de sus capacidades, atendiendo a propuestas diversas. En la década de
los ´70, ese tipo de acciones promovió ―al menos ese era su objetivo― que todas
las ciudadanas tuvieran las mismas oportunidades para llevar adelante una vida
digna en sociedades cuyas democracias se habían recuperado recientemente y aún
eran frágiles. Isabel Larguía fue una de las
representantes más reconocidas de esa izquierda, pero no la única (Larguía y Dumoulin, 1976; Femenías y Bolla, 2029: 91-105). Ana Lau Jaiven,
por su parte, examinó cómo La Unión Nacional de Mujeres Mexicanas desde su
creación y a lo largo de su trayectoria enfrentó un accionar problemático dada
la compleja relación existente entre la izquierda y el feminismo (Lau Jaiven, 2014: 165-185). Actualmente
se expanden distintas concepciones del Feminismo Materialista Francés (Femenías y Bolla, 2019). Sea como fuere, la justicia
distributiva debía hacer abstracción de las diferencias a fin de reconocer a
todas las mujeres en su igual dignidad.
Sin embargo, a partir de
los años noventa, la categoría de justicia fue desplazada lentamente por la de
reconocimiento. Este concepto se hizo eco de las nuevas formas que tomaron las
luchas sociales, a partir de los reclamos de diversos grupos emergentes: los
colectivos LGBTT+, las mujeres originarias o aborígenes, las migrantes
(internas y externas), las mujeres “negras”, entre otros. Todos estos
colectivos ganaron visibilidad ocupando el espacio público. Sin dejar de lado
sus demandas redistributivas, exigieron reconocimiento identitario público y
diferenciado. Esos reclamos se difundieron in
extenso, e iniciaron activamente su lucha por el reconocimiento de
identidades específicas (Femenías, 2007). Al mismo
tiempo, grupos de mujeres originarias o autóctonas elaboraron una autocomprensión positiva de sus propias identidades, antes
minusvaloradas, enarbolando valores éticos como la solidaridad grupal, el
concepto de vida buena, el respeto a las tradiciones, a la vida, a los lazos
familiares, al cuidado, a la protección del medioambiente, y a la
visibilización del conjunto de tareas no remuneradas que llevaban a cabo las
mujeres en colectividades no-urbanas (Tzul Tzul, s/f; Tzul Tzul, 2011) en Femenías y Sosa Rossi (2011: 101-115) Se despliegan así dos formas de reconocimiento:
por un lado el de sus derechos a la no discriminación de clase, etnia, cultura
o grupo social, ligado a la igualdad de derechos básicos reconocidos y guiadas
por los principios universales de justicia. Por otro lado, la estima de sí con
la recuperación de sus historias y sus memorias ancestrales, recreadas en
Talleres de Historia Oral (THOA) como los de la boliviana Silvia Rivera Cusicanqui (Rivera Cusicanqui,
1987: 49-64) o de sanación de la violencia sufrida como los de la mexicana Rosalva Aída Hernández Castillo (Hernández Castillo, 1988).
En todos los casos se rescataron historias de desplazamientos forzados, de
pérdida de tierras y lazos familiares, de saberes ancestrales y hasta de
lenguas autóctonas debido, por lo general, a violencias narco, insurgentes, militar y paramilitar.
Mientras que
la primera forma de reconocimiento hace abstracción de las diferencias, porque
busca que se respete la dignidad de cada mujer qua tal, la segunda favorece la estima de sí, entendida como la
memoria y la confianza en cada una de las mujeres de su comunidad,
primariamente en contextos no-urbanos y/o en grupos menos occidentalizados. Así
las cosas, estas últimas exigencias no apuntan a la igualación de las
condiciones sociomateriales de la vida, sino a la
protección de la integridad de los diversos modos de vida tradicionales o
idiosincráticos, incluyendo las lenguas nativas y los usos y costumbres
ancestrales. Si bien suele considerarse que es necesario tener en cuenta ambas
formas de reconocimiento y bogar por el cumplimiento de los derechos formales
modernos, los debates sobre la cuestión han sido y siguen siendo numerosos e
intensos, llegando a promover fracturas importantes a nivel académico,
socio-político y en el movimiento de mujeres. Actitudes más moderadas recuperan
contribuciones como las nociones de vida buena, el valor de la identidad, la
tenencia colectiva de las tierras, y el respeto por el pluralismo, sin
privilegiar unas culturas sobre otras, y respetando el principio de igual trato
y de escucha (Femenías y Vidiella,
2027: 23-46). El reconocimiento de la multiculturalidad en las respectivas
constituciones es importante para encarar vías de negociación ante los
conflictos étnico-culturales, bélicos y de sexo-género. También es fundamental
para la construcción de una sociedad más respetuosa, inclusiva y equitativa. La
apuesta por políticas públicas que promocionen los derechos de las mujeres y su
educación es fundamental y constituye un verdadero desafío a la resistencia de
algunos grupos de poder que prefieren no modificar sus prácticas
consuetudinarias.
En esta línea,
Colombia es el país cuya Constitución multicultural está más elaborada.
En efecto, la Constitución Política de
Colombia data de 1991 y reconoce que el país es una nación multicultural y plurirracial. Establece además que el Estado debe proteger
y reconocer la diversidad étnica, cultural y lingüística, imponiéndole además
la responsabilidad de velar por la no-discriminación y la no-marginalización de
sus habitantes, atendiendo a cuestiones de sexo-género y de etnorraza.
La
participación de tres delegados indígenas en la Asamblea Nacional Constituyente
fue el resultado de la movilización masiva de los pueblos indígenas, de los que
coexisten más de 100 grupos identitarios y lingüísticos,
además de la población “negra” y la mestiza. Esta
diversidad puede dar una somera idea de las dificultades fácticas que deben
enfrentarse para llegar a acuerdos en los conflictos socio-legales, el
reconocimiento de las diferencias, la implementación de los derechos liberales
nacidos del pensamiento moderno-europeo, y la construcción de una sociedad
respetuosa de las diferencias que a la vez destierre (o tienda a desterrar)
algunas prácticas en contradicción con los DDHH de las mujeres en una sociedad moderna.
En esta línea cabe la Constitución
Política del Estado de Bolivia, que fue promulgada en 2009, y aprobada por
referéndum popular ese mismo año. Establece que Bolivia es un Estado
pluricultural, plurilingüístico, con 36 lenguas
indígenas declaradas oficiales además del español. Se respeta así la pluralidad
política, económica, jurídica, cultural y lingüística, y se crean canales de
comunicación entre las diversas naciones aborígenes, sus economías, sus
estructuras sociales y culturales y las instituciones del Estado moderno. La
promoción de los derechos de las mujeres fue un tema de arduo debate ya que en
algunas poblaciones originarias las mujeres tenían más o diferentes derechos de
los que ofrecía la sociedad moderna y su Constitución. Muy bien lo analizan
Silvia Rivera Cusicanqui, Rosana Barragán y Verushka Alvízuri, entre otras
(Rivera Cusicanqui, 1996, 2018; Rivera Cusicanqui y Barragán, 1997; Alvizuri,
2009).
También se reconoce pluricultural Costa
Rica desde 2015, cuando se reformó su Constitución Política para establecer el
carácter multiétnico y pluricultural del país, en tanto conviven personas de
orígenes autóctonos y foráneos de etnias diversas. Otro tanto sucede en
Venezuela. La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999
establece que es un Estado multiétnico y pluricultural, y que los pueblos
indígenas tienen derecho a su propia identidad cultural, a sus lenguas, a sus
tradiciones y a sus formas de organización social. La lengua oficial, como en
Costa Rica o El Salvador, es el español y las lenguas aborígenes tienen
legalidad sólo en sus propios territorios. No obstante se las considera
patrimonio cultural, objeto de preservación, difusión y respeto. Otro tanto
sucede, por ejemplo, en Nicaragua, México, Ecuador, o Perú que también se
reconocen como Estados pluriculturales.
En cambio, otros países, como Argentina o
Chile, no se consideran pluriculturales a pesar de contar con una importante
población originaria. Sólo aceptan el español como lengua oficial y un único
sistema legal plasmado según sus respectivas constituciones liberales. En
consecuencia, algunos grupos étnicos, como los Mapuche, presentan en ambos
países constantes reclamos por su reconocimiento identitario, lingüístico y la
devolución de sus tierras ancestrales, las que se extienden a ambos lados de la
frontera actual.
Este
brevísimo panorama da cuenta de la complejidad de suponer un sustrato
poblacional homogéneo. Incluso, algunos pueblos originarios no manejan aún el
español, y en aquellos que sí lo hablan puede suceder que no lo hagan todos sus
miembros, y un representante (jefe/a, cacique/cacica, sacerdote, chamán, etc.)
sea el/la encargado o encargada de traducir reclamos y/o necesidades de su
grupo. De ahí la clara preeminencia de las cuestiones de etnia por sobre las de
sexo-género.
Por
su parte, una dificultad no menor es preguntarse cuáles son los límites del
reconocimiento: qué puede y debe reconocerse, bajo qué criterios y con qué
autoridad legal y legítima se establecen. En este como en tantos otros temas
que vinculan a las mujeres y a los niño/as cada país ha encarado sus propias
políticas públicas, muchas veces resistidas incluso por sus propias
beneficiarias.
Sea como
fuere, lo cierto es que en el Segundo
Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, realizado en Lima (Perú)
en 1983, se denunció el racismo implícito en los debates políticos liderados
por feministas blancas, por lo general pertenecientes a clases medias urbanas.
Si bien se hablaba en nombre del universal mujer, las mujeres reales de los
colectivos “negros”, “originarios”, “indígenas” o “mestizos” carecían de
palabra autorizada para expresar sus propias dificultades, necesidades y
dilemas. Esa denuncia promovió marcos teóricos que desarmaran (deconstruyeran) esquemas jerárquicos de poder más allá de
la dupla varón/mujer para señalar y denunciar su convergencia con otras
estructuras de opresión-exclusión.
Más adelante,
las corrientes deudoras del giro lingüístico y de la posmodernidad rápidamente
adoptaron la noción de interseccionalidad y la adecuaron a sus respectivas
situaciones materiales en las que consustancialmente convergían clase, etnia,
sexo, género, religión, nivel educativo (centrado en el dominio del español),
como las más relevantes, agregando algunas teóricas la ruralidad (Viveros Vigoya, 2016: 1-15). Para analizar situaciones concretas
―por ejemplo de exclusión, acoso o violencia incluida la institucional― se
consideró necesario tomar en cuenta que en todos los casos convergen varias
estructuras excluyentes. Por tanto, es preciso prestar mucha atención a todas
ellas y determinar la dominante en cada ocasión, a sabiendas de que se trata de
intersecciones dinámicas y abiertas. Las categorías confluyentes suelen
imponerse siguiendo activamente un conjunto de factores individuales,
colectivos e institucionales entrecruzados, que deben examinarse según sus
diversos grados de incidencia y desarrollos teóricos y empíricos situados y
generalizables.
Algunas
feministas valoran los aspectos estructurales de la confluencia de opresiones y
su articulación entorno a la categoría de sexo-género como prioritaria. Otras,
por lo general más influenciadas por el pensamiento postmoderno, defienden la
vaguedad de la perspectiva interseccional porque ―sostienen― favorece la
reunión de diversos sentidos de la noción de diferencia, alejándose de lo que
consideran una actitud homologadora. Lo cierto es que
los sistemas de poder que producen, organizan y mantienen desigualdades
responden a procesos macrosociales en los que se entretejen los diversos
sistemas de opresión (Lugones, 2005: 61-76). Denunciar el sexismo/racismo es
fundamental porque, parafraseando a Ribeiro, el silencio es complicidad.
Precisamente
los procesos de cambio social afectan a las mujeres en general y a las pobres,
indígenas, negras y mestizas en particular. El concepto mismo de “mestizaje”
―de herencia colonial― elaborado y adoptado por algunas autoras como pivote de
la sociedad latinoamericana contribuye a una expresión amplia de su identidad
cultural (Femenías, 2020: 71-96). Involucra enfrentar
a la vez las estructuras opresivas de clase, sexo, raza u origen socio-racial,
y rescata como positivo uno de los rasgos fundamentales de la identidad
cultural latinoamericana: un sistema solidario de valores, producto de todas
sus herencias culturales conjugadas a fin de revertir los desequilibrios de
poder entre los centros hegemónicos y las periferias.
En el vaivén
entre uno y otro polo, las mujeres racializadas van labrando sus propios caminos: no
solo a través de las estructuras patriarcales sino también de la falta de
sensibilidad etno-racial de muchas feministas. Desnaturalizar los
lugares a los que acceden las mujeres de la población negra, aborigen o mestiza
supone deconstruir estereotipos y jerarquizaciones. Pero sobretodo invita a
escuchar sus voces antes de considerar sus problemáticas como afines a las de
las mujeres blancas y urbanas. Esta actitud alienta un diálogo horizontal,
complejo y fructífero (Sciortino, 2021; Bidaseca, 2019; Femenías y Vidiella, 2017: 25-44). Precisamente una de las bases de
los feminismos comunitarios se vincula a esta escucha, a la recuperación
positiva de las raíces culturales, al fortalecimiento de la autonomía y a la
reparación de las diversas situaciones de violencia. Deconstruir estereotipos
conlleva a la autoafirmación de sí, sin que se la deba entender como un mero
análisis introspectivo concentrado en una narración individual de la identidad.
Por el contrario, supone el relevamiento y la denuncia de los preconceptos que
inscriben a las mujeres en ciertos espacios regidos por desigualdades
estructurales convergentes. Se invita a reconocer identidades múltiples, fluidas y atravesamientos de poder en un esfuerzo por
deconstruir categorías normalizadoras, rígidas y homogeneizantes.
De ese modo se ilumina la multidimensionalidad de la
experiencia de las mujeres en general, y de las racializadas en particular, revelando
procesos de subordinación, opresión y marginalidad; todos mucho más complejos
de lo que las miradas monocausales suponen. De este
modo, se abre también espacio a la sexualidad y el género, y al conjunto de
variables que inscriben las múltiples maneras de ser-mujer en situación. En los
últimos años esta perspectiva ha ganado visibilidad y capacidad explicativa,
sobre todo respecto de cuestiones vinculadas a la violencia contra las mujeres.
Muchas
corrientes y aportes están quedando fuera de este artículo. No he mencionado ni
los desarrollos centrados en la identidad sexual, ni en la teoría queer, y tampoco
me he referido ampliamente a las teorías sobre los complejos problemas de
violencia que se desarrollan en América Latina, sea individual, grupal o
institucional. Muchas veces esa violencia, el feminicidio y/o las violaciones,
están inducidas por el narco-tráfico, como en ciudad Juárez (Monárrez Fragoso, 2000, 2006: 429-445, 2009; Lagarde, 2005). Pero también ocurre en las marchas
migratorias hacia el norte y en los desplazamientos masivos de población
femenina que provocan ciertos grupos insurgentes o de poder, ávidos por ocupar
sus tierras. También hay violencia militar, paramilitar y militar en las
denominadas “guerras de baja intensidad” (Klare y Kornblush, 1990), en las múltiples formas de tráfico de
mujeres y niñas, y en el marco de las sangrientas dictaduras que aquejan y han
aquejado al continente y el Caribe. Falta mucho por hacer; hay casos
desgarradores que reparar urgentemente y muchos derechos que consolidar para
fortalecer democracias inclusivas que respeten los Derechos en general y los de
mujeres y las sexodisidencias en particular. Claro
está que en esta época de empeoramiento y regresión de las condiciones sociales
y solidarias, se trata de una tarea titánica.
Ya casi
cerrando este artículo me interesa recoger la acción positiva de los
denominados feminismos comunitarios, propios de América Latina. Una gran variedad de grupos no institucionales se destacan
en actividades de reivindicación y defensa de los derechos de las mujeres y las
niñas, de reparación y, como lo enuncian algunas activistas, de sanación. Son
grupos que van más allá de las políticas de Estado (ahí donde las hay), y de
las ONG’s, y han cobrado visibilidad recientemente,
cambiando el perfil y las estrategias feministas de toda América Latina (Muñoz
Rodríguez, 2017: 258-272). Su objetivo es visibilizar necesidades, sostener
derechos, legitimar reclamos pero sobre todo procurar vías de reparación de
múltiples heridas físicas y psicológicas. Estas mujeres, muchas veces
invisibles, trabajan a partir de las creencias y del sustrato simbólico de sus
propias comunidades; están atravesadas por la etnia, el sexo-género, la clase
social, las memorias ancestrales, la ruralidad y la voluntad solidaria de sanar
la vida.
La comunidad
es la base de su propuesta política: la comparan con un cuerpo donde una mitad
son varones, otras mujeres, y en el medio están las personas intersexuales,
reconocidas como tales en casi toda la imaginaría latinoamericana. Por ello,
lejos de dividir la comunidad, el feminismo comunitario enfrenta al sistema
patriarcal, tanto moderno como autóctono. Si bien las versiones romantizadas de
los pueblos originarios suponen la no existencia de relaciones jerárquicas
entre los sexos, investigadoras como Rivera Cusicanqui,
Zalaquett Aquea y Alvisturi,
entre otras, argumentan sólidamente que las había, aunque fueran diversas a las
europeas. En general, y parafraseando a Foucault, que invierte el dictum platónico,
consideran que el género es la cárcel del cuerpo, aunque en general, la cárcel
masculina se considera más valiosa que la femenina; no obstante afirman que
ambas son cárceles. Por eso instan a los varones a organizarse para luchar
contra el machismo, la pedofilia, las violaciones
iniciáticas, la burla y la degradación de las mujeres y unirse a ellas en
acciones despatriarcalizadoras (Zalaquett,
2015: 54).
La lista de
feminismos comunitarios es extensa aunque sólo voy a mencionar uno de ellos. Me
refiero al que lidera la feminista comunitaria y activista Lorena Cabnal. Cabnal es cofundadora del
Movimiento Feminista Comunitario-territorial de Guatemala y de la Red de
Sanadoras Ancestrales del Feminismo Comunitario (Cabnal,
2017: 98-102). De origen maya, debido a la Guerra Interna ―una suerte de guerra
civil entre 1960-1996, considerada de baja intensidad, su familia fue
desplazada forzosamente de sus tierras, tal como le
sucedió a muchísimas otras. La violencia bélica sumada a la intrafamiliar ―que
incluyó los abusos sexuales de su padre― formaron parte de su vida cotidiana
hasta que huyó de su casa a los 15 años (Cabnal,
2020, 2019, 2016). Estudió medicina transfusional, se vinculó con académicas
que le transmitieron una mirada social y antropológica enriquecida de los
pueblos indígenas y, con ese bagaje, comenzó a trabajar contra la violencia
sexual. Apelando a la imaginería maya se definió como sanadora e hija de la cosmología
maya xinca, analogando
cuerpo-territorio. Por eso a la par que defendía su territorio ancestral de los
transgénicos y de los deshechos tóxicos, se defendió y defendió a las mujeres
de su comunidad de la violencia machista, bélica e institucional. Configuró así
una suerte de ecofeminismo activo de raíz
indigenista, que las mujeres campesinas defienden. En territorios en los que el
Estado no ha resuelto las consecuencias de las guerras (a veces ni las guerras
mismas), lugares empobrecidos que están lejos de los Acuerdos de Paz, Cabnal recupera, junto con otras mujeres de su comunidad,
su historia-memoria ancestral y se rebela contra las opresiones del despojo, el
saqueo y las múltiples violencias contra sus cuerpos. En el marco de lo que
suele denominarse ethno-ciencia, relativamente ajena al bagaje
cultural de Occidente, a sus símbolos y a sus psicologías, estas mujeres operan
como referentes comunitarios de la resistencia. Rememoran la lucha de sus
abuelas y bisabuelas contra la dominación colonial, la ocupación territorial de
sus poblados y, del mismo modo, los desplazamientos y ocupaciones actuales de
sus tierras de cultivo para producir otros no-nativos y no-alimenticios, pero
rentables y fácilmente exportables a EEUU y Europa. Se colocan así en la
primera línea de ataque contra el cultivo de drogas, para defender la vida y la
biodiversidad de sus territorios. Apelan a acciones visibles y simbólicas,
públicas y no-públicas que mantienen unida a la comunidad y garantizan su
supervivencia, la de sus lenguas y la de sus creencias, en un sincretismo
propio y original. A este giro en la comprensión del entorno, la guarda de sus
memorias y la reparación de la violencia histórica situada, Cabnal
lo denomina pensamiento epistémico de las mujeres indígenas feministas
comunitarias (Ruano Ibarra, 2019). Se basa en la reivindicación de las
ceremonias y la cosmovisión religiosa indígena maya-xinca,
así como en la recuperación del territorio/cuerpo. Esas mujeres buscan
reivindicarse y reapropiarse de su voz ante todos los patriarcados,
fundamentalmente los violentos, pero también frente a muchas mujeres blancas que
desestiman sus necesidades y/o ignoran sus voces. En consecuencia
cuestionan tanto la cosmogonía del mundo ancestral y el lugar que les reserva,
como la heteronormatividad y los mandatos
occidentales que caen sobre las mujeres.
Cabnal remonta el comienzo de la violencia y la opresión a la
conquista y la colonización, pero reconoce que algunos hombres indígenas [son]
machistas, y que existió un patriarcado previo a la conquista y la
colonización. Precisamente su grupo comunitario, al igual que otros, está
tratando de cambiarlo. Queda claro nuevamente la prevalencia de la etnia sobre
el sexo-género y la denuncia de la violencia histórica sobre los grupos
indígenas, la que anteponen a la violencia sexual y de género. No obstante,
reconociendo que el gobierno de su comunidad estaba formado por 357 varones y
ninguna mujer y que además sólo existían guías espirituales varones, Cabnal impulsó un fuerte cuestionamiento a tal organización
y junto con un grupo de mujeres inauguró el feminismo comunitario
territorial.
En una entrevista que le realizó Karen Santiago, en 2018, Cabnal
afirmó:
“Somatizamos
mucho la indignación. Y ser feminista no es fácil: Si 24 horas estuviéramos
despiertas, 24 horas estuviéramos indignadas… ¿Cómo hacemos para que nuestro
organismo tenga la energía necesaria para ir movilizando cargas de indignación,
de rabia, de vergüenza, de duelo, de mucha impotencia ante las múltiples formas
de opresión que tenemos cotidianamente?” (Santiago, 2018).
La
entrevistadora comenta que, movida por tal indignación, Lorena Cabnal reivindica los Derechos Humanos de las mujeres
guatemaltecas que están en pie de guerra por la defensa de sí y de su
territorio. Pero no sólo eso, respeta la biodiversidad y reconoce las luchas de
todas las mujeres en diferentes partes del mundo. Porque esa indignación ante
la violencia y la exclusión se cura con acción feminista territorial en defensa
de sus territorios-cuerpo-Tierra reparando las huellas de las múltiples
violencias sufridas (Saíz y Sulé,
2020).
Desafortunadamente,
es imposible dar cuenta de todas las derivas especificas que las mujeres han
producido a partir del entrecruzamiento de su experiencia y sus expertises con la
categoría de género y los activismos correspondientes: Historia, Ética,
Derecho, Arquitectura, Teoría de la Democracia y la Ciudadanía, Trabajo Social,
Biología, Estética, Psicología, Epistemología, Sociología, Filosofía, Ciencias
duras, Vida cotidiana, Medicina, Economía y Buen Vivir son sólo algunos de esos
campos en los que las mujeres han contribuido a hacer visible, enriquecer y
profundizar el mapa del acervo humano en aras de un mundo más justo y vivible
para todos/as/es. Las pinceladas previas sólo han esbozado algunas de sus
líneas más relevantes.
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[1] Me refiero al artículo de Viveros Vigoya (2016) que
analizo extensamente en Femenías (2023: 162-176).